Es casi medianoche y las calles de Kiev están abarrotadas de los últimos residentes que se dan prisa en volver a casa antes del toque de queda. A varias docenas de kilómetros, en un pequeño pueblo en medio del campo, hay un equipo de soldados muy atareados. En el primer piso de una escuela abandonada, en una habitación calentada por una pequeña estufa, comprueban los ajustes de sus walkie-talkies, se sirven una última taza de café y analizan las condiciones meteorológicas. El 7 de diciembre, el equipo del sargento Sergei, de sobrenombre Stinger (nombre de un lanzamisiles tierra-aire), se prepara para vigilar el descanso de la capital.
"Con esta nieve, probablemente todo estará tranquilo", predice uno de los soldados. “Si hubieran querido atacar, ya habrían empezado", coincide uno de sus colegas, sentado en un pequeño taburete de formica, refiriéndose a los rusos. "Con ellos, nunca se sabe", objeta un tercero. El pequeño equipo aún no sabe que la noche será más larga de lo que imagina.
Los combates más duros de la guerra que asola Ucrania se concentran en el sureste del país. Tras la sangrienta batalla de Bajmut, ahora es la pelea por el control de Avdiivka, en la región de Donetsk, en la que han muerto miles de soldados desde octubre. Pero el resto del país no se ha librado.
Durante el invierno de 2022-2023, Rusia llevó a cabo una campaña de ataques contra las infraestructuras ucranianas, en particular las centrales eléctricas, en todo el país. Muchos ucranianos, sobre todo en Kiev, temen que Moscú vuelva a hacer lo mismo este invierno.
Sus temores se hicieron realidad el 25 de noviembre, cuando las fuerzas armadas rusas lanzaron (según las autoridades ucranianas) 75 drones Shahed, gran parte de ellos sobre Kiev, durante la noche, cuando esos drones suicidas son más difíciles de detectar. Volvieron a utilizarlos el 13 de diciembre, cuando diez misiles dirigidos contra Kiev causaron medio centenar de heridos, según las autoridades militares ucranianas.
El equipo del sargento Stinger tiene la misión de detectar e interceptar los artefactos kamikazes antes de que se estrellen contra la capital y sus dos millones de habitantes (ver Caja negra). "Cuando los habitantes de Kiev oyen las sirenas para que se pongan a cubierto, nosotros salimos y nos ponemos en marcha", explica Stinger, con rostro concentrado y barba de unas semanas. Su grupo se ha instalado en el campo, al este de Kiev, bajo la ruta que suelen seguir los misiles y drones lanzados desde Rusia hacia la capital.
Es casi la una de la madrugada. Fuera, la temperatura se aproxima a los 10° bajo cero y los copos de nieve siguen arremolinándose. Dentro del edificio, los que no están de servicio descansan. Una de las dos mujeres de la unidad, Hannah, está entreteniéndose con videojuegos en su portátil. En la pantalla, conduce un tanque. En la vida real, maneja un mortero.
La unidad se encuentra en una antigua escuela, que tuvo que cerrar por falta de alumnos, ya que muchas familias tuvieron que trasladarse a causa de la guerra. En un rincón de la planta baja han amontonado los pupitres para dejar paso a las reservas de leña y agua embotellada.
El mayor de los dormitorios es un extraño revoltijo de viejos materiales didácticos y efectos personales de los militares. Granadas, un tocadiscos, un ábaco, un tambor, munición, una máquina de escribir, guantes tácticos, mapas geográficos y botas militares llenas de barro. Una maqueta muestra el aparato digestivo de una rana. Un soldado se queda dormido junto a ella, cubierto con una manta.
Tres de sus colegas irrumpen, excitados como adolescentes. "Podría funcionar", repiten, mostrando lo que parece un pequeño catalejo reparado. Han recompuesto un puntero láser que pretenden acoplar a una de sus ametralladoras para apuntar con mayor precisión a los drones y, si se presenta la oportunidad, también a los misiles. El sargento Zhenya, ingeniero informático antes de la guerra, es el encargado de ello. Sale a la nieve para probar el dispositivo. Una intensa luz violeta atraviesa la niebla helada, como una espada láser de La Guerra de las Galaxias, salvo que aquí la guerra no es una agradable serie espacial, sino una realidad cruda y tangible.
