Tanya* no presentará denuncia. Ni ella, ni su hija Iliana*. No tienen fuerzas. Apenas pueden hablar, apenas pueden describir a los soldados rusos que las violaron, con las armas apuntándolas en las sienes, en el sótano donde se refugiaban de las bombas.
Lo que quieren es estar a salvo, lejos del fuego de la guerra, de la ocupación y del qué dirán. Y para asegurarse de que Iliana no está embarazada. Es lo más importante. Porque, de lo contrario, tiene que abortar, y en el pueblo, una leyenda, heredada de la época soviética, dice que “si interrumpes tu primer embarazo, no volverás a tener hijos, te convertirás en estéril”.
Larysa Denysenko no insiste. Ha sido abogada durante 24 años, especializada en violencia sexual, y sabe cómo los tabús, la vergüenza y el trauma pueden silenciar a las supervivientes. Repite: “Sus testimonios, los análisis de las muestras están registrados, recogidos según las normas de la justicia internacional. Si un día, mañana o dentro de varios años, cambias de opinión, están ahí, conservados”.
Nunca en su larga carrera, la cofundadora de la Asociación de Mujeres Abogadas de Ucrania pensó que se enfrentaría a “esto”, a “violaciones masivas”, “violaciones de guerra”: “Es más que una violación, es la destrucción de una nación a través de la intimidad durante generaciones”.
Más de una docena de casos ocupan sus días con sus noches, “y esto es sólo el principio”: Tanya* violada con su hija Iliana*, Ludmila* delante de su hija de 12 años, Katia* durante días, “para castigarla por enseñar la lengua ucraniana”, Olena* sacada de Mariúpol “con los genitales destrozados”...
A excepción de un caso, que implica a un solo soldado –un oficial–, todos documentan violaciones grupales, en las que están implicados varios soldados rusos en las regiones ocupadas ahora liberadas en el norte de Ucrania, o todavía bajo ocupación en el sur y el este. Todos recurren al mismo modus operandi.
“Violan en manada, durante mucho tiempo, sin esconderse, en público, delante de testigos, de familiares, de niños”, dice Larysa Denysenko. “A menudo están borrachos, siempre armados, muy crueles, sádicos. Son habituales los insultos como puta nazi, zorra nazi, te abriremos la barriga y te enseñaremos a no parir más nazis’”.
La semana pasada recibió a tres nuevas víctimas, de nuevo mujeres, las primeras que querían denunciar, “pero el procedimiento las asustó”: “Ya no consigo localizarlas”. También ha recibido el caso de un niño que fue violado. Larysa Denysenko se “rajó”, se negó: “Lo que había pasado era tan bárbaro... No me sentía capaz de llevarlo”.
Violaciones en grupo a mujeres, niños y hombres, en público o delante de sus familias, que pueden ir seguidas de asesinatos, violaciones post mortem, prostitución forzada..: Ucrania está descubriendo con horror la magnitud de la violencia sexual cometida por el Ejército ruso desde la invasión del país el 24 de febrero, al mismo tiempo que las masacres, torturas, desapariciones forzadas, saqueos, destrucciones.
Mediapart (socio editorial de infoLibre) ha recorrido las regiones de Kiev y Chernihiv, en el norte del país, tomadas por las fuerzas ucranianas, para conocer a las víctimas de las violaciones, un arma que se ha convertido en habitual en los conflictos armados. Las reuniones fueron principalmente indirectas, ya que el silencio ya está haciendo mella, a través de familiares, testigos, abogados, psicólogos, médicos, cargos electos y ONG en primera línea a la hora de denunciar estos delitos, cuyo alcance es difícil de evaluar.
“Es demasiado pronto, la guerra está en marcha, las víctimas están muy angustiadas, no están dispuestas a hablar. Su prioridad es seguir con vida junto a sus familias, tener techo y comida. La violación es sólo una parte del infierno que viven”, advierte Oleksandra Matviychuk, del Centro de Libertades Civiles, una ONG que ofrece a las supervivientes un vademécum: cómo presentar una denuncia, acceder a la asistencia, a la anticoncepción de urgencia, en territorio liberado u ocupado, cómo conservar las pruebas: “No lavarse, no cambiarse ni tirar la ropa, no lavarse los dientes”, etc.
