Plaza Pública

Covid y sistema educativo

Una de las aulas vacías de la facultad de Estadística de la Universidad Complutense de Madrid en el primer día de cierre de centros educativos.

Juan Manuel Aragüés

A estas alturas de la pandemia, y con la segunda ola desatada, resulta muy difícil aceptar el argumento de que el regreso a las aulas se ha realizado pensando en la socialización del alumnado y en sus intereses académicos. El propio regreso, en el mes de septiembre, se realizó con una enorme improvisación y sin atender a las especificidades de cada territorio. Aunque pudiera resultar razonable plantear como horizonte el regreso a las aulas, no parece lógico que ese regreso se realizara sin atender esas especificidades, dada la desigual incidencia del virus. Los datos medios no hablaban, todavía, de una situación grave y a ello se aferraron las administraciones para decretar un regreso universal y homogéneo.

Han pasado poco más de dos meses del regreso a las aulas, poco más de dos meses de que el país, tras el paréntesis estival, haya vuelto a la plena actividad. Y ha sido tiempo suficiente para que la pandemia vuelva a desbocarse. No hacía falta ser un experto para vaticinar que si con ciudades medio vacías, con la actividad laboral bajo mínimos y con las aulas sin alumnado el virus, en julio y agosto, seguía golpeando de modo preocupante en demasiadas zonas, cuando se regresara a la normalidad, los efectos se multiplicarían. Y ya hemos llegado a ese momento, ya hablamos de colapso de hospitales, de Ucis desbordadas, de personal sanitario insuficiente. La cifra de muertos en un día ha llegado a sobrepasar los 500, un número que debiera resultarnos inasumible.

Ante esta situación, las administraciones, con pocas excepciones, han ido implementando medidas que se antojan muy poco decididas, tenues y que, por lo que vemos, no consiguen efectos positivos suficientes. Pensar que un toque de queda de madrugada o que un confinamiento perimetral va a servir para revertir la tendencia al alza de la pandemia denota mucha incompetencia o mucho cinismo. O quizá, un enorme cinismo incompetente.

Por la vía de los hechos se nos ha obligado a sufrir en nuestras carnes ese eufemismo denominado "convivir con el virus", cuya traducción literal quiere decir que sigamos soportando un elevado número de muertes hasta que tengamos una vacuna. Y que toquemos madera para que no seamos nosotros quienes pasemos a engrosar la estadística de fallecidos. Hubiera podido resultar razonable convivir con el virus si su nivel de incidencia se hubiera mantenido en el que tuvo tras el confinamiento, pero resulta una estrategia irresponsable cuando la escalada muestra cifras que ya resultan inaceptables.

Y, a todo esto, ni una palabra sobre un posible paréntesis en la presencialidad en el sistema educativo. Con la excepción de algunas universidades (por otro lado, por sus condiciones de menor aglomeración de alumnado, donde menos urgente resulta tomar medidas), ninguna voz señala las inaceptables condiciones en las que se desarrolla la docencia en institutos y colegios, donde resulta tremendamente complicado, por no decir imposible, mantener las medidas profilácticas y de cautela que la situación requiere. Parece que salir de botellón fuera de horario escolar sea (que lo es) una actitud de riesgo e irresponsable, pero que comerse el bocadillo junto a los colegas de clase en el recreo fuera una actividad que no entraña riesgo alguno. No parece que atestar edificios en los que circulan cientos de personas durante seis horas diarias sea lo más adecuado para prevenir la expansión de la pandemia. Tampoco parece que lo sea hacerles compartir aulas con una ocupación excesiva, por mucho que todo el mundo ponga su mejor voluntad, que seguro que así es, para evitar contagios. Eso sin contar que a los docentes de religión (no sé si la palabra docente es la más adecuada) se les permite ir saltando de aula en aula y de centro en centro, al menos en Aragón, como si, de manera milagrosa (será cosa de su asignatura), el virus nada tuviera que ver con ellos.

Que la socialización es fundamental, no cabe duda. Que la enseñanza presencial es deseable, también. Uno de mis mayores placeres es compartir el aula con mi alumnado, poder percibir su reacción ante una clase. Pero no nos equivoquemos, nada de esto guía la decisión de mantener, contra viento y marea, la educación presencial. Simplemente se trata de la desgraciada dimensión que algunos, demasiados, adjudican a la enseñanza: ser un aparcamiento de nuestros hijos e hijas. Convivir con el virus quiere decir que se ha decidido salvaguardar, a toda costa, la actividad económica. Para lo que resulta imprescindible que el alumnado quede sujeto a un pupitre bajo la tutela de un profesorado convertido, en realidad, en cuidador del mismo.

Ante una situación de excepcionalidad, urgen medidas excepcionales, como abrir un paréntesis en la presencialidad, que no en la enseñanza, y menos aún en el trabajo del profesorado, trabajo que se multiplica en condiciones de no presencialidad. Pero intuyo que ese profesorado prefiere trabajar en un entorno seguro para, de ese modo, ayudar a doblegar la curva. Y que muchos padres y madres preferimos tener a nuestros hijos en entornos de menos riesgo que el que ahora suponen los centros educativos. Solo con medidas decididas durante dos o tres meses se conseguirán los objetivos epidemiológicos, lo que permitiría retomar la presencialidad en ese momento, sobre todo si las administraciones dedican ese tiempo a planificar un regreso en condiciones, cosa que, sorprendentemente, no hicieron en su momento. Pero como alguien dijo, “es la economía, estúpido”, la economía como altar en el que han decidido inmolarnos.

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Juan Manuel Aragüés es profesor de Filosofía de la Universidad de Zaragoza.

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