Ya no queda un solo rincón en España donde no se viva con angustia lo que está ocurriendo en Cataluña. Escribo hoy desde Asturias, después de escuchar y pulsar reacciones (aquí y en la Corte) a la solemne declaración de Felipe de Borbón en la noche del martes.
Nadie mínimamente informado interpreta ese mensaje de otra forma que no sea el anticipo de la suspensión de la autonomía catalana si el próximo lunes el Parlament aprueba su anunciada Declaración Unilateral de Independencia (DUI). Huyendo de la brocha gorda, de los cantos de alabanzas y de teorías conspiranoicas, a uno le parece que el error más grave del Jefe del Estado radica en lo que no ha dicho.
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- No debería sorprender a nadie que el rey proclame que “es responsabilidad de los legítimos poderes del Estado asegurar el orden constitucional y el normal funcionamiento de las instituciones, la vigencia del Estado de Derecho y el autogobierno de Cataluña”. Va en su sueldo y en sus funciones recordar en momentos tan graves obviedades de esta magnitud, y lo hace –hasta donde sabemos– recitando textos que le llegan desde el Gobierno de turno.
- Pero Felipe VI y quienes le rodean deben saber de memoria lo que dice el punto primero del artículo 56 de la Constitución: “El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones…” En ese Título II, que recoge las funciones de la Jefatura del Estado, queda claro que esa es precisamente la única función activa de la Corona activa : moderar, arbitrar sin ninguna complicidad partidista entre las distintas instituciones del Estado.
- El propio mensaje del rey acusa a las autoridades del Govern de situarse fuera de la legalidad situarse fuera de la legalidad“demostrando una deslealtad inadmisible hacia los poderes del Estado”. A uno no se le ocurre ningún ejemplo más claro ni grave de conflicto institucional que el planteado desde el 6 de septiembre por el Govern catalán apoyándose en decisiones del Parlament suspendidas por el Tribunal Constitucional.
- Se dirá que el rey no puede ejercer de moderador en una disputa en la que una de las partes se ha saltado la legalidad, porque equivaldría a aceptar un “chantaje”. Esa es la tesis del Gobierno del PP, la de Ciudadanos y la de relevantes exdirigentes del PSOE (alguno, como Alfonso Guerra, preferiría enviar al Ejército). La exigencia de cumplir las leyes no debería ser incompatible con un llamamiento concreto y firme del Jefe del Estado al diálogo político para solucionar un problema que es político y que exige soluciones políticas (como el propio Tribunal Constitucional ha advertido reiteradamente). No haberlo hecho coloca inevitablemente a la Corona fuera de su papel “arbitral” y como portavoz de posiciones políticas concretas.
- Se escuchan todos los días esas voces recias, ibéricas, que advierten que “no se puede negociar con fascistas”. Sonarían más convincentes si no fueran a menudo las mismas que llevan años recordando como ejemplarizante la forma de negociar la Transición democrática a finales de los años setenta. ¡Como si entonces no hubieran negociado comunistas y socialistas con franquistas de toda la vida! Negociar en política, como en cualquier otro ámbito, supone estar dispuesto a reconocer al otro como interlocutor (venga de donde venga) y tener la flexibilidad de ceder o cambiar de opinión para facilitar un bien mayor que se llama “acuerdo”. Ningún acuerdo puede satisfacer plenamente a una de las partes. Esto es tan obvio como lo de que “hay que cumplir la ley”, máxima que Rajoy lleva aplicando años con el éxito y la eficacia que hoy estamos comprobando. La derecha parece haberse olvidado de uno de los pilotos de la Transición, Torcuato Fernández Miranda, el artista que llevó “de la ley a la ley” a los procuradores franquistas. Felipe VI conoce bien esa historia por su propio padre.
- La insistencia de Puigdemont en reclamar una “mediación internacional” es evidentemente tramposa, porque sabe que conllevaría de entrada la admisión de que Cataluña es ya de facto otro Estado que discute de tú a tú con España. La solicitud por carta al rey (firmada también por Junqueras y Ada Colau) para que ejerciera de árbitro ya ha tenido respuesta en el mensaje de la noche del martes. Pero con él no sólo ha negado Felipe VI ese papel moderador sino que se ha situado mucho más cerca de quienes han atizado el fuego catalán con un inmovilismo no inocente sino en busca de rentabilidad electoral que de quienes desde distintas posiciones políticas apuestan por una reforma profunda de la Constitución que sirva para garantizar una convivencia democrática y pacífica a las siguientes generaciones de españoles y de catalanes.
- Hay quien ha querido ver en la contundente declaración del rey un mensaje dirigido a las Fuerzas Armadas, cuyos círculos más retrógrados se han reactivado en muy diferentes foros y andan hiperactivos de cara al próximo 12 de octubre. Pero quienes conocen bien la realidad militar de hoy entienden que pretendía más bien expresar el apoyo a Policía y Guardia Civil que en calmar supuestas inquietudes cuarteleras. De hecho, algún militar comenta que esa “ocurrencia” de desplegar al Ejército en Cataluña tiene el evidente problema de “cómo se sale después”. Una democracia no puede mantener un Estado de excepción permanente, salvo que alguien quiera convertir Barcelona en la Belfast de los años de plomo.
La declaración institucional del rey ha sido una oportunidad perdida de llamamiento a la distensión que no tenía por qué perder la firmeza en defensa de la legalidad. Si Felipe VI ha vuelto a caer en los enredos de Rajoy (como ocurrió con la espantada del líder del PP en febrero de 2016); si ha sido utilizado como factor de presión sobre Pedro Sánchez para que el PSOE no salga del bloque “unionista”; o si el propio monarca ha visto las orejas republicanas al lobo catalán y ha actuado en “defensa propia” son hipótesis no contrastadas (por ahora). Lo innegable es que vivimos la constatación de un absoluto fracaso político de Mariano Rajoy, durante cuyo mandato el independentismo ha crecido de forma exponencial. Quizás alguien crea aún que la respuesta de la porra y de las vías penales pueda desembocar en unas elecciones anticipadas y exitosas para el bloque conservador envuelto en la bandera de España. También podría ocurrir que esa “mayoría silenciosa” que tanto cultiva Rajoy se declare harta de las incapacidades demostradas. Entonces la Jefatura del Estado, por el camino iniciado en la noche del martes, también se vería interpelada por haber renunciado a su obligación “arbitral”.
¿Estamos condenados entonces a caer por el precipicio, catalanes y españoles? Si quedan restos de inteligencia (y algún respeto a las siguientes generaciones por encima de las siguientes elecciones) los independentistas tendrían que suspender esa Declaración Unilateral de Independencia (o aparcarla durante el tiempo suficiente) para sentarse a cualquier mesa a la que sean llamados para hablar del futuro de Cataluña y de España. Y hay propuestas de futuro perfectamente discutibles para ser votadas con todas las garantías.
Ya no queda un solo rincón en España donde no se viva con angustia lo que está ocurriendo en Cataluña. Escribo hoy desde Asturias, después de escuchar y pulsar reacciones (aquí y en la Corte) a la solemne declaración de Felipe de Borbón en la noche del martes.