Verso Libre
Un optimismo con sentido común
– Dame cretinos optimistas –decía un político a Juan de Mairena–, porque ya estoy hasta los pelos del pesimismo de nuestros sabios. Sin optimismo no vamos a ninguna parte.
– ¿Y qué me diría usted de un optimismo con sentido común?
– ¡Ah, miel sobre hojuelas! Pero ya sabe usted lo difícil que es eso.
En este diálogo entre el famoso personaje de Antonio Machado y un político de su tiempo se dicen verdades a medias. El político tradicional quiere sin duda movilizar a su país y necesita gente optimista. Pero son más útiles para él los necios dispuestos a comulgar con ruedas de molino que las personas con lucidez deseosas de fijar un sentido común alternativo. Así que en su miel sobre hojuelas hay una trampa que amarga el significado.
También podríamos aplicarle la misma prevención a Mairena. Parece reivindicar el optimismo, pero utiliza el espejo de su político para insinuar que bajo la piel del entusiasta hay un engañado. De ahí los juegos con nuestro estado de ánimo cuando decimos que un optimista es un pesimista mal informado o que un pesimista es un optimista inteligente. Este ir y venir, tan propio de ese escéptico bien intencionado que fue Juan de Mairena, o de ese ser receloso y buscador de esperanzas que se llamó Antonio Machado, merece una reflexión en el mundo de hoy.
Desde hace varias semanas escribo sobre palabras como verdad, bondad, política, hospitalidad, libertad, conocimiento y opinión. Mis consideraciones y los comentarios de los lectores de infoLibre no invitan a un consuelo inocente, sino a un conflicto. Hablar de bondad no supone dividir el mundo entre buenos y malos, sino responsabilizarnos de nuestros propios actos cada vez que actuamos o de nuestra palabras cuando opinamos. Hablar de verdad no supone la ingenuidad de apostar por una evidencia sin fisuras con vocación de dogma. La historia nos tiene muy avisados: los buenos son con frecuencia una amenaza cumplida en los relatos contados por los vencedores y el sentido común puede legitimar con un peso de siglos las costumbres más injustas.
Volver a las palabras originales de la democracia para asumir sus conflictos, no sus falsos consuelos, me parece un buen camino en un momento en el que el pensamiento reaccionario impone políticas de odio y miedo como mecanismo de captación de voluntades. No es que haya primeros síntomas, es que la enfermedades del racismo y las identidades totalitarias vuelven a ser un griterío cadavérico en Europa. Por eso creo conveniente acentuar la reflexión ética sobre nuestras actitudes, y para ello nada mejor que reconocer que la ilusión democrática se cimenta en una serie de antinomias que nos hacen responsables últimos de nuestras decisiones. Quien nos lo quiere dar todo hecho, nos engaña con sus certezas.
El conocimiento, la opinión y la cloaca
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El concepto de ciudadanía nació para hacernos iguales ante la ley. Un ciudadano es una abstracción, alguien que borra su identidad particular para igualarse con los demás. Todos somos iguales ante la ley. ¿Todos somos iguales? ¿Todas? Abrir el interrogatorio nos recuerda en el mundo de las abstracciones que existe identidad, es decir, la historia hecha individuo. Los ricos, los pobres, los hombres, las mujeres, los blancos, los negros, los gitanos, los homosexuales, los heterosexuales, ¿somos iguales ante la ley y la sociedad de la que depende nuestra ley? No se trata de negar el valor de una abstracción racional que busca la igualdad, pero tampoco debe negarse la existencia de identidades en el relato social. De ahí que sea necesario aceptar el conflicto, la antinomia entre dos principios que entran en contradicción, para responsabilizarnos éticamente de los equilibrios, los desequilibrios y las decisiones.
El optimismo con sentido común que propongo al hablar de bondad y verdad en democracia no pretende una resolución ingenua de los problemas en nombre de la condición humana; pero sí intenta afirmar que los seres humanos con convicciones democráticas estamos en condiciones de dar la batalla ante los que quieren imponer un pesimismo irracional basado en el odio, las consignas del miedo y el falseamiento de las estadísticas y los hechos.
¿De qué estoy hablando?, señor Martínez, preguntaría ahora Juan de Mairena a uno de sus alumnos para centrar el tema de la clase. Quizá el señor Martínez, avispado, podría contestar que se estaba hablando de los políticos que quieren pesimistas cretinos para sembrar a la vez odio y votos. Y quizá Mairena seguiría entonces meditando sobre aquellos líderes que nos hacen peores personas para solucionar con proclamas totalitarias la antinomia en la que descansa el concepto de ciudadanía.