Javier De Lucas
La repetición de naufragios en las costas italianas en apenas siete días, con un elevadísimo número de víctimas (331, el 3 de octubre; 50, el día 11) ha dado pie a toda suerte de lamentaciones. También de los responsables de las políticas migratorias y de asilo y de sus instrumentos legales, tanto los italianos como los de la UE. Ya hemos comentado (Malditos duelos!) que esas lágrimas de cocodrilo ofenden la dignidad de las víctimas y de todos nosotros. No escribo para insistir en esa vergüenza. Ahora quisiera llamar la atención del lector sobre una omisión gravísima y dos malentendidos o, peor, dos sofismas que, a mi juicio, lastran buena parte de las discusiones que se están produciendo y dejan al rey, a esos políticos, desnudos. Pero también a no pocos medios de comunicación.
La omisión es la que permite que sigamos discutiendo si son galgos o podencos, si son la UE, Italia, Malta, los pescadores, los isleños, quienes deben actuar. No. Quienes no socorren a los náufragos son delincuentes, porque violan la ley. Porque, si son delincuentes o criminales (según la conducta) los ciudadanos que infringen un precepto jurídico vigente, también lo son los políticos responsables de que la UE y/o sus Estados miembros violen una norma jurídica vigente. Y lo son con agravante quienes impiden a los simples ciudadanos que la cumplan.
Esta es la cuestión. Dejemos de hablar de humanidad, de piedad, de solidaridad. Estamos ante una ofensa jurídica y de primer orden, que exige el establecimiento de responsabilidades y las correspondientes sanciones, para evitar el veneno de la impunidad, para evitar el desánimo ciudadano que acaba por metabolizar este horror, porque no hay nada que hacer y los telediarios no informarán más hasta que no suceda otro que supere la cifra de 331 muertos. Hay que dejar claro que se trata de delitos que exigen castigo.
La UE, a través de la obsesiva función de control represivo atribuida a Frontex y también los Estados, como Italia, Malta o España, parecen olvidar en tantísimas ocasiones que, frente a esos náufragos, hay un deber jurídico prioritario de asistencia, impuesto secularmente por las más viejas leyes del mar y hoy por el complejo de Tratados del Derecho internacional del mar. En su origen, insisto, hay normas consuetudinarias básicas que están, por ejemplo, por encima de la ley Fini-Bossi (como recordaba el abuelo de Filippo, el pescador protagonista de una película no precisamente descarnada pero oportuna, Terra Ferma, el film de 2011 de Emmanuele Crealese). Pero, hoy, debemos hablar de violación de obligaciones jurídicas vigentes. Sobre este punto, aconsejo la lectura del pronunciamiento de ACNUR en 2002, Background note on the protection of asylum-seekers and refugees rescued at sea y, sobre todo, del a mi juicio determinante trabajo de Daniel Oliva, Derecho del mar e inmigración irregular.
En efecto, Oliva, tras recordar que “existe un consenso acerca de la obligación de todo buque, sea cual sea su situación, características y localización, sobre la necesidad de concentrarse en salvar vidas de los náufragos o inmigrantes en peligro en el mar“, fundamenta esa tesis en un análisis impecable del complejo de tratados de Derecho internacional del mar: así lo exigen, explica, artículos como el 98.1 de la Convención de las Naciones Unidas sobre Derecho del Mar (Convención de Montego Bay), de 10 de diciembre de 1982, que se complementa con lo dispuesto, entre otros, en los párrafos 2.1, 10 y 13.2 del Convenio Internacional sobre búsqueda y salvamento marítimo (Convenio SAR, versión 1979), y, por ejemplo, en la regla 33.1 del Convenio internacional para la seguridad de la vida humana en el mar. En el último decenio se ha concretado y especificado la obligación de auxilio exigible de los capitanes de buques y de los propios Estados mediante enmiendas a esos Tratados, así como la obligación de los Estados de ofrecer un lugar seguro a los supervivientes. Y aún se ha producido una mayor concreción a través de las denominadas Directrices respecto de la actuación con personas rescatadas en el mar, incluidas en la Resolución MSC.167 (78) del año 2004, del Comité de Seguridad Marítima, cuyo origen se encuentra en el lamentable episodio vivido en 2001 por el buque de pabellón noruego Tampa, que rescató a 433 solicitantes de asilo que se encontraban en peligro en un barco frente a las costas australianas y al que negaron el desembarco Australia e Indonesia.
Pero hay más. A mi juicio, el terco desconocimiento de esas obligaciones, al que da cobertura en buena medida el tono adoptado en no pocas informaciones de las que nos sirven los medios de comunicación (que insisten en la dimensión “humanitaria”, “trágica”, que garantiza el prime time) se ampara en dos sofismas.
El primero de ellos es la insistencia en hablar de “tragedia de la inmigración”. No. En buena medida, las víctimas de estos naufragios son refugiados, porque son gentes que huyen de Estados fallidos, de guerras civiles, de situaciones en las que no están garantizados los derechos más elementales: Eritrea, Somalía, Siria o Mali. Pero pronto podría ser Libia, otra vez. Y quizá –sería terrible- Túnez y Egipto. ¿Eritrea? Sí, Eritrea. Basta leer los informe dedicados a Eritrea en The Economist: por ejemplo, el específico sobre la llegada de eritreos a Lampedusa, Eritrea: Why they leave?, o los que explican la evolución política de ese país: Eritrea: A State of Siege, o Eritrea. Robocal Revolution, que dejan claras las razones del éxodo que ha llevado a huir a decenas de miles de eritreos, muchos más a otras zonas que no son países europeos, como 125000 a Sudán, 87000 a Etiopía, 40.000 a Israel. Desde esa antigua colonia italiana huyen hasta esos países y también hasta Lampedusa, huyendo de un país que se ha convertido en un campo de concentración peor que Corea del Norte. Refugiados, pues, como lo son los que llegan de Siria, un contingente cada vez más importante.
