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Reclamaciones

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Hace unas semanas, un amable empleado de Correos tuvo la feliz idea de dejarme un paquete al ladito del buzón, cantando bajo la lluvia. No tengo por costumbre vigilar al cartero, como esos perros locos de las películas yanquis, así que ignoro cuánto tiempo estuvo mi correspondencia en el balneario. Cuando recogí al desdichado, lo que había sido una lustrosa revista de arte norteamericana se había transformado (¡abracadabra!) en un hojaldre de papel chorreante e ilegible.

Como soy el último idiota sobre la faz de la tierra, me entretuve en redactar una reclamación al mirífico servicio postal. Adjunté, por supuesto, un reportaje fotográfico del accidente: el sobre aposentado en la valla del jardín, el glorioso chorro de agua que le manaba de las esquinas, el papel descompuesto entre mis dedos y el valor nominal de la revista bizcochada. En cosa de una semana, recibí la atentísima respuesta de un propio de atención al cliente que se deshacía en disculpas y lamentaba (oh, cruel destino) no poder hacer nada por consolar mi dolor. Viéndolo tan compungido, quise aliviarle los pesares: si me costeaban el reemplazo de la revistita, aquí paz y después gloria. «Lo sentimos», me escribía, intuyo, con el corazón en un puño, «pero nuestra política no nos permite atender esa alocada solicitud. Le rogamos que contacte con el remitente norteamericano y le explique la situación. Si ellos cursan una queja a través de nuestra página web (que se cae una vez cada quince minutos obligándote a rellenar nuevamente el larguíiiisimo cuestionario) consideraremos, si los astros son propicios, abrir una investigación».

Últimamente, no hay administración, ente o compañía con el que no tenga un pitote. En el reducto galo donde vivo (un pueblín encastrado en una ladera del Guadarrama) sopla mucho el viento. Lo ha hecho siempre, aunque la buena gente de Iberdrola no se dé por enterada. Me tienen secuestrado porque gestionan la instalación general; así que, tengas la compañía que tengas, si se jode el transformador o se les cae un cable, apagón y enciende la vela. La paciencia aguanta hasta que la cerería te manda al cobrador del frac: servidor de ustedes trabaja en casa y a punto estuvo de cargar el portátil con una dinamo. En otro de mis habituales derroches de optimismo, cursé una reclamación con la inestimable ayuda de un telefonista. «Esta me saldrá bien», me dije, mientras acariciaba el cuadernito donde tenía anotados, uno a uno, los cortes de luz. Quince días más tarde, en papel timbrado y times new roman, recibí el pésame de un atribulado administrativo que lamentaba, una vez más, no poder hacer nada por ayudarme.

Como soy el último idiota sobre la faz de la tierra, redacté una reclamación al servicio postal. Adjunté un reportaje fotográfico del accidente: el sobre, el chorro de agua de las esquinas, el papel descompuesto y el valor de la revista bizcochada

Allá por el mes de agosto, Renfe (otra que tal baila) me tuvo cuatro horas secuestrado en un tren parado en el valle del Guadalquivir —que, por esas fechas, no es precisamente Laponia—. Para enmendarlo, el tren de vuelta se incendió en la estación de Santa Justa, donde, durante las siguientes cinco horas, una malhumorada oficinista nos aseguraba que saldríamos en un santiamén. ¿Qué hice? Explicar, en otro formulario de quejas, que un viaje que, entre ir y volver, no supera la hora y tres cuartos, se había demorado sus buenas diez horitas. «Lamentamos la situación ocurrida, pero…».

Ni un vuelva usted mañana: el no en las narices. Yo lo entiendo: entre la subida del ese eme i y soltarle unos eurillos al cliente damnificado, cualquier compañía multimillonaria se queda al borde de la bancarrota. La otra mañana fui al Hospital del Henares a que me contasen los lunares. Hagan caso: el melanoma acecha por los rincones. Como el despampanante servicio madrileño de salud me había informado de la cita tres días antes (año y medio esperando, pero luego todo son prisas), me hice un lío y llegué veinte minutos tarde. En el hospital, que es como un hangar, hay unas maquinitas donde metes la tarjeta sanitaria y te sale el turno. Viendo que me lo daban me planté en la sala de espera y me armé de paciencia. Dos horas y media después, la sala se había vaciado mientras este imbécil seguía allí, caminando de lado a lado. Astuto como soy, comencé a sospechar que algo no iba del todo bien. Busqué un mostrador y expuse la situación. La amable administrativa me dijo que me habían cancelado la cita. Pregunté por qué nadie me había informado de ese detallito. Acepto que el retraso pueda dejarme fuera de juego, pero no que me hagan perder inútilmente toda la mañana. Me dijo que la máquina daba el papelito para que el paciente tuviese un comprobante que dejase constancia del retraso. La miré con furia y ella lo hizo con indefensión: «Nosotros nos hemos quejado de esto, usted si quiere, puede poner una reclamación». 

Hace unas semanas, un amable empleado de Correos tuvo la feliz idea de dejarme un paquete al ladito del buzón, cantando bajo la lluvia. No tengo por costumbre vigilar al cartero, como esos perros locos de las películas yanquis, así que ignoro cuánto tiempo estuvo mi correspondencia en el balneario. Cuando recogí al desdichado, lo que había sido una lustrosa revista de arte norteamericana se había transformado (¡abracadabra!) en un hojaldre de papel chorreante e ilegible.

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