La activista recuerda el peso de un tabú ancestral: “El delito sexual es el más oculto en las sociedades, muchas víctimas nunca hablarán”. Lo ha comprobado en los últimos años mientras investigaba en la región en el centro del conflicto, el Dombás, en el este, con los prisioneros salidos de las cárceles de los separatistas prorrusos, “un laboratorio de violencia sexual”: “Testigos me decían que sus compañeros/as habían sido violados/as varias veces, pero cuando hablaba con ellos, contaban las torturas, los abusos, pero nunca las violaciones”.
Hay otra razón que impide hablar, dice: “Nuestro sistema jurídico no inspira confianza. Ya en tiempos de paz, la víctima no cree que el violador pueda ser condenado. En tiempos de guerra, este sentimiento de inseguridad se agrava”.
Aunque el 12 de abril, el presidente ucraniano Volodymyr Zelensky habló de “cientos de casos de violaciones”, la fiscalía ucraniana sólo proporciona una cifra que se actualiza día a día: la de presuntos crímenes de guerra, todos ellos combinados, ejecuciones sumarias, torturas, violaciones, etc.
Hasta la fecha, se han identificado más de 8.000 y están siendo investigados por el Fiscal General de Ucrania y la Corte Penal Internacional de La Haya (CPI). Una carrera contrarreloj, plagada de obstáculos, para recabar y cotejar testimonios y pruebas. Se ha creado un sitio web gubernamental específico, Warcrimes.gov.ua, donde los ciudadanos/as, víctimas, testigos, ONG y periodistas pueden enviar cualquier documento que acredite los crímenes de guerra.
Han llegado refuerzos de todo el mundo, de la CPI: investigadores, jueces, expertos que a veces han peinado zonas de guerra donde se ha sistematizado la violencia sexual más extrema, como en Bosnia (en la antigua Yugoslavia), Sierra Leona o Ruanda... ONG reconocidas, como Amnistía Internacional o Human Rights Watch (HRW), que el 3 de abril documentaron la violación de una joven en un pueblo cercano a Járkov, en el este, están llevando a cabo sus propias investigaciones, independientemente del proceso judicial.
Una de los desafíos será determinar si las violaciones forman parte de una estrategia militar deliberada, planificada desde arriba por Rusia, de un potencial genocidio dirigido a la limpieza étnica, como ha denunciado el presidente ucraniano, o si son uno de los daños aleatorios de la guerra, perpetrados por unos cuantos mercenarios fuera de control, sin responsabilidad del mando.
Para Larysa Denysenko, “es un sistema de terror organizado al más alto nivel”. Wlada*, de 20 años, a quien acompañaba, fue violada en Irpín, cerca de Kiev, en el sótano de un edificio, entre otros refugiados, por tres hombres de la 64ª brigada de fusiles motorizados. Esta brigada, implicada en la masacre de cientos de civiles en la ciudad vecina de Bucha, fue condecorada a su regreso a Moscú por el presidente ruso el 18 de abril por su “heroísmo, tenacidad, determinación y valor”.
La abogada todavía está atormentada por el mensaje de Vladimir Putin sobre la cultura de la violación al presidente ucraniano dos semanas antes de la guerra. Los medios de comunicación lo tradujeron de dos maneras: “Te guste o no, guapa, tendrás que aguantar” o “Te guste o no, tendrás que sufrirlo, guapa”. “En Rusia”, dice, “la violencia de género estructura el poder, el ejército, la sociedad, se valora y se fomenta, mientras que en Ucrania estamos trabajando para acabar con esto”.
Larysa Denysenko pretende apoyarse en las numerosas conversaciones telefónicas interceptadas por los servicios secretos ucranianos entre los soldados rusos y sus camaradas, su jerarquía, sus familias, en las que “se les felicita por violar”. Una de ellas deja atónito al país: una mujer rusa le dice a su marido soldado en la región de Kherson, en el sur: “Vas allí, violas a mujeres ucranianas y no me dices nada. ¿Entiendes?”.
Le teléfono suena. Otro informe denuncia a los “charlatanes” que se hacen pasar por psicólogos y agravan los traumas. Quiere crear un comité de ética para la profesión, y está alarmada por “los psicólogos antiabortistas que animan a las menores que han sido violadas y se quedan embarazadas a quedarse con el niño”, y por “la falta de personal formado”: “Hay mujeres que cuentan sus violaciones y luego huyen del país. Perdemos el contacto con ellas. Los médicos no tienen los reflejos necesarios para llamar a la policía, realizar exámenes, tomar fotos y vídeos, decir a las víctimas que no tiren la ropa, que no se laven para no borrar las pruebas”.
