Mucho más que un deporte

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Lo confieso sin ningún reparo: nunca he llegado a entender muy bien las normas, por qué el árbitro pita golpe o no, cuándo es avant o por qué se opta por la melé y no por tirar a palos. No. No he sido una espectadora de rugby muy entendida, ni cuando iba como novia de jugador ni ahora que voy como madre. Sé que no pueden pasar hacia delante, que no pueden adelantarse a la línea de balón y poco más. Las reglas formales del rugby no las he llegado a aprender nunca, pero las no escritas, son fáciles de entender. Y de compartir. Esas reglas no escritas hablan de que en un partido de rugby respetas siempre al rival, al compañero y al árbitro.

El espectador está invitado a disfrutar del partido no a intervenir en él, así que nunca insultas al árbitro, nunca pones en cuestión su decisión. No te metes con el equipo rival y cuando pierdes, te duela o no, le haces el paseíllo y aplaudes. Esa regla no escrita habla también de qué pasa cuando salen del campo, del famoso tercer tiempo. Les felicitas por las jugadas, te reencuentras. Cuando iba de “pareja de” los tercer tiempo eran con vaso de cerveza en la mano. Ahora, son con un batido de chocolate caliente para entrar en calor.

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Así que desde mi absoluta ignorancia sobre las reglas me atrevo a escribir sobre lo que pasó el domingo. España se jugaba su clasificación directa para el Mundial de Japón. No vamos a un Mundial de Rugby desde el 99. Es la guinda al despertar de un deporte que durante muchos años fue minoritario y que ahora se ha convertido en el abanderado del respeto y el fair play. En casa nos hemos tragado todos los partidos de esta fase: hemos ido de rojo y con la camiseta oficial a cada grada, daba igual que lloviera o que no hubiese nadie. Ahí hemos estado, porque padre e hijo lo vivían como un sueño, juntos. Mi hijo lleva desde los 4 años pegado a un balón ovalado. Con esa edad no lo pidió él, evidentemente. Fue su padre quien le llevó a entrenar, quien le metió en el rugby. Ha ido probando otros deportes, el fútbol, el baloncesto, pero sin dejar nunca el rugby y ahí sigue. Pegado a su balón ovalado. Compartir ese momento único, ver a España de nuevo en un mundial era para ambos el mejor recuerdo de un deporte que les ha dado mucha alegrías y también algún que otro disgusto y alguna clavícula y brazo roto también.

Así que el domingo era el gran día. Ya llevaban un rato encerrados, concentrados viendo el partido. “Es el partido definitivo, mami”. Así que cuando oí desde el salón varias quejas y lamentos, no entendí muy bien qué estaba pasando. Mi hijo estaba llorando desconsoladamente y su padre animándolo. “No llores hijo, no está todo perdido”....."Es que no hay otro mundial hasta dentro de cuatro años!!!" Ver perder a España contra Bélgica le dolió mucho más que el último rodillazo que se llevó en la mandíbula y por el que lleva dos días tomando ibuprofeno. Le dolió verles perder, y le dolió lo que vino después. No voy a justificar a los jugadores: había que estar en su lugar, sentir su rabia contenida durante todo el partido. Y quiero pensar que su reacción (perseguir al árbitro e insultarle) fue el cúmulo de esa tensión, de ver que el sueño de ir al Mundial se podía esfumar. El rugby es el deporte del respeto. Es lo que se nos repite una y otra vez, lo que los jugadores en activo y los que lo estuvieron, llevan grabado a fuego. Saben que esos valores son su mejor carta de presentación, el motivo por el que muchos padres han buscado en el rugby el refugio a los gritos desde la banda. Decía, respeto al arbitro. Respeto porque presupones su honestidad. Si el arbitro falta a su honestidad todo el sistema se tambalea.

El entrenador Santiago Santos acabó llorando ante la cámara, con la voz quebrada y según me cuentan –no tengo el gusto de conocerle–, no es un hombre que se hunda ante la adversidad. Ni un accidente de moto logró apartarle de su equipo. Supongo que a Santiago Santos le dolía ver a sus jugadores llorar desconsolados e imaginar que muchos niños terminaron también llorando cuando finalizó el partido. Porque el rugby no es sólo un deporte, es la vía que muchos padres escogen para enseñar valores, para demostrar que en la vida ganar no es lo más importante. Que hay que luchar, que hay que apoyar al compañero, que sólo no lo conseguirás, que eres un equipo, en lo bueno y en lo malo. Que pelear en el campo hombro con hombro es lo que te va a tocar en la vida y que cuando en frente tienes a un equipo superior, es cuando más tienes que luchar. Alguien a quien admiro escribía el domingo que si el rugby pierde sus valores la sociedad es un poco peor. Que aprenderemos la lección del domingo y que nuestros hijos, téngalo seguro, verán a España en un mundial. Así que... ¡¡¡Vamos Leones!!! Nos vemos en Japón.

Lo confieso sin ningún reparo: nunca he llegado a entender muy bien las normas, por qué el árbitro pita golpe o no, cuándo es avant o por qué se opta por la melé y no por tirar a palos. No. No he sido una espectadora de rugby muy entendida, ni cuando iba como novia de jugador ni ahora que voy como madre. Sé que no pueden pasar hacia delante, que no pueden adelantarse a la línea de balón y poco más. Las reglas formales del rugby no las he llegado a aprender nunca, pero las no escritas, son fáciles de entender. Y de compartir. Esas reglas no escritas hablan de que en un partido de rugby respetas siempre al rival, al compañero y al árbitro.

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