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Han pasado ya veinticinco días desde que se cortó la coleta, demasiados, porque vivivimos y escribimos siempre en el desborde, pero no quisiera dejar de despedir la figura de Pablo Iglesias, que tanto ha marcado la vida política de mi generación en general, y la mía en particular. Al final de la pasada jornada electoral, pese a los modestos resultados cosechados en quinto lugar, Iglesias volvía una vez más a conquistar titulares y portadas con un nuevo giro inesperado: “Dejo todos mis cargos”, “no contribuyo a sumar”, “hasta siempre”, son algunas de las duras fórmulas que empleó en su despedida. Si bien era previsible que Iglesias no llegase a recoger el acta de diputado, por mucho que el guion le obligase a decir lo contrario cuando le preguntaban por ello en campaña, la retirada total “de la política de partido” antes incluso de terminar el recuento electoral, le convirtío una vez más en protagonista de la noche. Una última demostración de cintura mediática y narrativa. ¿Última? ¿Hasta siempre?Hasta siempre
Para quienes respaldamos a Iglesias cuando saltó a los platós en 2013, y luego a la arena electoral en 2014 (tanto que subimos a remar a ese barco), pero más tarde criticamos algunas de sus principales decisiones políticas a partir de enero de 2016, no es fácil escribir una despedida así. Sería el momento, se supone, de hacer cuentas honestas con esta figura, con nuestra relación con esta figura política, que ha perfilado la experiencia política de nuestra vida adulta (antes marcó la vida política juvenil madrileña), intentando que el saldo no se desequilibre demasiado bajo el peso de los desencuentros y jugarretas acumuladas. Díficil tarea, si uno piensa que el balance puede incidir en nuestra memoria y futuro colectivos. Intento también que el adiós no degenere en uno de esos panegíricos que se acostumbra a brindar a los políticos cuando ya no asustan. Porque este asusta todavía y asustará, espero que por mucho tiempo.
Hay quienes están despidiendo a Iglesias como si hubiera muerto, sea para hacer leña de lo que equivocadamente consideran árbol caído, sea para santificar su "magnífico" expediente sin tacha. Entre el rastrero “cierra al salir” desde cuentas oficiales de Vox y PP, y el desmedido “es quien más ha hecho por la democracia y la justicia social” de Echenique, ha de ser posible algún justo término medio. No pocos, también en las filas del socialismo y el neoecologismo, han dulcificado con alguna caloría de más su empalagoso hasta siempre, como si pensasen que la retirada realmente era real, e ignorasen que mañana esta figura seguirá presente, acaso con mayor eficacia comunicacional que nunca, y que seguirán ajustando cuentas con ella y disputando el relato de lo vivido. Acaso con versiones irreconciliables. No deja de ser desleal acallar la crítica honesta a un líder político, o tratar de convertir un giro profesional en una jubilación anticipada.
Mucho más mesuradas y sensatas fueron las palabras de adiós de Alberto Garzón, Yolanda Díaz, Íñigo Errejón, Ramón Espinar o la propia Irene Montero. Reconocimiento sin desbabarse, y sin cierres definitivos. En el polo opuesto, los mezquinos exabruptos de algunos futbolistas como Iván Campo o Jesús Fernández, de la marquesa Cayetana o la periodista Ana Rosa Quintana, sólo contribuyen a poner de relieve la magnitud del político que despiden. Esos insultos son buen currículo, y contrastan enormemente con el elogioso adiós de Iglesias a Rajoy en su día: “se ganó mi respeto”. A mi parecer, la reacción que daba en el clavo fue la del cómico militante Facu Díaz, su excompañero en La Tuerka y que cualquiera que los conozca sólo puede suscribir: Pablo no va a dejar de intervenir políticamente “en la vida”. Tengámoslo por seguro, para atemperar el balance de salida. Por ello, personalmente elijo hacer uso de esa expresión del castellano coloquial inigualada en las lenguas vecinas, con la excepción quizá del irónico bis gleich alemán: nuestro intraducible por impracticable hasta ahora, Pablo.hasta ahora,
Más pronto que tarde, Iglesias estará dando entrevistas, presentando libros, rodando televisión, y presentando su relato sobre este ciclo político con la dote narrativa que le caracteriza. Pronto sabremos si relatará una vez más la versión propia de un candidato, obligado a no reconocer públicamente demasiados errores, o la versión que le imponga su altura intelectual, al compartir un análisis honesto de qué falló y en qué momento se torció el proyecto para acabar de esta manera, reconociendo alguna responsabilidad en primera persona. Yo confío en que no ahonde en la versión que otras veces hemos oído, más en boca de Monedero y con intención más performativa que analítica, que dibuja al partido verde como hijo de una ambición personal, ninguneando las hoy ya evidentes diferencias político-estratégicas de fondo entre el Podemos nacional-popular y el Podemos izquierdista que se escindieron ya en 2016, e incluso antes.
