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El fenómeno no es nuevo, aunque asoma ahora machaconamente en el debate público, marcado por esa “guerra cultural” a la que ha decidido entregarse Pablo Casado para competir con el bloque progresista pero, sobre todo, para mantener la hegemonía en el espacio conservador ante la dura competencia de Vox. Me refiero a esa expresión despectiva con la que desde la derecha se despacha cualquier reforma propuesta desde el Gobierno de coalición, por contundente que sea la mayoría parlamentaria que la respalde: se trata de “ideología”, dicen, como si el sustento “ideológico” de una medida política fuera un delito, un crimen o un pecado mortal a ojos de su iglesia. Lo mismo da que hablemos de desahucios que de justicia, de impuestos o de educación. “La Ley Celaá es una imposición ideológica”, proclaman con la misma insistencia que Kiko Rivera pone en denunciar a su madre, Isabel Pantoja. Incluso agitan las calles al grito de “¡Libertad, libertad!” y organizan sin disimulo una rebelión de las autonomías donde gobiernan, ¡los mismos que defienden la recentralización del Estado!, dispuestos a desobedecer las decisiones de una mayoría absoluta del Congreso (ver aquí).
Ojalá de verdad la discusión política y mediática girara en torno a posiciones ideológicas. No partidistas ni sectarias ni nominalistas sino basadas en “un conjunto de ideas fundamentales...”, que es en lo que consiste una ideología según el diccionario (ver aquí). Y en la contraposición de distintas ideas desde el respeto mutuo es en lo que se basa a su vez la democracia, cuya arquitectura institucional debe encargarse de ir aplicando las que logran un apoyo mayoritario sin aplastar a las minorías.
Cabría aducir que a esa acusación permanente de “motivaciones ideológicas” en las medidas que propone el bloque progresista puede responderse simplemente con un “y tú más”, puesto que es obvio que las derechas actúan guiadas por una ideología que va del ordoliberalismo ultra al liberalismo soft pasando por ese neoliberalismo austericida que ha dominado la escena política y económica en occidente durante las últimas décadas. Reconozco que nunca he sido aficionado a aplicar el ventilador en el debate público: sólo conduce a esa brocha gorda e injusta del “todos son iguales” que desprestigia el valor de la política y la credibilidad de la democracia. Pero además, en el asunto que ahora nos ocupa, me parece que se evidencia más que en ningún otro la “trampa de la ideología”. Porque no se trata de eso: cuando algunos gritan contra la Ley Celaá, en realidad lo que defienden es su negocio o los negocios de sus amigos o de los sectores aliados que consideran nichos de votantes y donantes.
Si la cuestión esencial fuera ideológica, no haría falta manipular o distorsionar el texto de la nueva ley educativa. No necesitarían utilizar bulos para criticarla: no peligran el uso del castellano en Cataluña ni la existencia de colegios de educación especial ni el modelo de enseñanza concertada (ver aquí). Lo que sí pone en riesgo la bautizada Ley Celaá es el margen de negocio que hasta ahora tenían los grupos propietarios de colegios concertados, a los que se recortan algunos de los privilegios que han caracterizado el modelo desde su instauración (necesaria y positiva) en los años ochenta. Basta comprobar que la financiación pública de la educación concertada ha ido superando su récord año a año, de modo que desde que se tienen datos oficiales (1992) ha crecido un 300%, casi el doble de lo que aumentó el gasto en la red pública, que aún hoy sigue por debajo de los niveles de 2009 (ver aquí). Por algo el perfil de la propiedad de muchos de esos colegios, dominado tradicionalmente por organizaciones religiosas de la Iglesia católica desde el franquismo, ha ido cambiando, y no sólo incluye a inversores procedentes del sector de la hostelería, la construcción o la alimentación, sino también a fondos internacionales de inversión, siempre atentos a la ratio más suculenta y rápida en el beneficio que puede extraerse de la recepción de fondos públicos (ver aquí). Cuando se trata de dar prioridad al ánimo de lucro gracias a las subvenciones del Estado, los inversores particulares o colectivos, nacionales o globales, tan interesados están en el negocio de la educación como en el de las residencias de mayores (ver aquí).
