En Transición
Capitalismo de vigilancia
El covid-19 lo ha contagiado todo, y algunos de esos contagios han provocado una aceleración. La revolución tecnológica, el papel de la inteligencia artificial o del big data era algo que ya preocupaba, pero ahora alcanza cotas mayores de interés al comprobar cómo cobra actualidad la enésima versión del debate entre libertad y seguridad.
En los próximos meses se oirá hablar mucho de "capitalismo de vigilancia", concepto utilizado y popularizado desde 2014 por la psicóloga social Shoshana Zuboff, que alude a la mercantilización de datos personales. Dichos datos, debidamente tratados, se convierten en información, y con ello en poder, es decir, en objeto de compraventa con abundante lucro.
El libro de Shoshana Zuboff The Age of Surveillance Capitalism («La era del capitalismo de vigilancia») se publicó el 15 de enero de 2019 y previsiblemente estará en las librerías en español durante 2020. En él, Zuboff identifica cuatro características clave en la lógica del capitalismo de vigilancia: el incremento de la extracción y análisis de datos como macrotendencia, la aparición de nuevas formas de contratos mediante la monitorización, la personalización de los servicios a los usuarios para hacerlos más deseables, y la continua experimentación sobre usuarios y consumidores a través de plataformas tecnológicas.
El debate sobre estos asuntos ha mutado en tiempos de covid. Antes predominaba el miedo y la incomodidad de saberse observado permanentemente con fines comerciales, o polémicas como la que estalló ante la propuesta del gobierno de modificar el artículo 58.1 de la LOREG de forma que permitía realizar perfiles ideológicos de los ciudadanos, algo que fue anulado por el Tribunal Constitucional aduciendo que "las opiniones políticas son datos personales sensibles cuya necesidad de protección es superior a la de otros datos personales".
Ahora el debate va más allá y topa con aristas más peliagudas. La reacción dista de ser tan clara si de incrementar la seguridad se trata. Países que citamos como ejemplo de buena gestión de la pandemia, como Corea del Sur, han hecho un uso intensivo de estas tecnologías, y de China, de donde sabemos poco y creemos menos, se dice que está poniendo en marcha estas prácticas a gran escala.
Hace unos días, en la cuarta sesión del ciclo Eta Oraint Zer organizado por el Instituto Globernance y la Fundación Kutxa, dos expertos en la materia, con perspectivas visiblemente diferentes, ofrecieron un rico debate. El catedrático de filosofía Javier Echeverría y la directora de DigitalEs Alicia Richart pusieron sobre la mesa sus argumentos. Desde la crítica a la falta de privacidad, el profesor Echeverría hablaba de los teléfonos móviles como ladrones de datos, tecnoladrones, y denunciaba los excesos de quienes controlan grandes datos sin que sus generadores, cada uno de nosotros, seamos del todo conscientes; o peor aún, sin que veamos en ello un riesgo. Por el contrario, la experta y dirigente empresarial Richart subrayaba las ventajas de contar con tecnologías avanzadas de big data tanto para el desarrollo de la industria 4.0 como para la gestión de pandemias como la que estamos viviendo.
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Cuando la tecnología avanza a la velocidad que ha alcanzado la digitalización, intentar permanecer al margen no deja de ser una pretensión romántica. Como recuerda Alicia Richart, oposición a las innovaciones tecnológicas ha habido siempre, pero choca con la Ley de Grove, formulada por uno de los fundadores de Intel, Andy Grove: "La tecnología siempre gana. Puedes retrasar la tecnología mediante interferencias legales, pero la tecnología siempre fluye alrededor de las barreras legales".
En este escenario, el debate sobre la gobernanza de esa digitalización es imprescindible y ahora ya, urgente. Toca formular las preguntas adecuadas y no equivocarse con ellas, dado que es evidente que cada vez más aspectos de la vida cotidiana están mediados por la tecnología. De quién son los datos, qué tipo de información puede construirse con ellos, si tiene la ciudadanía alguna capacidad de negociación en los contratos con las grandes compañías de tecnología, o por el contrario son una imposición para seguir navegando o accediendo a algunos servicios… son algunas de esas cuestiones. Junto a ellas, el rol de lo público y lo privado debe definirse también. Es inexcusable poner en marcha ya medidas de transparencia y control en las empresas que adquieren los datos, en las que los tratan y en las que los compran, así como apelar a que lo público asuma su responsabilidad de garantizar entornos digitales seguros, velar por la privacidad, y compartir en abierto –open data les llaman– aquellos datos que pueden ayudar a mejorar.
Dado que la sociedad de la distancia en la que parece que vamos a vivir es muy posible que vaya acompañada de eso que Zuboff llama el capitalismo de vigilancia es urgente democratizarlo. Para ello, este asunto debería convertirse en prioritario en el debate público, para lo que hará falta formación, información, la disposición de todos los actores públicos y privados, y la búsqueda de herramientas innovadoras que permitan gobernar lo que Echeverría y Almendros, en su próximo libro, Tecnopersonas, denominan "tercer entorno", ese espacio conformado por redes en las que cada día habitamos más y que hasta el momento carece del mínimo criterio democrático.