Si Más País existe hoy, regionalmente por el momento, pero aprovechando el viento de cola y el hueco mediático liberado a nivel nacional —otra demostración de cintura narrativa—, y si el PSOE recuperó su plena centralidad política en los últimos años, habrá de deberse entre otros factores a decisiones ocurridas en Podemos, no solo fuera. Entre ellas la de desplazar a toda su dirección política para importar una desde la UJCE. Y eso habrá de ser valorado, pero no nos anticipemos. Para bien o para mal, el hecho es que Errejón es hoy el único fundador de Podemos que sigue en el Congreso. La explicación de que el sistema premia su propuesta por descafeinada no deja de ser un insulto a la inteligencia de miles de personas que hemos seguido el proceso de cerca: él firmó las primeras campañas de Podemos, las únicas en que hubo crecimiento. Pronto Iglesias habrá de presentar su visión a este respecto. Yo sinceramente espero de él la profundidad y agudeza a la que nos tuvo acostumbrados, más que la construcción de relatos propagandísticos de partido.
Que Iglesias ha encarnado como nadie la pasada década en la política española está fuera de duda, entre amigos y enemigos. Ha subido muchos récords al palmarés de la política nacional, además del de ser el político más asaeteado por esa industria de la opinión que combina cloacas de estado, partidos corruptos y tertulianos implicados. Nadie como él y su familia han sufrido el acoso mediático coordinado durante años, y mira que ha habido casos extremos en España. Entre otros récords, personificó un despegue político sin parangón en toda Europa, llegando a liderar la Intención Directa de Voto nueve meses después de presentar un partido sin presupuesto ni aparato, en el que nadie conocía aún a sus segundas filas. Fueron su brillante capacidad retórica y su agilidad argumental, desplegadas en platós de todas las cadenas, las que nos llevaron por fin a soñar, después de años de crisis e inmovilismo, con que era posible un sorpasso desde la izquierda al PSOE a nivel nacional y una traducción parlamentaria exitosa de la indignación del 15M.sorpasso Poco a poco se irá poniendo en valor ese ejemplo histórico, esa demostración para generaciones futuras de que sí se puede.
Reclutó a muchas almas por todo el país, que dejamos (casi) todo para entregar nuestras fuerzas a esa causa, asumiendo con ilusión los costes. Su agudo olfato político y gestión de los tiempos, de los tonos, de la presencia escénica, y la heterogénea red de talentos políticos que durante mucho tiempo supo mantener en torno suyo, desde antes incluso de la universidad, le permitieron reunir una potencia comunicacional —es decir, política— que no habíamos visto en ningún otro líder de izquierdas en España, me atrevo a decir que en toda la historia de la televisión. Siempre fue un seductor nato, dentro y fuera de plató, con fuertes raíces ideológicas y enorme capacidad de convicción. Sus inigualables minutos de oro en los debates electorales, su dominio de la comunicación no verbal, la pasión contagiada desde su imitadísimo "estilo hip-hop" en mítines ante estadios y plazas llenas, o su altura intelectual en las tertulias, dejan listones altísimos en la historia de la comunicación política en España.
