Trump sitúa a Estados Unidos al borde de un régimen neofascista

La conmoción es, por supuesto, terrible. Estados Unidos, hasta hace poco ejemplo absoluto de la inquebrantable relación entre democracia y capitalismo, deriva a principios de 2025 hacia una nueva realidad. Las primeras medidas de la administración Trump revelan un golpe de Estado de facto destinado a invalidar la Constitución de Estados Unidos.
La irrupción de un régimen de carácter neofascista en la principal potencia militar y económica del mundo causa una conmoción natural y provoca un reflejo comprensible: el de intentar salvaguardar “el mundo de antes”, que, naturalmente, parece más clemente que el prometido por Donald Trump y Elon Musk. Allí están tratando pues de salvaguardar los marcos del Estado de derecho y aquí, en Europa, de salvaguardar ese mismo Estado de derecho de las garras de los aduladores y apoderados del nuevo régimen estadounidense.
Todo esto es, por supuesto, muy necesario y urgente. Pero este movimiento de resistencia no debe conformarse con una simple postura defensiva o nostálgica. No debe aspirar a la vuelta a una forma idealizada de statu quo ante. Para luchar contra el regreso de la hidra autoritaria de manera eficaz y duradera, hay que analizar las condiciones de su resurgimiento y proponer una alternativa democrática creíble, es decir, capaz de evitar que se repita lo peor.
La referencia aquí debe ser el Resistencia que, durante la Segunda Guerra Mundial, mientras luchaba en todas partes contra los fascismos alemán, italiano y japonés, llevó a cabo una reflexión para construir un mundo liberado de las condiciones del surgimiento del fascismo. Y una vez derrotado, el combate continuó para construir una nueva sociedad.
En Francia, el Consejo Nacional de la Resistencia (CNR) reconoció que la fuente del peligro fascista era el abandono de la población ante las crisis capitalistas. La lucha antifascista desembocó en la creación de un Estado social que modificó profundamente la sociedad.
Hoy en día nos cuesta darnos cuenta, pero la Francia posterior a 1945 rompió por completo con la de antes de la guerra, que tenía una de las redes de seguridad social más reducidas de Occidente. Este cambio fue el producto de una lucha contra las raíces del guerra y del fascismo, así como contra el fascismo mismo. Y este es el enfoque que debe guiar a quienes quieran enfrentarse contra el poder del capitalismo autoritario contemporáneo.
Las raíces económicas del trumpismo
Para lograrlo, hay que empezar por identificar las raíces del actual golpe de Estado. Se encuentran en los sectores rentistas de la economía estadounidense y, en primer lugar, en el de la tecnología.
Recordemos que esto es producto de una historia más larga, la de una desaceleración de la economía mundial después de la crisis de 2008, que ninguna medida ha sido capaz de impedir y que ha conllevado métodos depredadores cuyo resultado natural es la toma de control del Estado americano. Incapaz de producir valor por los medios habituales, el capital se ha refugiado en los sectores rentistas, donde se capta el valor sin pasar por los mercados. Pero estos sectores, para continuar su acumulación, necesitan controlar la sociedad en su conjunto, someterla a la pseudorrealidad de sus algoritmos. De ahí viene la violencia antidemocrática e imperial de Trump.
Los observadores de la corriente predominante que hasta ahora se complacían con la apología de un capitalismo que creían fuente de libertad y democracia, ahora están estupefactos ante el surgimiento, para ellos repentino, de una “oligarquía”, como escribe Serge July en Libération. Pero es importante señalar que esa misma estupefacción es producto de un error. La apología del capitalismo, validada por el rechazo de todo economicismo, ha conducido a una ceguera ante las fuerzas en acción durante medio siglo.
El primer escollo es creer que el capitalismo neoliberal sería el antídoto contra el giro fascistoide de alguien como Trump
Aquellos que defendieron la contrarrevolución neoliberal que, precisamente, trató de acabar con los efectos de la lucha antifascista de la posguerra, hoy se sorprenden de la contrarrevolución trumpista, como titula Le Monde del 11 de febrero.
Pero esta ruptura es la consecuencia lógica de la anterior. Dado que el sueño neoliberal de un mercado perfecto y eficaz desembocó en el desastre de 2008 y se ha mostrado incapaz de reactivar la productividad y el crecimiento, los ganadores de este mercado han tomado las riendas e intentan construir un mundo sometido a sus intereses.
