Mientras la inmensa mayoría de los españoles vivimos estos días esa extraña sensación de seguir confinados pero con la expectativa de dejar de estarlo, más cargados de preguntas que convencidos de las respuestas, la batalla política no descansa. Cuanto más se acerca el arranque de esa comisión parlamentaria que debería reflejar la unidad frente a los efectos de la pandemia, más se alejan las posibilidades de que sea factible el menor consenso. ¿Por qué, si en prácticamente todo el resto de Europa (y del mundo) los parlamentos son una piña en torno a la lucha contra el covid-19? ¿Por qué, si esa unidad que reclaman nueve de cada diez españoles no significa una palmada en la espalda del Gobierno ni un borrón y cuenta nueva a su gestión, que debe ser examinada en su momento con todo el rigor necesario para no repetir errores? Voy a arriesgar una explicación basada en la información que uno procura constantemente contrastar, y que sólo el paso del calendario hacia la llamada “nueva normalidad” permitirá ver si se confirma.
En los próximos días conoceremos encuestas difundidas por alguna de las cabeceras más influyentes del espacio político-mediático conservador que, por primera vez desde hace años, sitúan al Partido Popular por delante del PSOE en estimación de voto. Quienes firman esos sondeos describen el resultado como “el mayor vuelco electoral conocido desde los atentados del 11-M”. No es baladí esa descripción, porque refleja el trasfondo de una estrategia que viene colocando desde hace mes y medio en la misma coctelera muertos, mentiras y votos. Sin pudor. Existen otros sondeos, y no sólo del desprestigiado CIS de Tezanos sino de otras firmas solventes, cuyo retrato sociopolítico para nada apunta a ese sorpaso de la derecha de Casado abrazada al nacionalpopulismo de Abascal. Pero en estos momentos lo que menos importa (desgraciadamente) son los datos. Se trata de crear una realidad alternativa producto de aplicar los criterios de la “vieja normalidad” política española a esa incierta nueva realidad. Del mismo modo que das una patada y aparecen doscientos epidemiólogos, ahora mismo pulsas un clic y surgen doscientas voces que pronostican la resurrección del bipartidismoclic. Eso sí, siempre pasando por dos opciones: o unas elecciones anticipadas en las que ganaría el PP y Pedro Sánchez desaparecería del mapa para dejar paso a un “PSOE moderado y razonable”, o bien un gobierno de concentración presidido por un o una tecnócrata tan independiente en la adscripción política como dependiente de los órganos defensores de la doctrina neoliberal. Lo cierto es que hay un nexo que une a todo tipo de sensibilidades e intereses económico-político-mediáticos: cualquier fórmula vale con tal de que se rompa la coalición de gobierno de izquierdas entre PSOE y Unidas Podemos.
Quede claro (y disculpen el empleo de la primera persona) que en este momento a mí me importan tanto las estratagemas del laboratorio de Faes, las Cayetanas del PP o los voceros de Abascal como esa silueta semidesnuda que aparece del amanecer a la madrugada siguiente en bucle en Telecinco detrás de la imagen del presunto periodista Merlos o de su cómplice Negre. O sea: entre poco y nada. Siento casi la misma repugnancia ante la táctica política del PP como ante la desvergüenza de unos individuos que ensucian el periodismo desde la inmoralidad, la intoxicación y el puro y duro interés crematístico.