¿Qué se torció entonces, en la carrera política de quien llegó a encarnar las aspiraciones de varias generaciones? ¿Qué dio al traste con aquella progresión fulgurante, además del previsible fuego mediático, para concluir de este modo? ¿Qué lecciones pueden aprender de este cierre los y las futuras líderes del campo popular en España? Esta columna no da para responder a todo, pero, después de los elogios, paso a esbozar los que en mi opinión fueron tres factores que, me parece, tuvieron gran peso en el resultado. Mi autocrítica personal como cargo en Podemos ya la dejé por escrito en su día, aquí nadie se libra.
En primer lugar, es evidente que por momentos, a partir de su distanciamiento táctico con Errejón, Iglesias trató de ser a la vez el número uno y el dos de su partido. El cerebro y el rostro, portavoz y estratega, Linera y Morales, Maquiavelo y el Príncipe. Seguramente no le quedó otro remedio, en la vertiginosa soledad del enorme poder interno y responsabilidad externa con que de pronto se vio. Más aún, ejerció además como secretario general orgánico, apagador de incendios, cortador de cabezas y dedo que señala para levantar estructuras en los territorios. Fue el resultado final de la estructura hiper-jacobina, la “máquina de guerra electoral” que construimos en el primer Vistalegre, y que la mayoría de inscritos apoyamos. Sólo su descomunal capacidad política, qué duda cabe, permitió soñar con que todos esos roles pudieran aunarse en una persona de manera sostenida.
Pero en realidad, cualquiera de esas tareas puede consumir por sí misma las energías del militante más aguerrido. Si por algún tiempo pareció posible, haciendo de la necesidad virtud, fue gracias a la enorme resistencia y versatilidad de Iglesias. Pero no, no era posible ni seguramente deseable, y de puro desgaste al final, la agilidad del estratega perdió soltura, la sonrisa de candidato se fue agriando, la máscara cedía ante el brutal bombardeo mediático, la organización se iba extinguiendo y la estrategia también comenzó a hacer eses muy anchas. El rostro, el cerebro y el organizador fueron poco a poco delegando tareas, pero no siempre podía delegar las secuelas y cicatrices que implica avalar esas funciones. La creatividad y el aura del singular equipo inicial ya no estaban allí, el peso de la responsabilidad sobre sus hombros se fue haciendo excesivo, como excesivo era el peso político de unos nuevos asesores sensiblemente menos imaginativos, más preocupados por mantenerse a la altura de su recién adquirida posición. En muchos casos procedían, basta googlear un poco, de posiciones públicamente contrarias a la “operación Podemos”, casi hasta el momento de firmar su contrato. Y en el cargo, quien lo ha vivido lo sabe, uno es esclavo del equipo con que se rodea, de su marco teórico, su ingenio, su capacidad para evitar pasar hacia arriba tareas, porque siempre faltan manos y sobran opiniones.
Si esto fue así, si Iglesias fue en cierta medida víctima del bonapartismo que entre muchas le construimos y de la autoridad que le dimos —y sin embargo quien suscribe sostiene, contra toda elegancia política, que aquella fase fue necesaria para no descarrilar nada más nacer—, no podemos evitar preguntarnos, ¿en qué medida afectará una sobrecarga similar a otros liderazgos vigentes? ¿Serán Errejón o Yolanda Díaz, o Rita Maestre o Alberto Garzón, o un futuro Iglesias redivivo, capaces de federar competencias, de armar equipos funcionales y delegar tareas, de elegir su rol preciso y desempeñarlo a conciencia, de cuidarse de los aduladores y proteger a sus críticos? Seamos sinceros, sin esos equipos especializados y bien coordinados (sin la versión actualizada de lo que antaño llamaban “cuadros”), la política mediática profesional, tan de otra clase, tan ajena a nosotros, no nos resulta practicable a las y los de abajo, salvo algún efímero fogonazo. Sin embargo, por desgracia, en esta democracia pixelada la maldita pantalla no es sustituible por “la calle”—ya quisiéramos— con la que más bien debe aspirar a confabularse.