El primer escollo de la época es, por tanto, creer que el capitalismo neoliberal sería el antídoto contra la deriva fascista de Trump. Puede ser real la tentación de idealizar el régimen anterior, no solo porque era democrático y menos violento, sino también porque se podría pensar que para luchar contra los oligarcas tecnológicos, la competencia y el mercado serían una respuesta adecuada. Así que se reaviva el mito del capitalismo democrático, según el cual el funcionamiento de una economía de mercado regulada sería la base de la democracia liberal.
El problema es que este capitalismo democrático es el que ha dado a luz al monstruo trumpista-muskiano. La sacrosanta economía de mercado, que durante cuarenta años ha sido alabada por los intelectuales en voga, se encuentra en realidad en una crisis permanente que solo podía desembocar en una conclusión autoritaria y monopolística.
Los mercados “disciplinados”
La competencia, presentada por los neoliberales como una solución a todos los males de la sociedad, no es más que una solución temporal. Conduce inevitablemente a concentraciones, por el propio juego de los mercados, y los grandes grupos resultantes de este fenómeno solo tienen una obsesión: preservar sus posiciones. Cuando el crecimiento es cada vez más débil, como ocurre hoy en día, lo hacen tomando el poder político y poniendo a la sociedad a raya. Luchar contra el trumpismo reactivando las ilusiones neoliberales sería, por tanto, el más funesto de los errores.
Sería olvidar que las poblaciones se han volcado hacia la extrema derecha en gran parte porque los neoliberales han fracasado, porque no han cumplido sus promesas de mejorar las condiciones de vida y no han dudado, cuando han sentido necesidades, en recurrir a métodos contundentes.
El deterioro de la democracia liberal y su creciente reducción a una formalidad electoral no son una novedad trumpista.
El fracaso neoliberal es la cuna misma de la xenofobia y el racismo de la extrema derecha
Desde los años 80, los neoliberales se han empeñado en reducir el papel de los sindicatos, reducir el papel del colectivo en el trabajo, mercantilizar las relaciones sociales y colonizar las mentes con la heroización de los emprendedores. El objetivo de este movimiento es, evidentemente, controlar los votos para evitar que se cuestione el orden social.
Y por si fuera poco, los neoliberales no han dudado en bloquear la democracia inscribiendo en las constituciones o en los tratados internacionales los fundamentos de su doctrina. En caso de necesidad, la “disciplina de mercado” castigaba a las sociedades, como ha ocurrido en Grecia a partir de 2010. Y, por último, el régimen neoliberal no dudó en recurrir a la represión. Desde los mineros británicos hasta los “chalecos amarillos”, la porra solía tener la última palabra frente a la protesta.
Esa política, por otra parte ineficaz, es la que ha allanado el camino al horror trumpista, como anteriormente a la dictadura de Putin en Rusia, y como ha debilitado a las democracias europeas frente a la extrema derecha. Ha preparado las mentes para la violencia, la negación de la democracia, las situaciones de excepción, en una palabra, para la sumisión de la sociedad a los intereses del capital. Lógicamente, cuando la extrema derecha propone una política a medida de los plutócratas, a gran parte de la población no le preocupa mucho.
El fracaso neoliberal es la cuna misma de la xenofobia y el racismo de la extrema derecha. Por dos razones. En primer lugar, porque, desde 2008, los partidos neoliberales, con tal de mantenerse en el poder, no han dudado en aprovechar el tema de la inmigración y en instrumentalizarlo.
Es elocuente el caso de Emmanuel Macron, a quien además le gusta presentarse como anti-Trump. Desde 2017, el presidente francés ha jugado con los temas de la extrema derecha, hasta la famosa ley de inmigración de finales de 2023, con el resultado de convertir a esa misma extrema derecha en la primera fuerza del país.
En segundo lugar, porque al no lograr un repunte de la productividad y el crecimiento, los neoliberales construyeron una economía de “juego de suma cero” en la que la finalidad de la redistribución es ahora la finalidad de la competencia dentro de la propia sociedad. Para obtener más, los grupos sociales deben intentar quitárselo a los demás. Y como los neoliberales rechazan cualquier redistribución de arriba hacia abajo y para conseguirlo han destruido todo sentimiento de clase social, lógicamente lo que han recuperado son las pertenencias étnicas o raciales. Y los que proponen una redistribución sobre esas bases son los partidos de extrema derecha.
