La imagen la grabó nuestra enviada especial a Avignon, Leticia Fuentes: cada mañana, Gisèle Pelicot tiene que entrar al juzgado por la misma puerta que sus violadores. Incluso, dependiendo de la agilidad de los agentes en revisar las pertenencias de cada uno cuando pasan por el arco de seguridad, tiene que esperar la cola, hombro con hombro, con los hombres que abusaron de ella mientras estaba drogada.
La situación, surrealista, refleja muy bien las incongruencias que se están viendo en este juicio. Hombres que aceptaron violar a una mujer inconsciente mientras su marido les grababa, acuden más o menos tapados a declarar a un juicio en el que están dispuestos a decir que todo era consentido, que aquello, esa violación, pensaban que era un acuerdo entre el marido y la mujer.
Gisèle ha tomado la palabra varias veces, una de ellas para contar la enorme paciencia que le está teniendo que echar cuando escucha las declaraciones de su marido, de sus violadores y, lo peor, cuando escucha las preguntas que le hacen los abogados de la defensa. Le han llegado a preguntar, atentos, si ella era una mujer con inclinaciones exhibicionistas, si estaría dispuesta a acostarse con un hombre estando drogada o si bebía, si solía emborracharse. Las preguntas son indignantes, indecentes. Sobre todo, después de ver los vídeos que se han emitido en esa sala a petición de la propia Gisèle. Presentar a la víctima como una mujer de moral dudosa, ligera, promiscua es la estrategia más antigua del machismo más rancio para justificar lo injustificable. “Me he sentido humillada”, ha confesado Gisèle. Y no es para menos.
Las preguntas son tan impresentables que cuesta entender en qué momento un abogado haya pensado que preguntar eso es procedente en este juicio, en el que las pruebas contra los acusados son abrumadoras. Uno de ellos preguntó a Gisèle si ella elegía a sus violadores. Tal cual. Como si aquello fuera un juego pactado entre marido y mujer, como si el monstruo con el que convivía no actuara solo sino con la colaboración de ella. Presentar a Gisèle como una depravada. Volvemos a lo de siempre.
Sin llegar al abuso sexual, sin llegar a la agresión, hay hombres que siguen denigrando a la mujer en su entorno laboral con comentarios desafortunados. O, simplemente, ninguneándolas
Supongo que tiene que resultar muy duro enfrentarte a ese espejo en el que te está retratando este juicio, y me refiero a ellos, a los más de 50 hombres que aceptaron violar a una mujer drogada por su marido. Enfrentarte a ese retrato de un desalmado, de un hombre al que le dio exactamente igual qué pasaba en ese dormitorio… porque –recuerdo– algunos repitieron. Algunos volvieron a aquella casa a hacer lo mismo. Sabían perfectamente qué es lo que se iban a encontrar.
La indignación de Gisèle es la indignación de todos. Y está ayudando, espero, a reflexionar sobre esa cultura, no tan lejana, de hombres que creen que pueden abusar o usar a mujeres para su placer. Esa cultura machista, violenta, que se sigue repitiendo. Porque esto ocurrió no hace tanto tiempo.
Sin llegar al abuso sexual, sin llegar a la agresión, hay hombres que siguen denigrando a la mujer en su entorno laboral con comentarios desafortunados sobre su físico o su forma de vestir. O, simplemente, ninguneándolas, dejando de escucharlas, no dándoles voz, despreciando su opinión... Esto pasa, en todos los niveles, en muchos espacios laborales. Y esto también es machismo.
La imagen la grabó nuestra enviada especial a Avignon, Leticia Fuentes: cada mañana, Gisèle Pelicot tiene que entrar al juzgado por la misma puerta que sus violadores. Incluso, dependiendo de la agilidad de los agentes en revisar las pertenencias de cada uno cuando pasan por el arco de seguridad, tiene que esperar la cola, hombro con hombro, con los hombres que abusaron de ella mientras estaba drogada.