María Jesús Guardiola Lago y Paz Lloria García
La crisis provocada por el coronavirus no es sólo sanitaria. También está suponiendo una profunda crisis en la tutela de los derechos fundamentales de todos los ciudadanos. Valores que dábamos ya por indiscutiblemente asumidos se ponen hoy peligrosamente en duda. Incluso el más elemental: el valor intrínseco de la vida humana, con independencia de quien sea su titular.
En un contexto de pandemia, con recursos sanitarios escasos, el personal sanitario se ha visto obligado a adoptar dramáticas decisiones, que comportan decidir en ocasiones quién va a tener la oportunidad de vivir y a quien no se le van a destinar tratamientos vitales con un beneficio esperable. Insistimos. No estamos hablando de supuestos en los que, por el estado del paciente, sería inútil e incluso contraproducente la aplicación de un determinado tratamiento, sino aquellos casos en los que el tratamiento es el indicado y se hubiera dispensado en condiciones “normales”.
A parte de las cuestiones éticas que suscita esta elección, desde el punto de vista jurídico- penal se trata de situaciones de estado de necesidad, en la modalidad de auxilio necesario (art. 20.5ºCP). Así, el profesional médico -que tiene la obligación de atender a cualquier paciente bajo responsabilidad penal por denegación de asistencia sanitaria (art. 196 CP) y, eventualmente, por los resultados lesivos derivados de su omisión (ex. art. 11 CP)- puede quedar exento de responsabilidad penal cuando exista un conflicto entre la salud o la vida de dos pacientes y sólo sea posible evitar el daño a uno de ellos, lo que conllevará desatender al otro enfermo. El mal causado no debe ser mayor que el que se trate de evitar. Pero en esta tesitura, ¿a quién se escoge?
Para orientar estas decisiones tan extremas, el Ministerio de Sanidad elaboró un informe donde se aclara el principio de “no discriminación por ningún motivo ajeno a la situación patológica del paciente y las expectativas objetivas de supervivencia”, como no podría ser de otro modo en un Estado democrático y de Derecho en el que se prohíbe constitucionalmente todo tipo de discriminación por cualquier circunstancia personal o social (art. 14 CE). Sin embargo, y previamente al informe aludido, otras entidades introdujeron elementos distorsionadores y extremadamente preocupantes en esta ponderación. En concreto, y a los efectos que nos ocupa, la Sociedad Española de Medicina Intensiva, Crítica y Unidades Coronarias (SeMicyuc) recomendó tener en cuenta también “el valor social de la persona enferma”. En semejante afirmación, a todas luces indeterminada, subyace sin duda la idea de que hay personas que valen más que otras. Y en este caso, nada más y nada menos que para valorar la adjudicación de un soporte vital. Como recuerda el Comité de Bioética de España en un informe sobre la priorización de recursos sanitarios, “todo ser humano por el mero hecho de serlo es socialmente útil, en atención al propio valor ontológico de la dignidad humana”. Y las consecuencias penales de una valoración de tal calibre son evidentes. La elección en caso de necesidad (y solo en este caso) nunca debería depender de criterios de tal naturaleza, por la clara discriminación que suponen y que pueden llevar a la inaplicación de la circunstancia limitadora de la responsabilidad frente a aquel que tomó la decisión.
Sin embargo, asistimos con estupor al ignominioso debate sobre quién es socialmente menos merecedor de vivir. Y a tal efecto, se plantea públicamente por redes sociales -y lo que es más preocupante, por parte de algunos sanitarios - que, en caso de tener que escoger, debería postergarse al infractor de las normas sanitarias o de confinamiento, en una suerte de autopuesta en peligro indemostrable. O debería relegarse al violador o al abusador sexual de menores por ser socialmente menos valioso que otra persona de “conducta intachable”. En definitiva, una suerte de desatención sanitaria del enemigo, donde el personal sanitario se erigiría en juez y condenaría (quizás a muerte) al supuesto infractor de las normas sanitarias, o a quien consideraran en ese momento socialmente menos valioso, sin posibilidad de defensa alguna.
Desde luego, nunca se debe dejar de prestar asistencia si ello es posible, pues en ese caso se incurriría en el correspondiente delito de omisión que podría dar lugar a un homicidio o unas lesiones en función del resultado producido, si respecto de los mismos se apreciara dolo o imprudencia. Y, esto, es importante también que lo sepan los sanitarios que plantean el debate sobre la oportunidad o no de prestar auxilio a quien “no se comporta” como debe.
Los únicos criterios válidos en una situación de necesidad (no hay más remedio que elegir) han de ser médicos, como advierte el Informe del Ministerio de Sanidad sobre los aspectos éticos en situaciones de pandemia: El SARS-CoV-2.
Cualquier otro que pueda parecer “razonable” desde el punto de vista de la “necesidad” de dar escarmiento a quién no realiza una conducta debida, olvida, por un lado, el contenido esencial de los derechos fundamentales, que debe ser respetado para su limitación como recuerda el Tribunal Constitucional, y por otro, desconoce que las conductas imprudentes respecto de uno mismo resultan impunes, por lo que difcilmente permitirían la aplicación de la circunstancia eximente de responsabilidad.
La peligrosidad de incluir criterios morales, en decisiones que deben ser solo técnicas, se manifiesta en la ampliación de los riesgos del populismo punitivo, en un momento especialmente delicado como el actual.
Por ello las decisiones han de ser colegiadas, justificadas, proporcionadas, necesarias y transparentes y resultan especialmente rechazables, y quizá sancionables, las manifestaciones que atienden a criterios de “validez social” o “merecimiento de tratamiento” por aquellos que deben dar ejemplo de objetividad y profesionalidad, y nos hacen temer por el cumplimiento de su deber más sagrado: defender la vida y la salud por encima de cualquier creencia.