El buen juez

7

La vida, que es una retórica de los días, se cuela siempre en nuestro estilo. Cuando la vida es altisonante, corremos el peligro de abultarnos a nosotros mismos, exorbitados y sacados de quicio. Por eso conviene siempre volver a Azorín, a sus frases limpias y pudorosas. El escritor sabía que vivir es ver pasar las nubes y, sobre todo, ver volver. Igual que regresan los escándalos, el deterioro de la política y los padecimientos del periodismo, regresa la necesidad de decir y de contar. Azorín es una de esas cosas a las que conviene volver.

A principios del siglo XX, el pequeño filósofo caminaba por Madrid con un paraguas, un sombrero de copa y una cajita de plata repleta de fino y oloroso tabaco. Nosotros hemos tenido que dejar el tabaco porque, como los sueños, resulta peligroso para la salud, y bajo nuestro paraguas sólo cabe una humilde gorra para combatir el invierno. Pero con gorra y sin tabaco vemos cosas muy parecidas a las de Azorín, el escritor que aprendió la claridad y el diálogo directo con el lector gracias a las páginas de los periódicos. Lo despidieron de muchos, El País, El Imparcial, Diario de la Marina…, por opinar a contracorriente, pero él aprendió a volver y a llevarse el buen estilo a su literatura. Lo mejor de la letras española ha vivido, y no sólo por cuestiones alimenticias, con la ayuda de los periódicos.

En La voluntad (1902), criticó de forma despiadada la España de la Restauración. La mentira de los políticos había separado de forma tajante el reino oficial y la vida real, las discusiones del Parlamento y las necesidades de la gente. La sucesión de turnos entre los unos y los otros, los conservadores y los liberales, era una farsa que servía para consolidar el predominio de las élites. No es difícil comparar el cinismo de Romero Robledo, el cacique de la política que provocó su expulsión de El Imparcial, con el espectáculo del embuste sin sonrojo que campea hoy en las declaraciones del Gobierno y de su partido. No es difícil sentir vergüenza ante algunas santas indignaciones de la oposición, como si en dos años se hubiese olvidado de su comportamiento cuando estaba en el Gobierno.

Mi libro preferido de Azorín es Los pueblos (1905). Vuelvo a él y me encuentro con la España de hoy. Basta con cambiar el sombrero de hongo por la gorra, los casinos por las redes sociales y la hora del café por la llamada del móvil. Ya sé que es mucho cambiar, pero también sé que bajo tanto cambio permanecen algunas cosas decisivas. La España dormida de los pueblos de Azorín rodaba por la decadencia a fuerza de glorias falsas y sueños imperiales. Nosotros rodamos también con la marca España en el bolsillo, aunque las falsas glorias sean hoy deportivas y los sueños imperiales pinten menos que la corrupción política aceptada como costumbre. La misma corrupción, pero sin coartadas imperiales.

Leo El buen juez, un capítulo de Los pueblos compuesto por dos artículos publicados en España los días 6 y 8 de septiembre de 1904. El escritor se acerca a la jornada laboral de un juez que cumple con su trabajo. Provoca un revuelo de extrañeza al dictar sentencia contra los intereses del poder y de su orden. Lo normal es darle la razón a la autoridad social, al rico, al que come caliente y duerme en un lecho de seda. Pero de pronto el buen juez de Azorín, después de la lectura oportuna de las sentencias del presidente Magnaud, se pone de parte del que sufre y decide que la justicia no se basa en cumplir a rajatabla las leyes, sino en reparar injusticias.

Lo ideal es que las leyes se identifiquen con la reparación de la injusticia. Pero la retórica que se cuela en nuestras sociedades suele servir de paraguas para el desmán de los poderosos. Por eso el buen juez necesita con frecuencia buscar huecos, retorcer un poco la ley, ir por delante para hacerla avanzar, con la intención de coser los desgarrones provocados por la injusticia. Si los ministros de interior retuercen la ley para violar derechos, los buenos jueces la retocan para impedir injusticias.

Leo a Azorín y pienso en el buen juez que toma declaración a una infanta de España sospechosa de participar en asuntos turbios. Pienso en los jueces que no consideran delito el escrache en el domicilio de los déspotas. Pienso en los jueces que paralizan un desahucio, una expulsión de inmigrantes menores de edad o un proceso de privatización de la sanidad pública. Leo a Azorín y pienso que vivir es ver volver.

Pienso también que la calidad literaria es inseparable de la rebeldía. Conforme el maestro perdió indignación cívica, sus palabras se fueron quedando más huecas. Escribir y vivir son dos formas de resistencia frente al poder de la muerte.

La vida, que es una retórica de los días, se cuela siempre en nuestro estilo. Cuando la vida es altisonante, corremos el peligro de abultarnos a nosotros mismos, exorbitados y sacados de quicio. Por eso conviene siempre volver a Azorín, a sus frases limpias y pudorosas. El escritor sabía que vivir es ver pasar las nubes y, sobre todo, ver volver. Igual que regresan los escándalos, el deterioro de la política y los padecimientos del periodismo, regresa la necesidad de decir y de contar. Azorín es una de esas cosas a las que conviene volver.

Más sobre este tema
>