Desde el minuto uno de esta crisis, la derecha y sus repetidores mediáticos han pretendido instalar en el imaginario colectivo tres conceptos: incompetencia en la gestión sanitaria, engaño sobre los datos y responsabilidad del Gobierno central sobre el desastre en las residencias de ancianos. Para ser absolutamente transparente: en ninguno de los tres parámetros que maneja la oposición sale absolutamente inmaculado el Ejecutivo. España no está entre los campeones del acierto y la previsión en la lucha contra el covid-19, pero tampoco entre los más torpes. Ni mucho menos. Tardó el Gobierno en percibir la gravedad de la pandemia, pero no tanto como lo que están tardando sus críticos en reconocer que erraban mucho cuando calificaban de “catastrofismo irresponsable” la suspensión del Mobile de Barcelona. (Si repasan lo que decían entonces esos que ahora andan muy alterados con el #MerlosPlace, descubrirán el rostro de cemento armado que tienen quienes se empeñan en reprochar a posteriori el permiso a las manifestaciones del 8-M o las asambleas de Vox o los partidos de fútbol o los conciertos multitudinarios de la primera quincena de marzo).
Sobre el rigor y credibilidad de los datos acerca de infectados y fallecidos por coronavirus, admitamos sin hipocresía ni sectarismos que no son fiables, ni los que dio China ni los de ninguno de los países con los que podemos compararnos. Por desgracia (y ojalá sirva este desastre para el futuro) los criterios no son homogéneos. Ni entre los países que forman la Unión Europea ni entre las comunidades autónomas que forman el Estado español. Cuando pase lo peor debemos hacer balance y examen exhaustivo de las cifras y la realidad del drama. ¿Pero cuesta tanto admitir que los datos globales que se dan son la suma de los que a su vez ofrecen los organismos directamente competentes?
El colmo de la distorsión sectaria en la gestión del coronavirus es todo lo referido a la zona cero de esta pandemia. Aquí y en otros países. Culpar al gobierno central de la elevada y todavía indescifrable mortalidad en las residencias de mayores es de un cinismo mayúsculo. La investigación que viene desarrollando infoLibre desvela que en las últimas décadas, y muy especialmente en comunidades autónomas gobernadas por el PP, se ha dado carrete a un modelo de negocio en el cuidado de ancianos basado en la extracción de recursos públicos para beneficio inmediato de fondos buitre, multimillonarios y hasta empresarios corruptos (ver aquí). Sin controles suficientes ni sanciones disuasorias. ¿Cómo tienen Casado, Abascal y Díaz Ayuso el cuajo de señalar al Gobierno central por la clamorosa negligencia en la gestión de residencias que es de su competencia exclusiva? Intentan achacar a Pablo Iglesias toda la responsabilidad por el decreto de estado de alarma que concentraba la potestad de actuar al Gobierno. ¡No nos tomen por imbéciles! Basta leer el propio decreto (ver aquí) para concluir que la competencia no se retiraba, sino que se aportaba toda la ayuda estatal sobre las necesidades que surgieran en cada territorio. Tienen el desparpajo de obviar que en treinta años de poder con mayoría absoluta en Madrid no han retirado la concesión a una sola residencia (ver aquí), y ahora achacan a unos recién llegados sin competencia sobre la materia toda la culpa de ¡miles de muertos!
Esta es la escalada en la que anda la derecha compitiendo con el salvajismo de la ultraderecha frente a la 'desescalada' que el Gobierno propone para superar la pandemia. Se trata de instalar que tenemos un Ejecutivo ineficaz, mentiroso y negligente, por lo que hace falta de inmediato convocar elecciones para sustituirlo por un gobierno eficaz, patriota y transparente. Nada más rentable que ir alimentando la idea a través de encuestas que digan que los ciudadanos opinan exactamente eso. Frente a las múltiples y lógicas dudas de la ciudadanía sobre los pasos que median entre la fase 0 y la 3 de la pandemia, entre las posibilidades de ir a la peluquería o abrir el bar o visitar a una madre, aquí hay unas cúpulas de determinados partidos políticos cuya prioridad es saltar todas las casillas hasta la fase de derrocar al gobierno que salió de las urnas.