Ver másLa concertada vuelve a subirse al coche por toda España para protestar contra la 'ley Celáa' por su "falta de espíritu democrático"
Ojalá el debate se sustanciara en las ideas y no se disfrazara como “batalla cultural” lo que en realidad tiene un objetivo primordialmente crematístico. Cuanto más se refuerce la educación pública, menos atractivo resultará ese negocio “concertado” que además recibe cuotas de las familias sin tener derecho a cobrarlas y aplica una segregación escolar que pretende justificar bajo el paraguas de la “libertad de elección”. Si se trata de la libertad de mercado, pregunten a las cooperativas y empresas propietarias de colegios netamente privados por lo que consideran una competencia “desleal y discriminatoria” desde los grupos religiosos y mercantiles que dominan la concertada.
Claro que es mejorable la Ley Celaá, en muchos aspectos, desde la necesidad de recuperar el peso de la Filosofía (ver aquí) a la urgencia de enseñar desde la infancia y la adolescencia a distinguir la desinformación del periodismo fiable como claves para fomentar un pensamiento crítico y una democracia sólida. Por supuesto que sería deseable que de una vez por todas se alcanzara en España un acuerdo político suficiente para una legislación educativa estable y duradera. Pero empieza a resultar cansina la manipulación del milagroso “consenso”, al parecer sólo exigible cuando la derecha está en la oposición. Hubo una ocasión, por cierto, en que estuvo escrito y pactado un proyecto de ley de educación con 155 puntos que tenían el respaldo de la comunidad educativa y del Partido Popular, bajo el ministerio de Ángel Gabilondo en 2010 (ver aquí). En el último momento, Mariano Rajoy y su equipo se apearon para no dar oxígeno a Zapatero. Cualquier gran pacto político transversal sólo es (o era) factible en la primera parte de una legislatura, no cuando cada cual es incapaz de mirar por encima de la pared de la siguiente cita electoral. Ahora ni siquiera es imaginable en el primer año de legislatura. Para ello la oposición tendría que aceptar la legitimidad de quien gobierna y de quienes sostienen su mayoría parlamentaria. Pura ideología (democrática).
P.D. Me han pillado la polémica en torno a la LOMLOE y las protestas motorizadas del último fin de semana hojeando dos ensayos recientes que aportan luces sobre la realidad y los mitos de los consensos y sobre los lazos que unen y condicionan la historia política y los negocios privados. Por un lado, Los ricos de Franco. Grandes magnates de la dictadura, altos financieros de la democracia, de Mariano Sánchez Soler (Rocaeditorial). Y por otro, La nueva clase dominante. Gestores, inversores y tecnólogos. Una historia del poder desde Colón y el Consejo de Indias hasta BlackRock y Amazon, de Rubén Juste (Editado por Arpa). Los subtítulos lo dicen (casi) todo.
El fenómeno no es nuevo, aunque asoma ahora machaconamente en el debate público, marcado por esa “guerra cultural” a la que ha decidido entregarse Pablo Casado para competir con el bloque progresista pero, sobre todo, para mantener la hegemonía en el espacio conservador ante la dura competencia de Vox. Me refiero a esa expresión despectiva con la que desde la derecha se despacha cualquier reforma propuesta desde el Gobierno de coalición, por contundente que sea la mayoría parlamentaria que la respalde: se trata de “ideología”, dicen, como si el sustento “ideológico” de una medida política fuera un delito, un crimen o un pecado mortal a ojos de su iglesia. Lo mismo da que hablemos de desahucios que de justicia, de impuestos o de educación. “La Ley Celaá es una imposición ideológica”, proclaman con la misma insistencia que Kiko Rivera pone en denunciar a su madre, Isabel Pantoja. Incluso agitan las calles al grito de “¡Libertad, libertad!” y organizan sin disimulo una rebelión de las autonomías donde gobiernan, ¡los mismos que defienden la recentralización del Estado!, dispuestos a desobedecer las decisiones de una mayoría absoluta del Congreso (ver aquí).
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