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Los diablos azules

No somos robinsones

La escritora Virginia Woolf en Monk's House.

Lina Gálvez | Laura Martínez Jiménez

Literatura y feminismo no representan una díada inercial o natural. Narrar las experiencias de las mujeres desde voces, plumas y teclados femeninos no constituye una práctica unívoca o necesariamente feminista. Como la científica y filósofa Donna Haraway matizara en Ciencia, cyborg y mujeres (1995), la condición subyugada de las mujeres aporta sin duda una “clave visual” tan preciosa como ineludible desde la cual mirar y comprender el mundo. No obstante, nuestros puntos de vista –también literarios– pueden quedar lejos de la óptica feminista, que exige un análisis crítico y situado de las relaciones de poder que tejen nuestras realidades. De igual forma, cabe cuestionarnos qué voces, plumas y teclados navegan los circuitos de la narración en femenino y sobre lo femenino. ¿Quiénes poseen siquiera los medios básicos para (re)conocer(se) y narrar(se)? Virginia Woolf creía, sin falta de razón, que una mujer debía disponer de dinero y de un cuarto propio (ahora también “conectado”, como nos recuerda Remedios Zafra) que le garantizaran un mínimo margen de libertad para escribir.

Hoy reconocemos que las mujeres también necesitamos tiempo. A esa habitación propia (1929) y a las tres guineas (1938) que reclamara Woolf habría que añadirle pues un tiempo propio. Porque sabemos que a la mayoría de nosotras el haber nacido y devenido mujeres nos iguala en la carencia de tiempo y el mandato social de los cuidados que acapara tan escaso recurso. La circularidad de los trabajos de cuidados, tan inagotables como agotadores, acaba por colonizar así la energía, las mentes y las vidas de la mayoría de las mujeres en la medida en que la responsabilidad de los mismos no se valora ni comparte. Unos trabajos que vienen a recordarnos además que de ninguna manera existimos como robinsones autosuficientes, sino como seres interdependientes y necesitados de cuidados. Estos trabajos descubren que no todas ni todos somos ese hombre blanco ideado por Daniel Defoe en 1719, capaz de sobrevivir durante veintiséis años en una isla antes de comenzar a “explotar” la amistad de un salvaje y las posibilidades de los inventos atesorados en el barco en el que naufragó. Este Robinson es leído como el paradigma de la autonomía y la suficiencia y la encarnación misma de “la independencia viril”, tal y como lo retratara James Joyce en el Ulyses. Un Robinson que, más allá de las páginas, encarna así el fundamento radical del homo economicus, individuo modélico de nuestra sociedad de mercado.

De las experiencias de las mujeres no se desprende tanto tiempo libre ni tanta fingida independencia como narran los clásicos de la literatura escritos y protagonizados por hombres. Además, parece más que probable que la precarización de nuestras condiciones de vida –y para muchas, la extrema pauperización de una existencia ya de por sí empobrecida– ha inflamado las desigualdades en relación a nuestros recursos espaciales, económicos y temporales, condicionando así, cuando no coartando, nuestra dedicación a la literatura en cualquiera de sus experiencias: como autoras y lectoras; como aficionadas o profesionales (más o menos) retribuidas; desde grandes editoriales o auto-editadas, en nuestros cuadernos, márgenes o redes sociales... ¿Quién escribe entonces los relatos de las mujeres? ¿Cómo somos narradas y leídas desde la legitimidad literaria?

La novelista nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie alerta sobre la hegemonía cultural y “los peligros del relato único” que ella misma encarnó desde su precoz experiencia como lectora y escritora: “cuando comencé a escribir (…), escribía exactamente el tipo de historias que leía: todos mis personajes eran blancos y de ojos azules, jugaban en la nieve, comían manzanas y conversaban mucho sobre el tiempo”. El descubrimiento de novelistas africanas/os, cuenta Adichie, marcó un punto de inflexión en su vida en la medida en que pudo identificarse con sus relatos y personajes y escribir así no a partir de lo que había leído en libros extranjeros, sino de aquello que observaba en ella misma y su alrededor. Estas historias le permitieron (re)conocer su propia existencia, escapando así del estereotípico relato único de los pueblos –también de las mujeres– que acaba por convertirse en una profecía autocumplida, indigna y discriminatoria. Si trasladamos este ejemplo a la literatura hecha por y sobre mujeres, lo que la experiencia de Adichie expone es, por un lado, que el relato único de las mujeres suele ser un artefacto de la heterodesignación patriarcal que debe ubicarse además en un entramado de relaciones de poder clasistas, racistas, homófobas, tránsfobas y capacitistas que normativizan las prácticas y representaciones literarias y reniegan de la compleja interseccionalidad de nuestras vidas vividas. Pero también, y por otra parte, su experiencia pone en valor la existencia de otras voces e historias de mujeres que ejercen su agencia para (re)crear representaciones diversas en las que mirarse y que, además, estimulan a otras mujeres para contar sus propios relatos, reactivando así una suerte de ciclo inspirador.

Por tanto, que la relación entre literatura y feminismo no sea inherente no implica que literatura y feminismo no se miren mutuamente desde sus múltiples complicidades. La literatura nos ofrece la oportunidad de narrar la historia cotidiana de las mujeres desde la verdad que tiene la ficción, contemplando –o negando- el mandato de cuidados y a la par reivindicando experiencias poliédricas. Asimismo, la literatura nos permite estirar los límites de nuestra existencia e imaginar nuevas realidades, no necesariamente utópicas. Este es un ejercicio, un arte, de especial significación para las mujeres porque nos alienta a idear las vidas que merecen la pena (y la alegría) ser vividas. También porque nos recuerda que nuestra realidad puede parecerse a la peor de las ficciones, tal y como demuestra la triste vigencia de El cuento de la criada. Quizás por eso las mujeres que leen y escriben sean peligrosas: porque desde la ficción, el ensayo o la crónica fantasean con malas y crudas realidades a combatir y buenas y revolucionarias historias a realizar.

Tomando prestadas las palabras de la propia Adichie, las (muchas) historias de las mujeres importan. Narrar desde nosotras, sobre nosotras, a nosotras mismas no solo confronta la asfixia y la perversión del relato único forjado históricamente por las artes y las ciencias androcéntricas y patriarcales. Nuestras historias, además, encarnan el potencial de empoderar(nos), humanizar(nos) y dignificar(nos), como también invitan a complejizar ese nosotras, fulminar sus ficticias fronteras para cobijarnos a todas, incluida la multitud de mujeres que habita en cada una. Por eso, literatura y feminismo convergen en una potencia creativa de ida y vuelta en la que el feminismo (in)forma, sitúa y politiza la literatura, mientras la literatura invita al feminismo a experimentar, a recrearse y popularizarse. Como la propia Woolf escribía en su ensayo Pensamientos de paz en un ataque aéreo, “la lucha mental significa pensar a contracorriente, no a favor de ella”. La tensión entre realidad e imaginación en la que feminismo y literatura se encuentran posibilita una jugosa oportunidad para (re)pensarnos a contracorriente y alumbrar las reflexiones y prácticas necesarias para un mundo tan diverso y libre como justo e igualitario.

*Lina Gálvez es catedrática de Historia e Instituciones Económicas de la Universidad Pablo de Olavide (Sevilla). Laura Martínez Jiménez doctoranda en Ciencias Sociales por la misma universidad. Lina GálvezLaura Martínez Jiménez

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