Adolescencia, las pantallas y el tiempo Cristina García Casado

Ha decidido Alberto Núñez Feijóo que lo más importante sobre lo que debía preguntar esta semana al presidente del Gobierno en la sesión de control parlamentario no era la transacción propuesta por Trump a Putin sobre Ucrania a espaldas de Europa, ni la nueva masacre de Netanyahu en Gaza, ni el acuerdo PSOE-Junts sobre acogida de menores migrantes, ni siquiera las novedades del caso Koldo (ya sean datos o bulos)... Nada de todo eso. Lo que Feijóo considera trascendente es la llamada guerra de Prisa, que utilizó para acusar a Pedro Sánchez de “tratar de adueñarse de un medio de comunicación independiente desde el poder, bien directamente, bien utilizando alguna empresa estatal como instrumento [en referencia a Telefónica]”.
Asiste uno ojiplático a esta nueva guerra mediática (y en la mochila de la memoria llevamos unas cuantas). Uno es consciente de que diga lo que diga y escriba lo que escriba será interpretado o distorsionado para ser señalado como portavoz de parte, y es así porque, a diferencia de otros muchísimos medios, practicamos en infoLibre la costumbre de ser transparentes respecto a nuestro accionariado, origen de ingresos o destino de gastos (ver aquí). Pero la sombra intencionada de la sospecha (que obvia un pacto de socios con los accionistas que blinda la autonomía editorial plena del equipo periodístico sobre los contenidos) no puede convertirse en imposición del silencio o la autocensura. Tampoco el hecho de compartir con Prisa la edición de la revista mensual TintaLibre (ver aquí).
Así que vamos al lío. El Gobierno tendrá que dar las explicaciones que sean pertinentes sobre su posición en torno a ese conflicto interno que ha aflorado en el seno de Prisa, una compañía mediática que ha sido considerada “estratégica” desde los tiempos del felipismo y más allá. Por si alguien lo olvida, entre los fundadores de El País estaba Manuel Fraga, bajo la excusa precisamente de que había que impulsar un mayor “pluralismo” informativo en el viaje desde la dictadura hacia la democracia (vigilada). Uno recuerda nítidamente cuando Felipe González, ya fuera del poder, denunciaba que el Gobierno de Aznar intentaba controlar todos los medios de comunicación a través de Telefónica (ver aquí). “No pararán hasta liquidar el grupo Prisa”, clamaba González, que aún no ha dicho nada sobre lo que ahora está pasando, como tampoco lo dijo en la etapa en que El País, bajo la dirección de Antonio Caño y la presidencia de Juan Luis Cebrián, se entregó a posiciones contradictorias con su línea editorial y contaminadas por un “antisanchismo” militante y agresivo (ver aquí).
Uno se pregunta en qué andaba Feijóo en aquellos tiempos en que Maurici Casals, primer ejecutivo del grupo Atresmedia y La Razón, entraba y salía de la Moncloa martes y jueves como Pedro por su casa, saludando a los conserjes y encerrándose con Miguel Ángel Rodríguez y algún personaje de su confianza para definir las estrategias de comunicación de toda la batería mediática que ejecutaba de la A a la Z aquellos boletines titulados El Gobierno informa. O cuando Casals trasladó su oficina de negocios al hotel Palace, donde citaba y recibía a dirigentes políticos, empresarios o ejecutivos y responsables de medios para “transaccionar” intereses, siempre con hilo directo con Rajoy y con quienes distribuían la regadera de publicidad institucional (o sea el dinero de todos).
No estamos hablando de peleas entre accionistas de una empresa periodística sino de un ecosistema en el que se va imponiendo sin freno una concepción especulativa pero también ideológica del periodismo
Lo que sí sabemos es dónde estuvo Feijóo durante trece años: presidiendo la Xunta de Galicia, cargo desde el que no practicó en absoluto ese respeto a la libertad de prensa cuyo disfraz ha vestido esta semana desde su escaño en el Congreso. Al contrario, pregunten a los medios y periodistas que durante años sufrieron en Galicia un ecosistema –ya heredado de los tiempos de Fraga– en el que ni una sola voz crítica resistiría el panzer del poder político. Pregunten a quienes osaron publicar la famosa foto de Feijóo con su amigo el narco de vacaciones en un yate. Pregunten si no a los trabajadores y periodistas que vienen protagonizando desde hace años los Venres Negros que denuncian el desmantelamiento paulatino de la televisión pública gallega (ver aquí), siguiendo el mismo plan practicado por gobiernos del PP en València y en Madrid. Echen un vistazo (sin alterarse demasiado) a los informativos y programas de tertulias de la actual Telemadrid, y comparen con esa demonizada RTVE. Repasen las actuaciones del dúo Ayuso-MAR en relación con el caso de fraude fiscal de la pareja de la presidenta madrileña, incluidas las amenazas y bulos lanzados desde la propia institución contra periodistas de elDiario.es y de El País (ver aquí).
Todo gobierno puede sucumbir a la tentación de controlar si puede el relato informativo de lo que hace o no hace. Y es imprescindible vigilar y denunciar esa tentación. Pero también conviene recordar que un gobierno está obligado (uno diría que la oposición también) a proteger la pluralidad informativa y el derecho constitucional de la ciudadanía a una información veraz. ¿De verdad consideramos que esa pluralidad democrática está garantizada en España cuando los dos principales grupos privados de comunicación audiovisual están en manos de empresas italianas con una prioridad crematística y una línea ideológica más cercana a Meloni que al propio Feijóo? ¿Deben cruzarse de brazos quienes pueden impedir (desde la ley) que un grupo “estratégico” como Prisa acabe en manos de no se sabe muy bien quién? (Ojalá con la aplicación de la nueva legislación sobre transparencia mediática sepamos de una vez quiénes son los accionistas del fondo Amber, por ejemplo).
Esto ya lo hemos vivido: cada vez que se barrunta el nacimiento de algún medio con principios progresistas –por modesto que sea– se revuelven todos los monstruos de las tinieblas mediáticas y políticas, como si no supiéramos que en este país la desproporción de cabeceras ligadas a las derechas, tanto en papel como digitales, y las que se sitúan en una línea progresista es de ocho a una. Y si ha habido un tiempo en las últimas décadas en el que la higiene democrática se juega tanto o más en las tribunas audiovisuales y redes sociales que en las sesiones del Congreso es este. Nunca en la historia ha circulado más información y desinformación, ni ha costado más distinguir la verdad de la mentira. No estamos hablando de peleas entre accionistas de una empresa periodística sino de un ecosistema en el que se va imponiendo sin freno una concepción especulativa pero también ideológica del periodismo.
Así que no cuela el disfraz de Feijóo como defensor de la libertad de prensa, justo el día en que quizás se veía en el brete de explicar en qué punto de insolvencia se encuentra su autoridad sobre un Mazón que acaba de nombrar presidente de la Generalitat valenciana a Santiago Abascal (como aquí apuntaba el escritor Alfons Cervera). Y tampoco cuela el empeño de otros por aparecer como editores escrupulosamente respetuosos con el equipo periodístico de su medio cuando imponen la publicación de una contra-crónica de esa misma sesión de control parlamentario firmada por su director de gabinete, eso sí, sin señalar tal cargo junto a la firma (ver aquí).
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