Serguéi Dimitrov, de la ONG Elos, está de acuerdo: “Hay que formar, y rápidamente, a toda la cadena para que esté al lado de las víctimas, las escuche, las crea, las acompañe, las respete. Debemos evitar que vuelvan a verse traumatizadas y poner los medios para recoger sus testimonios de una vez por todas, según las normas de la justicia internacional”. Esperaba abrir este mes un refugio para entre 30 y 50 supervivientes y sus familias en Ivano-Frankivsk, en el oeste del país, en una zona segura donde los desplazados internos acuden en masa. “Todo el equipo, desde los médicos hasta las limpiadoras, está recibiendo formación”.
“Ningún país está preparado para hacer frente a una industria de la violación como ésta”, afirma Kateryna Levchenko. Fundadora de La Strada, la principal ONG de lucha contra la violencia de género en Ucrania, que ha recibido varias denuncias en su número gratuito, asesora al gobierno en cuestiones de género y trabaja con instituciones estatales, asociaciones, abogados, psicólogos y hospitales para mejorar la detección y el tratamiento de las víctimas.
Teme que prevalezca el silencio, y cita como ejemplo el martirio de cientos de miles de mujeres coreanas obligadas a prostituirse por el ejército japonés antes y durante la Segunda Guerra Mundial, entre 1931 y 1945. Durante más de medio siglo, tanto en Corea como en Japón, el silencio fue la norma. Sólo en los años 90 las víctimas rompieron el silencio.
En las aldeas del óblast (región) de Kiev, ya está funcionando. Ludmila* no quiere contar a la policía el calvario de Oksana*, su sobrina de 40 años, y de Iryna*, la hija de su sobrina de 18 años. Durante días, cuatro soldados rusos, ebrios, violaron a la madre y a la hija una tras otra, cada una presenciando la tragedia de la otra, soportando los golpes, los insultos, los “no querrás parir nazis después de esto”. Los verdugos, “yakutos o buriatos”, se jactaron ante su brigada y el pueblo.
“Debemos olvidar. Dios nos apoyará. Aquí no estás en Kiev, en el anonimato. Estás en un pueblo donde todo el mundo lo sabe todo. Si Iryna presenta una denuncia, ¿quién querrá casarse con ella? Además, los bárbaros le robaron la virginidad”, dice la anciana, con los puños cerrados, las lágrimas cayendo sobre sus arrugas y un pañuelo blanco atado a la cabeza. Algunos la llaman “colaboradora” porque cocinó para el enemigo, aunque se vio obligada a hacer mientras la apuntaban con un fusil de asalto. También dicen de su sobrina e hija que “se prostituyeron con los rusos”.
La primera vive recluida en su casa, sin hablar, traumatizada por los malos tratos sufridos, pero también por la muerte de su hijo de 24 años, al que creía prisionero, “disparado como un perro”. “Es como si estuviera muerta pero aún respirara”, dice la tía. Iryna, por su parte, huyó a otro lugar. Su pequeña aldea, en el camino de la marcha rusa hacia Kiev, está devastada por la ocupación, los bombardeos, los saqueos, y marcada con la “V”, el signo de la invasión de Putin. 73 casas han sido destruidas. Decenas de civiles están muertos o desaparecidos.
Aquí, como en todas las regiones ocupadas y tomadas por el ejército ucraniano, la gente se dedica a limpiar, retirar minas, desenterrar cadáveres enterrados en los jardines, restablecer la electricidad y el agua, construir puentes y refugios improvisados, sembrar patatas, distribuir ayuda humanitaria... Las banderas ucranianas cuelgan por todas partes, en los espejos retrovisores, en los árboles, en los incendios, en las ruinas. Hay un enorme “Aquí está Ucrania”, Slava Ukraïna (“Gloria a Ucrania”).