La caza de drones Shahed es a menudo rudimentaria. "A veces no puedes verlos con los medios militares tradicionales, los radares no los detectan. Pero se les oye, tienen un sonido característico", explica uno de los soldados, cuyo nombre en clave es "Smelyi" ("el valiente"). Para detectarlos, los soldados barren la noche con potentes reflectores.
Si se detecta uno de ellos, el equipo confía en su pequeño arsenal para destruirlo. Es modesto pero funcional: algunas ametralladoras sobre trípodes; un cañón antiaéreo M75 remolcado por una camioneta (fabricada en Yugoslavia, muchas de las cuales probablemente fueron donadas a Ucrania por Eslovenia); y una antigualla soviética, un camión GAZ-66 diseñado en los años sesenta, en cuya parte trasera se ha instalado otro cañón antiaéreo.
En distintos lugares de la campiña ucraniana hay otras brigadas equipadas con material mucho más sofisticado, incluidos misiles Patriot americanos. "Los soldados ucranianos siempre se las arreglan", bromea Smelyi. "Material arcaico, material moderno, no importa.” Dos de sus colegas emprenden el camino por un estrecho sendero nevado a la luz roja de sus lámparas frontales. Suben a la cabina del GAZ-66 y meten la llave en el contacto. Los motores de los vehículos se arrancan cada poco para que no se queden tirados a causa del frío.
A veces, en Kiev, la gente piensa que la guerra ha terminado.
La noche se prolonga en una calma glacial. Parece dar la razón a quienes predijeron que la nieve y el viento disuadirían a los Shahed. En el pequeño comedor calentado por una estufa, los soldados cuentan pequeñas historias de sus vidas. Su ciudad de origen, Irpin, en las afueras de Kiev, donde antes de la guerra "había mucha gente joven, muchas ideas, mucha energía". Las semanas previas a la invasión rusa, en febrero de 2022, y su "silencio". "Ese silencio tenso, pesado, que te hace elegir: irte o quedarte", recuerda Sergueï.
Ellos eligieron quedarse. Su unidad pertenece a las Fuerzas de Defensa Territorial, compuestas por reservistas y voluntarios. Antes de la guerra, eran obreros de la construcción, profesores, comerciantes, informáticos... El sargento Sergei Stinger vendía equipos para salones de belleza. "Habíamos firmado grandes contratos con los holandeses y las cosas iban bien", nos dice.
Entonces vieron de cerca las masacres de Bucha y Hostomel. Aquello "les cambió para siempre". Luego los enviaron a la carnicería de Bajmut. En la pantalla de su teléfono, Stinger pasa unas cuantas fotos del equipo, sonrientes. "No todos han vuelto”. Entre los caídos estaban sus dos mandos de mayor graduación. "Algo se rompió allí", dice el suboficial. La soldado Hannah, que como sus compañeros ha visto "un montón de cadáveres" en las calles de Irpin y en el desolado Bajmut, lleva en su hombro una insignia con la frase: "Allá donde fije mi mirada cansada, no veo más que mierda".
Desde su regreso a principios de julio, los que quedan intentan lamerse las heridas. "El tiempo nos ayudará", dice su jefe. Comparada con la vida en las trincheras, la defensa antiaérea de Kiev es una misión tranquila, aunque no falte el cansancio de las guardias nocturnas y los problemas de salud causados por el frío.
Pero la espera y a veces el aburrimiento también propician las dudas. "A veces, en Kiev, la gente piensa que la guerra ha terminado", dicen. Es cierto que en la capital, con sus escaparates navideños y sus acogedores cafés, puede parecer un tiempo de paz. "Para nosotros, es una injusticia. Pasamos nuestras noches aquí para que las de ellos sean tranquilas. ¿Saben que los jóvenes de Kiev han comprado papeles para poder salir a pesar del toque de queda?”, dice Smelyi enfadado. En la capital viven también muchas de sus familias. "Por supuesto, también lo hacemos por ellos”.