En segundo lugar, más allá de la sobrecarga, una vez disueltas las crecientes discrepancias internas, aparece otro factor inevitable del que también podría aprender todo aspirante a recoger el relevo. Rodeado ya de una tradición política unificada, que desde siempre puso más esfuerzo en la depuración (del trostkismo, del reformismo, de cualquier desviacionismo) que en la articulación de lo heterogéneo, Pablo Iglesias habitó, por decisión o por necesidad, un espacio ideológico muy homogéneo. Clausurado sobre sí mismo, sin corrientes, sin debates internos trascendentes ni salidas de tono, salvo contadísimas excepciones, Podemos tuvo por fin desde 2017 en adelante una línea unificada. Un búnker muy reducido, que se apoyaba en la estructura de Izquierda Unida, pero sólo de forma limitada. No olvidemos que, al fin y al cabo, también se disputaba los recursos y el espacio electoral con esa misma IU, un partido cuya larga tradición dificulta fusionar ambos aparatos por completo.
En el aparato de Podemos, Iglesias dirigía una compañía más útil para ejecutar que para valorar críticamente o recoger las distintas sensibilidades que componían su potencial electorado. Voces como las de Monereo, Bustinduy, Urbán, Bescansa, Alegre, Alba Rico, Fernández-Liria, Carmena, Teresa Rodríguez, Kichi y tantas otras, habían ido quedando a un lado. Más allá de la pérdida cualitativa y la mencionada acumulación de funciones, en este tipo de burbujas dirigentes aparece otro conocido fenómeno limitante, el llamado Síndrome de Hibris, la enfermedad por antonomasia del poder. Un mal que afecta siempre a los liderazgos fuertes y un poco aislados.
No digo yo que Iglesias sufriera hasta un extremo fatal este síndrome, pero es inevitable que, allí donde todos te dan la razón para ganarse tu favor, para salvaguardar su posición, temerosos de que sostener una discrepancia acabe por defenestrarlos, se pierde perspectiva a marchas forzadas. Se disipa la riqueza dialéctica, se evalúa peor la realidad exterior, se estrecha el horizonte visible. Todo cargo público lee lo que le prepara su equipo, piensa con su equipo, planifica con su equipo. Todo liderazgo aislado en su reducida cabina de mando, allí donde nadie puede ya echar el freno, finalmente se va deslizando, como la insolente diosa Hibris de la mitología griega (Petulantia en la romana) hacia el orgullo temerario, la prepotencia táctica, se convence el líder de que la infalible potencia que su entorno le supone es real y se adentra en el delirio de que sus palabras construyen realidad también fuera de las fronteras de la propia organización. Hasta que un golpe de realidad lo aterrice todo.
Este tipo de embriaguez del mandatario fue descrita en detalle por el exministro de sanidad británico, David Owen, en su ensayo The Hubris Syndrome: Bush, Blair and the Intoxication of Power. La carencia de figuras compensatorias y el exceso de adulación llevará al dirigente progresivamente a afirmarse en sus decisiones en vez de revisarlas con elasticidad, a rechazar la crítica e incluso conocer la paranoia de ver conspiraciones por todas partes. Porque, además, claro, siempre las habrá. Escapar a este síndrome no es cuestión de inteligencia, o de recursos materiales. Owen analiza el caso de líderes tan inteligentes y con tantos recursos como Blair o Bush, y más recimientemente hemos visto este nivel de pérdida del pulso de la realidad en grado extremo en casos como el de Trump y en estos días en el de Netanyahu, últimos en enterarse de que ya no tienen el poder de antaño, aferrados al cargo a toda costa mietnras la realidad construida por su burbuja se desmorona.
No son ejemplos comparables, pero es innegable que Hibris obró algo de su hechizo sobre el líder unipersonal e indiscutible de Podemos, hasta el punto de llevarle a girar 180 grados en algunos de los juicios políticos que caracterizaron el comienzo del proyecto. Parece inevitable que este mal pase factura a toda dirección de partido no obligada a la confrontación de marcos teóricos, por más que ponga el foco en la articulación de lo diverso en vez de en la unificación, si al final lo hace desde equipos cerrados, homogéneos, e impermeables, o desde paradigmas excesivamente depurados. Aviso para navegantes.