Anna y su hijo salvan lo que aún se puede salvar: una lámpara, unas gafas milagrosamente intactas, unos zapatos, una sábana. Viven en la carretera principal, desolada y resiliente a la vez. Alfombras sustituyen a las fachadas voladas mientras los cimientos siguen en pie. Tulipanes se alzan majestuosos entre escombros y atrocidades, huesos de un discapacitado pulverizado por un proyectil en su salón, frente a una casa destruida en la que los propietarios habían escrito en la puerta con letras blancas: “Aquí viven civiles”.
“¡Mira! Saquearon mi casa después de ocuparla, robaron todo lo que pudieron, incluso mi ropa interior. Pasaron sus últimos días vaciando la munición para hacer sitio en los depósitos y traer los objetos robados”. Anna relata “el ruido” de los tanques, “el temblor de la tierra” y, sobre todo, “el miedo a la violación” que aún la atenaza, cuando los sacaron del sótano, desnudos y arrodillados, gritando: “¿Quién es nazi, quién es nacionalista, quién tiene tatuajes, quién está en el ejército?”. “¿Dónde están los teléfonos, dónde están las armas?”.
Natalia Sidorenko, alcaldesa de la localidad, experimentó ese “miedo que te acompaña toda la vida”. “Nos organizamos para ocultar a nuestras jóvenes, el objetivo número uno. Un padre encerró a sus hijas en una cabaña en el bosque durante todo el mes de la ocupación”. Menciona una docena de violaciones registradas en esta etapa. “Ninguna de las víctimas quiere presentar una denuncia, varias han sido evacuadas del pueblo o del país”. Tres de ellas le confiaron: “Fue muy doloroso. No entraron en detalles. Es una mancha demasiado indecible. Me dijeron: “Es mejor no saber lo que nos hicieron”.
En Ivankiv, también en el óblast de Kiev, con una población de 10.000 habitantes, “las niñas y las madres estaban escondidas”, dice la alcaldesa Tatyana Svyrydenko. “Algunas se cortaron el pelo, se afeitaron la cabeza con la esperanza de no ser blanco de ataques”.
La alcaldesa describe “el shock absoluto”. “Sabíamos de la violencia doméstica, de las mujeres maltratadas, pero nunca habíamos experimentado esto: la ‘violación’. Es aún más difícil hablar de ello colectivamente porque es algo nuevo y tabú”. Se han abierto varias investigaciones. “Testigos han empezado a venir a hablar con nosotros, no las víctimas”, dice Tatiana Svyrydenko bajo un mapa de la comunidad de municipios, “enorme pero escasamente poblada a causa de Chernóbil”.
Acaba de regresar del entierro de un veterano del ejército ucraniano, un padre que fue torturado hasta la muerte, encontrado arrodillado en una fosa, con las manos atadas a la espalda, la nariz cortada y los ojos arrancados, “para hacerle pagar por haber sido francotirador en el Dombás. Sus ojos eran su trabajo”. Su madre está inconsolable: le queda un hijo y está en primera línea.
“Como todo el mundo”, está obsesionada con “la violación de las dos hermanas” que ocupan las conversaciones en voz baja, dos adolescentes de Kiev que vinieron a refugiarse con su familia en su casa de campo, pensando, como muchos, que estarían a salvo en medio de los pinos. Fueron capturadas y violadas por un grupo de soldados rusos. Su madre acudió a la policía. Ahora son tratados por especialistas, lejos de los rumores, alimentados por el trauma colectivo, que tergiversan los hechos, describen pezones cortados, cráneos afeitados.
La policía busca al “colaborador” local que elaboró las listas de chicas jóvenes para los rusos. Había puesto a las dos hermanas a la cabeza... “Como mujer y alcaldesa, es horrible tener que lidiar con esto”, dice Tatiana Svyrydenko. Con discreción, porque “somos una sociedad muy tradicionalista y patriarcal, en la que no se habla de la intimidad, del sexo”, hace campaña para que las víctimas “hablen, denuncien”, pero sabe que algunas se atrincherarán para siempre “con una bomba interior”: “En nuestros pueblecitos, no puedes decir que te han violado. Supone una segunda muerte”.