A las 5 de la mañana se desplaza un pelotón a una de sus posiciones, a unos cientos de metros, al borde de un claro. Los soldados prueban los faros, calientan los motores y otean el cielo. Zhenya, el exinformático, ya está activado. Ha dormido "tres horas", "una noche muy buena".
Al mismo tiempo, a miles de kilómetros de distancia, en Estados Unidos se pelean sobre el futuro de su ayuda militar a Kiev. En Ucrania, el ambiente en la jefatura del Estado es gélido desde que el Comandante en Jefe de las fuerzas armadas fuera reprendido públicamente por el presidente Zelensky por ser un poco demasiado sincero sobre las dificultades a las que se enfrenta su ejército.
¿Les está afectando eso? El sargento Stinger prefiere eludir la pregunta. ¿Se está acabando la ayuda americana y europea? "Tal vez, pero Japón ha anunciado esta mañana una ayuda de mil millones de dólares para Ucrania.” ¿Diferencias en la jefatura del Estado? “No es el momento de disputas.”
En las últimas semanas, las esposas de los militares ucranianos también se han manifestado para exigir rotaciones, para que sus maridos puedan ser reemplazados. Pero de momento, muchos en la unidad de Stinger creen que su lugar sigue estando ahí, en las bases militares o en el frente. “Le pongo el ejemplo de mi familia", explica el comandante. “Mi hermana tiene un hijo de tres años. Está embarazada del segundo. Si movilizan a su marido, se quedará sola con ellos y con su padre de 70 años. Es mejor que yo me quede aquí y haga mi trabajo. Para evitar que movilicen a gente como él.”
Otro soldado, Khvist, que tenía un pequeño negocio de construcción, opina igual: "De los tres hombres de mi familia, yo era el único con algo de experiencia militar. Así que cuando empezó la guerra, me presenté voluntario. Es mejor que sea así.”
Son las 6 de la mañana. Amanece y, a lo lejos, la capital se despierta. Los soldados regresan a su base y se preparan para acostarse cuando los teléfonos vibran y los walkie-talkies crepitan. Sergei se aleja para hablar por teléfono con el mando y luego hace un gesto a su equipo para que vuelvan a los coches: alerta. Se han disparado objetos desde Rusia, probablemente misiles. La noche aún no ha terminado.
Sin decir ni una palabra, el grupo regresa a sus posiciones. Los soldados sacan sus ametralladoras. Refugiados en el maletero de una de las camionetas, escrutan una pantalla que muestra datos radar. El sargento se ata al pecho con una cincha una pequeña cámara GoPro. La guerra también es comunicación, y si el grupo elimina un Shahed, todo el mundo lo sabrá colgando el vídeo en las redes sociales. Pasan los minutos. "Se ha ido más al sur", dice uno de los soldados. Demasiado lejos de sus posiciones.
Según los servicios de inteligencia británicos, se trataba de 16 misiles lanzados por Rusia desde el mar Caspio a través de su flota de bombarderos pesados. La "mayoría" fueron interceptados por otros equipos de defensa antiaérea ucranianos, según la inteligencia británica, causando solo la muerte de un civil.
Pronto, el equipo de Sergei dejará de vigilar las noches de Kiev y volverá al frente. Una misión "más difícil", anticipa el sargento Zhenya. A pesar de las dudas, el cansancio y el frío, "al menos los drones no nos devolvían los disparos".
Caja negra
Este reportaje se realizó la noche del 7 al 8 de diciembre de 2023. La capital fue escenario de dos ataques nocturnos en la semana siguiente. Según la administración militar de Kiev, el balance provisional de víctimas de los ataques de la noche del 13 de diciembre fue de 50 muertos.
Nadiya Pavlova colaboró en este reportaje como fixer e intérprete.
La unidad del sargento Sergei nos pidió que no reveláramos la ubicación exacta de su base para no exponerlos (ni a los civiles de los pueblos de los alrededores) a los ataques rusos, a lo que accedimos.
La graduación exacta de Sergei es la de molodshyi serzhant ("sargento junior"), que no tiene equivalente en el ejército francés. Por razones de legibilidad, lo hemos traducido como "sargento".
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Traducción de Miguel López