Tercera y última apreciación de este balance crítico, en la despedida del vicepresidente de la coleta. Me parece que un talón de Aquiles de Iglesias han sido las mismas características que le confieren su potencia política, y que nos hicieron soñar a muchos hace seis años. Su afectuosidad con los leales, su vehemencia contra quienes reculasen en esa lealtad, su querencia a la épica, su sonrisa y su lágrima siempre a flor de piel, dan cuenta de un hombre sensible y muy emocional, cualidades nobles, pero habitualmente ausentes o muy ocultas en la política profesional. Quienes le conocimos en la adolescencia sabíamos de su legendario ego, pero sabíamos también que ese afán de protagonismo era un potentísimo motor y a la vez una cierta garantía política: Iglesias no estaba en política para eternizarse como mediocre parlamentario, o corromperse a la primera, ni agarrarse al sillón a toda costa, sino para dejar su huella en la Historia. Su mirada elevada era el punto de locura que se encontrará en todo liderazgo histórico efectivo, y Podemos había venido a cambiar la política española, no la antropología humana. Iglesias intentó algo muy grande, y si el proyecto ha fracasado en sus objetivos de partida, sobre todo en el de explorar una vía política nueva en España, no fue por contentarse con menos o perderse en menudeces, sino por patinazos, errores de cálculo y de estructura como los ya mencionados. La idoneidad de Iglesias para ese rol era precisamente su bendita chifladura mesiánica: se sentía llamado y capaz de una misión histórica. ¿Y acaso no es así en todo gran liderazgo histórico?
No es casual, explicaba siempre él mismo, que alguien nacido a finales de los 70 se llame Pablo Iglesias. Hijo y nieto de militantes, ávido lector y escritor más allá de la formación panfletaria de los aparatos, Iglesias devino una suerte de Neo castizo, y como el elegido de la película de Matrix, tuvo desde muy joven una misión redentora en la que empeñarse. Puede parecer que lo digo en tono jocoso, y sé que lo que digo es estéticamente incorrectísimo, pero honestamente creo que sin un carácter de esta magnitud, nada garantiza que la operación Podemos hubiera sido posible. Sin embargo, al mismo tiempo, esa disposición para la escena (que no hacía sino tapar una timidez real, pero no ahondemos ahí ahora) supuso una indiscutible eficacia comunicacional, pero a la vez cierta limitación una vez encumbrado en su mandato, en forma de distancia con lo terrenal, con lo mundano, lo cotidiano y exento de épica. ¿Quién si no iba a aguantar semejante trote, semejante ritmo de vida? Desde la agresión nazi que sufrió en la universidad (recuerdo aún la concentración en respuesta), pasando por la odisea de plató en plató construyendo su figura, y por seis años de campaña permanente, con la trituradora vital que eso supone, hasta la traca final que supuso su entrada en el Gobierno, con acoso físico permanente a su familia incluido. ¿Aguantaríamos cualquiera siquiera una décima parte de eso? Obviamente, no. Hace falta una disposición hiperbólica natural, para sostener eso.
Pero ese potente motor que era su carácter insaciable, ese primum movens, y toda esa visceralidad y épica contagiosa y desbordantes, que constituían la condición de posibilidad de la “operación coleta”, sin la cual nunca hubiéramos hablado de ese proyecto, ¿no le alejaron a su vez de la frialdad cotidiana de la gestión, de la tarea de despacho que obliga a valorar informes, a despachar infinitas reuniones de cortesía, al exasperante protocolo parlamentario y de gobierno? Lo hemos visto los espacios militantes, la predilección por la pantalla, la adicción al estrellato en Twitter y en las tertulias calientes, obliga a especializarse en ello y dificulta la concienzuda labor del ajedrez institucional, la larga y fría “guerra de posiciones” institucional de reglamento y enmienda, donde se ganan batallas administrativas, ni siquiera legislativas, sin bombo ni platillo, ni reconocimiento, aunque con efecto directo, eso sí, en la vida de la ciudadanía. ¿Puede que esa emocionalidad desbordante y esa querencia a la epopeya le llevaran a tomar decisiones más de estómago que de cabeza fría, a volver a su matriz cultural de origen y dejarse arrastrar por su raíz izquierdista en 2017, antes de guiarse por el frío análisis electoral que bien conocía? ¿Acaso no influyó esa pulsión épica en la decisión de bajar a dar en Madrid una última batalla este 4 de mayo?