Se quedó cuando otros cargos del ayuntamiento huyeron. 36 días de ocupación, de terror, de infierno. 80 desaparecidos, 50 muertos, hombres, niños, mujeres, un sacerdote, algunos fusilados, otros aplastados por cohetes, proyectiles, misiles, algunos enterrados con apenas unos huesos en el ataúd. Pueblos completamente arrasados, otros a medio arrasar, los 12 puentes de la comuna destruidos. Sukachi, un pueblo del radio de Chernóbil que había sido trasladado a la zona tras la catástrofe nuclear, fue demolido de nuevo, 30 casas borradas del mapa, unas 15 en Ivankiv. Y sus bragas robadas. Sus bragas también.
“Los rusos bebieron mucho alcohol, luego se subieron a los tanques y condujeron ametrallando a ciegas. Cuanto más pasaban los días, más aumentaban su violencia y su salvajismo”. Tatiana Svyrydenko se pone a llorar. Ha rezado mucho, pero “incluso Dios es impotente contra Putin”.
La morgue desborda cadáveres. Los habitantes de la zona, pero también de Bucha, el rico suburbio martirizado con Irpín en el noroeste de Kiev. “No tienen más espacio, así que los acogemos aquí”, explica la alcaldesa. “Nuestros forenses son muy cuidadosos, examinan las partes sexuales cuidadosamente. Han descubierto que la violación es el arma de guerra de Rusia”.
Oleg y Bogdan van de un lado a otro. Su trabajo es “ingrato, atroz” pero “alguien tiene que hacerlo”. Van de un lado a otro, recogen los cadáveres torturados, a menudo atados, se aseguran de que no estén minados, los suben a la furgoneta blanca, los llevan a los institutos forenses, los descargan en las cámaras frigoríficas y luego fuman varios cigarrillos seguidos antes de irse.
“Se necesita fuerza física y mental”, dice Oleg. Está acostumbrado a la muerte, pero nunca había experimentado los asesinatos en masa, los cuerpos mutilados, los ojos arrancados, los dedos quemados, las cabezas cortadas: “No se puede permanecer insensible”.
La masacre de Bucha ha pasado a la historia. Por su magnitud: cientos de muertos, por balas, proyectiles, torturas, hambre, frío y numerosas violaciones. Lyudmyla Denisova, encargada de los derechos humanos en el Parlamento ucraniano, documentó más de 20 en un solo sótano, mujeres de entre 14 y 24 años. Algunas murieron en el momento, otras sobrevivieron y quedaron embarazadas.
Volodymyr escuchó “gritos de mujeres durante días” desde donde se escondía. Todavía los oye. Está dispuesto a hablar, pero no con cualquier periodista: “Muchos son carroñeros”. Ha perdido amigos, primos, ha visto una columna de civiles con un tiro en la nuca. Los rusos ocuparon su negocio de alquiler de equipos de construcción y mataron a su perro en su perrera. Se quedó con un trozo de piel. Las casas que tardaron meses en construirse se derrumbaron de un plumazo. Deja de hablar, no puede hacerlo más.
Frente al depósito de cadáveres de Bucha, bajo una pequeña carpa, está reunido el personal, los regulares y los numerosos voluntarios, algunos de ellos del ejército. Hay que hacer autopsias, identificar nuevos cuerpos, encontrar familiares... La misión de Anna Bilanenko, psicóloga, es acompañar a las familias, “las que no quieren saber y las que quieren todos los detalles”.
Asegura de que estas últimas están “realmente preparadas”: “Muchos tienen miembros que fueron violados, algunos después de muertos. La mayoría son mujeres, pero también he tenido el caso de un bebé de cinco meses que murió de sus heridas, un niño y un anciano que se ahorcó por vergüenza”. Confiesa: “Los médicos también lloran. Somos seres humanos y somos ucranianos”.
En Velyka Doroha, en el óblast de Chernihiv, cerca de la frontera con Bielorrusia, el comandante de la defensa territorial local describe “un sistema de torturas y violaciones” en varios pueblos, “los maridos se vuelven locos tras presenciar la violación de sus esposas e hijas”. No pudo decir más, ni pudo dar más detalles.
Antes de retirarse, los rusos esparcieron “todo tipo de minas antipersona”, incluso en los cementerios: “Debemos limpiar antes de que nos vuelvan a mutilar”. También destruyeron la escuela donde se habían instalado. En una pizarra, colocada de forma que fuera visible desde el exterior, dejaron un mensaje en tiza blanca: “Lección de hoy: ¿cómo sobrevivir?”.
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Traducción: Mariola Moreno
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