Que sean inmigrantes o refugiados no es cuestión baladí. No, desde luego, porque cambie la gravedad de la tragedia según se trate de unos u otros. Pero es que esta confusión desnuda un dogma de aquellas políticas. Un dogma que se revela como un sofisma basado en prejuicios. En efecto, la doctrina oficial reza que los inmigrantes son económicos, se desplazan sobre todo por razones laborales. Mientras que los refugiados se ven forzados al abandono de su país por razones de persecución política. Pues bien, la UE y la mayor parte de sus Estados miembros han tratado de regular la llegada y estancia de los primeros según los términos de coste/beneficio y de acuerdo con lo que se ha dado en llamar un modelo de vasos comunicantes. Que lleguen sólo tantos como necesitamos en función de la demanda del mercado y sólo mientras los necesitamos y produzcan beneficio. Ni uno más: las cifras han de cuadrar. Respecto a los refugiados, comoquiera que aparecen sólo como coste, como una carga, la política ha consistido en estrechar cada vez más las condiciones que permiten solicitar el asilo en territorio de la UE. Estos, simplemente no pueden llegar hasta nuestro paraíso, de modo legal. Se lo hemos hecho imposible: no queda más que tratar de llegar a la frontera, como sea. Y aún a los que llegan no les dejamos manifestarse como tales: les encerramos en campamentos en condiciones infrahumanas, como en Lampedusa y les tratamos como inmigrantes ilegales que han de afrontar multas de hasta 4000 euros y expulsión…
En uno y otro caso, se sostiene, la prioridad de prioridades es el control, la vigilancia. Esa es la naturaleza de FRONTEX. Se trata de fortalecer las fronteras, incluso de deslocalizarlas, al llevarlas a países terceros aunque no sean nada fiables en materia de derechos humanos: Marruecos, Libia.
Por eso, el esfuerzo se concentra en controlar la inmigración ilegal, sus redes. Y también, en evitar el mal uso de la vía de asilo por parte de quienes sólo son inmigrantes. El cierre, el blindaje de esas fronteras (Ceuta, Melilla, Malta, Sicilia y sus islas, o Evros y las del Egeo) tiene como consecuencia el encarecimiento del viaje clandestino y el cambio de las rutas. La mayoría de los refugiados, hoy, hacen de media más de 4000 kilómetros para llegar a los mismos puertos en los que se amontonan los inmigrantes a la espera del salto. Y una proporción importante (casi 20000 en los últimos 10 años) mueren en el intento, (puede verse el dossier de Libèration). Porque estas dos catástrofes ante Lampedusa son sólo otros dos episodios más.
Pues bien, como consecuencia de lo anterior, queda desnudo el segundo sofisma, el de quienes sostienen que estamos ante un problema humanitario o de altruismo y que, en tiempos de crisis, la capacidad solidaria, la generosidad, es limitada. Europa (Italia, España) no pueden cargar con toda la miseria del mundo, nos dicen. Ya hacemos bastante. Pero eso no es verdad. No sólo es que nuestra omisión es culpable porque no garantizamos la vida, que es nuestro deber elemental, como recordaba el vicealcalde de Lampedusa, Damiano Sferlazzo, escandalizado por ese abandono de la “cultura de la vida”. En el caso de los refugiados, es que estamos hablando de violación de obligaciones jurídicas específicas, lo que debería tener importantes consecuencias jurídicas.
Porque hay que recordar que, frente a quienes buscan asilo, todos los países europeos, la propia UE, tienen obligaciones jurídicas cuyo incumplimiento debe dar lugar a la exigencia de responsabilidades materiales, nada simbólicas. Obligaciones que emanan ya del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966 de la ONU (por ejemplo, los artículos 5 y 6) y que se han concretado posteriormente: por ejemplo, la obligación de non refoulement, de no rechazo de quienes demandan asilo, que impone el artículo 33.1 de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Estatuto de los Refugiados de 28 de julio de 1951, completada por el Protocolo de 31 de enero de 1967, tal y como ha sido precisada por la Opinión consultiva sobre la aplicación extraterritorial del principio de no devolución en virtud de las obligaciones contraídas por los Estados Parte de la Convención de 1951 sobre el Estatuto de los Refugiados y su Protocolo de 1967. Y por si se quiere más, habría que recordar que la violación de este deber infringe lo dispuesto en el artículo 3 de la Convención contra la Tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos y degradantesde 10 de diciembre de 1984.
Concluyo. Nosotros, los ciudadanos, tenemos la obligación de denunciar que los Estados que sostienen estas políticas migratorias y de asilo no merecen ser llamados democracias, ni aun Estados de Derecho. No respetan el núcleo del Derecho, los derechos humanos básicos. Violan leyes propias (las Convenciones internacionales de refugiados o del Derecho del mar, que han ratificado y están incorporadas al Derecho interno) y al hacerlo, son delincuentes. Hay que exigirles responsabilidades. Hay que exigir una modificación de las políticas de inmigración y asilo que llevan a estas conductas criminales, por antijurídicas, culpables y punibles. En caso contrario, estamos cediendo a la lógica de la barbarie... somos nosotros los bárbaros.