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Con la paradójica motivación de “frenar al fascismo”, Iglesias abandonó la Vicepresidencia que tanto había costado conseguir. Cambió el despacho por la épica. Repetir elecciones en 2019, con su partido en caída libre y el postfascismo en auge, le costó medio millón de votos y un 21% de sus asientos, mientras Vox duplicó sus escaños y ganó un millón de votos con la repetición. Muchos analistas previeron, sin embargo, como el propio Iglesias admitió la noche electoral, que no habría tal freno el pasado 4 de mayo, que su presencia movilizaría sobremanera a las derechas polarizando por completo la campaña. Pero su épica, su voluntarismo y su entrega personal le empujaron, ya en previsible retirada, a ese último servicio al partido (y en su cabeza también a Madrid, estoy convencido), garantizando que Podemos superase la barrera del 5% para no quedar extraparlamentario. A nadie fuera de la burbuja de Hibris, que leyese los sondeos con un poco de calma, podía sorprender realmente el resultado.
En esa última campaña, no obstante, Iglesias se ha despedido con un gesto de altura política y responsabilidad que creo no se ha valorado suficiente. No sólo evitó confrontar con las demás opciones de izquierdas, llegando incluso a elogiarlas, y normalizando así el trasvase de votos desde sus filas. También, más importante, logró contener a las habituales ventriloquías mediáticas de partido, Monedero y Vestrynge, para que no hicieran ese trabajo sucio desde fuera del partido, como ocurría antaño. La ausencia de fango permitió el sorpasso de Mónica García a Gabilondosorpasso, quede otro modo seguramente no hubiera ocurrido, y el desastre final hubiera sido aún mayor. Es necesario agradecer ese tono noble de su campaña hacia las formaciones vecinas, que favoreció más al bloque que a sus propias siglas. Ojalá reaparezca pronto, en ese mismo talante.
Esa combinación de grandeza y generosidad, de la entrega absoluta vista desde dentro y cierta sorpresa por su orden de prioridades visto desde fuera de Podemos, resumen bien el fin de ciclo de esta figura histórica. Sin duda vamos a seguir necesitando de él, a la hora de procesar lo vivido y planear futuros “asaltos”, de su altura de miras por sobre siglas de partido y de la capacidad para ceder protagonismo en el futuro inmediato. Está por ver qué hará el Iglesias post-parlamentario con esas dos visiones, dónde pondrá cada uno, cómo construirá su relato. Pronto lo sabremos. Hasta muy pronto, Iglesias.
Han pasado ya veinticinco días desde que se cortó la coleta, demasiados, porque vivivimos y escribimos siempre en el desborde, pero no quisiera dejar de despedir la figura de Pablo Iglesias, que tanto ha marcado la vida política de mi generación en general, y la mía en particular. Al final de la pasada jornada electoral, pese a los modestos resultados cosechados en quinto lugar, Iglesias volvía una vez más a conquistar titulares y portadas con un nuevo giro inesperado: “Dejo todos mis cargos”, “no contribuyo a sumar”, “hasta siempre”, son algunas de las duras fórmulas que empleó en su despedida. Si bien era previsible que Iglesias no llegase a recoger el acta de diputado, por mucho que el guion le obligase a decir lo contrario cuando le preguntaban por ello en campaña, la retirada total “de la política de partido” antes incluso de terminar el recuento electoral, le convirtío una vez más en protagonista de la noche. Una última demostración de cintura mediática y narrativa. ¿Última? ¿Hasta siempre?Hasta siempre
aquí. La información y el análisis que recibes dependen de ti.