La comparación citada al principio con los atentados del 11-M revela una distorsión política importante, más allá de todos los datos que contrastan la desinformación, exageración o directamente manipulación que se despliega en estos tiempos de coronavirus. El 14 de marzo de 2004 estaban convocadas elecciones generales desde hacía meses. Ahora no. En principio, el Gobierno de coalición actual cuenta con respaldo parlamentario suficiente para cumplir sus obligaciones democráticas en los próximos tres años. Si el PP o Vox u otros partidos con representación parlamentaria consideran que hay que forzar un cambio de gobierno en mitad de una crisis de salud pública, lo democrático, lo razonable y lo responsable es plantear una moción de censura o exigir una moción de confianza en el Parlamento (ver aquí).
Disculpen de nuevo el empleo de la primera persona del singular. Si en mitad de una batalla que se está llevando por delante a ancianos, a profesionales del sistema sanitario y a todo tipo de personas sin preguntarles su adscripción ideológica hay formaciones políticas como el PP y Vox cuya prioridad consiste en cargarse urgentemente al Gobierno decidido en sede parlamentaria, uno defiende alto y claro que confía en la suma del sentido común de la ciudadanía y en los rasgos de racionalidad y bonhomía que distinguen a la especie humana de otras que también conviene cuidar. No hay ni puede haber ganadores contra el covid-19. Todos somos perdedores. Ojalá logremos que lo entiendan holandeses, alemanes y otros protestantes embelesados con los réditos de invertir sus fondos de pensiones privadas en el consumo de unos países del sur empeñados en “gastar”. Sin nuestra demanda poco valdrá su oferta. Con la ruina y pobreza del sur, muy poco resistirá la "excelencia" del norte. Y ojalá, en lugar de andar comparando tanto los acuerdos que ahora necesitamos con los Pactos de la Moncloa de 1977, entendamos que lo que unió a comunistas y herederos del franquismo no fue la gravedad de la crisis económica sino el miedo a un golpe de estado. Hoy, el riesgo no consiste en sostener a un gobierno más o menos eficaz frente a la megacrisis sino en permitir que las decisiones democráticas sean sustituidas por intereses crematísticos o por populismos autoritaritarios que se apropian de la razón a costa de sustituir hechos contrastables por bulos como catedrales. Ese miedo debería unirnos tanto como unió en 1977 el temor a un regreso de la dictadura.
Una última reflexión. La comparación factual entre la gestión del gobierno español y la de otros gobiernos vecinos o lejanos no nos convierte en campeones ni nos deja en mal lugar. Todos, independientemente de su adscripción ideológica, intentaron tomar decisiones que protegieran la salud sin hundir la economía. Una balanza imposible ante un virus desconocido. Lo ocurrido hasta ahora, cuando la curva empieza a ceder, es más o menos comprensible o inaceptable según la experiencia personal y familiar de cada cual. Lo que difícilmente se le perdonará al Gobierno es que cometa errores clamorosos o vanidosos en el plan de desescalada. Más vale que comparta objetivos, criterios y decisiones con el resto de los actores políticos y administrativos. Muy especialmente con sus hasta ahora aliados parlamentarios (ver aquí) o con quien pueda sumarse (ver aquí). No tiene sentido presumir de mando estatal y centralizado cuando los datos que maneja y el cumplimiento de los criterios científicos dependen de los niveles autonómicos y municipales. Más vale buscar el consenso y pensarlo tres veces antes de actuar. Aquí no hay medallas que repartir. Se trataba de evitar el colapso del sistema sanitario. Se ha conseguido, gracias especialmente al sacrificio de los profesionales de ese mismo sistema, precarizado por ya sabemos quiénes. Ahora la prioridad es no dar un solo paso en falso, ni ceder a las prisas y precipitaciones irresponsables de nadie. Centrémonos en extraer las lecciones de los errores cometidos. Servirán para fortalecer la democracia, el sistema de bienestar y prevenir futuras (y seguras) oleadas del coronavirus o de otras pandemias. Que no nos despisten, ni con mentiras ni con encuestas ni con la tentación de ensimismamiento tan típica de quien ejerce el poder en un estado de alarma.