Se comprende entonces el disparate que supondría resistir al trumpismo tratando de preservar las condiciones del surgimiento de este autoritarismo plutocrático. Su única ambición sería ganar algo de tiempo antes de que se produjera de nuevo la inevitable deriva. Ese es sin embargo el núcleo de la política defensiva que se ha llevado a cabo en los países occidentales durante años: bloquear a la extrema derecha sin atacar los orígenes de su éxito, y esperar con ansiedad la siguiente cita electoral. Todo el mundo parece encontrarse en la piel de madame Du Barry, que antes de su ejecución suplicaba: “Un ratito más, señor verdugo”. Es necesario salir de esa lógica funesta.
La democracia como antídoto
Para salir de este atolladero, debemos ser conscientes de que el quid de la cuestión radica en la reciente evolución del capitalismo. Poco a poco, el capitalismo democrático ha ido perdiendo su sentido. La democracia se ha convertido en un obstáculo para la acumulación de capital. Y esto no solo es aplicable a los gigantes tecnológicos, sino también al resto del capitalismo, que pretende imponer las políticas que considere necesarias, caiga quien caiga.
Ningún sector del capital acudirá en ayuda de la democracia. Quienes dependen de las ayudas públicas para mantener sus beneficios pretenden imponer un recorte de los gastos sociales y los salarios, sin preocuparse de la opinión popular. Eso es lo que ha demostrado claramente el reciente debate presupuestario en Francia.
Por lo tanto, la tarea del movimiento de resistencia es, como hace ochenta años, proponer nuevas condiciones para la existencia de la democracia. En 1945, se hizo evidente que la democracia no podía subsistir sin una forma de Estado social que actuara como protección de los ciudadanos. Lo que hoy está en juego es comprender cuáles son las condiciones sociales capaces de sostener una democracia real.
Es esencial redefinir las necesidades de las personas en términos no de acumulación, sino de necesidades sociales y medioambientales
Porque lo que nos enseñan tanto el trumpismo como el melonismo es esto: la forma democrática reducida a la votación no es la democracia real. Esta debe poder apoyarse en una sociedad civil fuerte, basada a su vez en la diversidad, el respeto a las minorías, los debates de fondo y una libertad individual consciente de sus límites sociales y medioambientales. En otras palabras, las condiciones sociales de producción del voto son más importantes que el voto en sí.
Se puede seguir creyendo que la democracia y el capitalismo son indisociables apoyándose en un capitalismo regulado y contextualizado. Pero en el capitalismo actual, tales regulaciones parecen más bien señuelos. La carrera por la acumulación corre el riesgo de llevarse por delante esas barreras y lo que quede de democracia.
Es necesario reducir el poder de los más ricos, pero ¿es suficiente para frenar el desastre? No hay nada menos seguro, porque en la sociedad las necesidades del capital seguirán siendo fundamentales. Si el Consejo Nacional de la Resistencia (CNR) puede ser un modelo a seguir, hay que tener siempre en cuenta que las condiciones para llevar a cabo su proyecto regulador no son las de hoy. El momento histórico actual sin duda requiere un paso más ambicioso.
Si el capitalismo es la fuente del trumpismo y sus avatares de extrema derecha, entonces la lucha de la resistencia debe centrarse en una redefinición de la democracia, despojada de la lógica de acumulación.
Eso significa que las condiciones de creación de opiniones deben liberarse de las exigencias del capital. Para lograrlo, es esencial redefinir las necesidades de los individuos en términos no ya de acumulación, sino de necesidades sociales y medioambientales. Y las condiciones para esta redefinición residen en la ampliación de la propia democracia, especialmente a las esferas de la producción y el consumo. Estas son las condiciones para el surgimiento de una conciencia cuya ausencia conduce al mundo al desastre.
Frente a la libertad de expresión esgrimida por la extrema derecha, que no es más que la libertad de someterse a las órdenes del capital y sus algoritmos, el nuevo movimiento de resistencia debe proponer una libertad más auténtica, que se materialice en una solidaridad renovada y en una conciencia de los límites medioambientales y sociales. Solo así podrá la democracia volver a tener sentido.
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Todo esto puede y debe ser objeto de debate. El CNR también es el producto de un intenso debate en la Resistencia. Pero lo que hay que tener en cuenta es que, si bien es normal y legítimo, en esta época oscura, tratar de salvar lo que se pueda es solo una parte de la tarea de la nueva resistencia. Esta tarea defensiva no debe hacernos olvidar la otra, esencial, que es la de proyectarnos hacia el futuro. Para pasar finalmente a la ofensiva.
Traducción de Miguel López