Cuando William se casó con Kate (creo que se llaman así: me refiero a esos príncipes ingleses que hacen cola para subir al trono y poder vivir entre gintonics y corgis), el diario británico The Guardian subió dos versiones de su web: una con información sobre la omnipresente 'Royal Wedding' y otra sin. Bastaba un clic para creer en un mundo sin boda en el que todavía eran noticia las guerras, los dolores, los libros y el fútbol.
Ayer, después de estos largos meses en los que todos los medios sólo hablan del estado y del Estado, de Cataluña y Catalunya, de Mas y de menos, de la columna de uno contra la opinión de otro, encontré un oasis parecido: una cafetería madrileña en la que se proclamaba en la entrada: “Esto es una república sin bandera”.
Además, tenían los tres pertrechos imprescindibles para un largo exilio: wifi, leche de soja y pan sin gluten. Así que entré y me quedé allí a vivir.
(Para curiosos y provocadores que exigen que nos mojemos todos: yo estoy por el derecho a decidir, en lo de Catalunya y en todo lo demás).
La cosa es que en esta cafetería republicana en la que he decidido encerrarme cada día se habla de Siria, de la ley de dependencia, de los cien días de Manuela, de que Carmen Balcells no cerró su sucesión, de que el toro de la Vega silenció en twitter a los niños muertos porque las noticias son estrellas fugaces y los humanos, así, nunca llegarán a ser galácticos.
“Se habla” es impersonal, pero estas conversaciones tienen sujetos activos: hablan los camareros. Hablan y (te) sonríen. Y siguen hablando.
Los clientes hablan pero no dicen lo mismo. Porque, como hay wifi, hay vida. Hay risas histéricas, carcajadas necesarias, lágrimas desesperadas y, de fondo, mucho silencio y una mesa llena de soledad (una mujer llora frente a su pantalla. El Mac no da la felicidad).
Una mesa más allá, se ríen y se interrumpen nerviosas una mujer guapísima y su entrenadora personal. Deduzco que han montado un negocio juntas y se están haciendo una página de Facebook. Una da órdenes y la otra finge protestar. Trabajan en un Mac (por alguna razón, en esta cafetería sólo se ven productos de Apple. Quizá son/somos muy pijos. Quizá Apple no tenga gluten).
Pero la mesa que me gusta no es ésa, sino la de la ventana. Allí, a primera hora, después de dejar a las niñas en el colegio, una (ex) pareja de padres separados ha quedado a tomar un café. Charlan de sus hijas, que están bien, que fíjate lo que me ha dicho la pequeña, pero tenemos que conseguir que la otra haga los deberes, que es una maestra del escaqueo.
– Ha salido a su madre.
– Y a su padre.
Y se ríen. Comparten la custodia de verdad, con ganas y con confianza. Y sonríen, y se cuentan un poco de sus vidas, y se enseñan fotos del móvil y se vuelven a sonreír. Y, luego se despiden dándose un beso en la mejilla, cada uno a sus quehaceres y a sus vidas separadas.
Media hora después, la mesa bendita la ha ocupado un ejecutivo maldiciente: estresado y con ganas de contagiarnos su desesperanza. Grita a su móvil pero también a todos los que estamos cerca. Que no le ha llegado el puto documento, que eso no puede pasar, que está pasando y que, te lo repito, no-puede-pasaaaarrr. Está tomando un café pero, la verdad, no debería. La cafeína altera a los alterados y en esta cafetería sin gluten tampoco tienen Lexatin.
El tipo ha debido notar que no se puede hacer la guerra en un sitio de paz, porque se ha llevado su café, su móvil y sus gritos a la calle. Y la mesa mágica ha quedado vacía hasta mediodía, que es cuando suceden los milagros los días laborables.
A mediodía nadie (menos yo, que me escondo de las certezas y las banderas ajenas) tiene una excusa sensata para perder el tiempo en una cafetería. Salvo… Salvo la gente de horario flexible y ganas. Ganas de amor y de sexo. En mi mesa favorita, la que está pegada a la ventana, se ha sentado una pareja incómoda.
Su incomodidad era tan evidente que yo he dado a la pausa (estaba escribiendo, y abstrayéndome, y no pensando en nada, y mandando whatsapps, y procrastinando, que se me da muy bien procrastinar) y he levantado la mirada: “¡Malditos! Están ligando".
Así que me he puesto unos auriculares mudos, he fingido escribir y… Atiendo.
El hombre despliega todas y cada una de sus plumas de pavo real: idiomas, carreras, cociente intelectual, número de hijos, relación con su exmujer. La mujer escucha, pasiva, con una minifalda espectacular, sin sonreír.
¿De dónde sale esta pareja? ¿De Tinder? ¿De meetic? ¿De una convención de empresa? Me tienen tan fascinada que empiezo a escribir de verdad y le voy radiando el encuentro a mi amigo Manu. Y en ese momento empiezan a bajar la voz.
– Perdona que te interrumpa –dice él–, pero es que tengo que decirte que tienes una cara con una personalidad impresionante.
Y siguen. Los dos están separados, los dos tienen hijos, y, en esta primera cita diurna, hacen todo un tratado sobre la separación y los primeros pasos “en el mercado”. Sí, usan esa expresión horrible, de pescadería; ese tópico tan bobo como todos los tópicos, y se refieren a algo más profundo: los titubeos para despegarse del dolor y del desamor, para salir de casa y querer sin querer, para desear a otra persona y no dejar que les haga daño.
– Lo que pasa ahora en mi vida es que no pasa nada. No pasa nada malo. No pasa nada bueno.
La mujer escucha y no hace falta ser experto en lenguaje corporal para ver que el hombre está inclinado (y entregado) hacia ella, y que ella no está en el mismo sitio. Ella se sienta recta, rigurosa, discreta.
Manu me grita por mail que no me mueva de aquí hasta que sepamos cómo acaba.
– Es imposible, Manu. Esto no va a acabar. Ella no quiere empezar.
Manu se solidariza con el hombre entregado y yo espero, espero aunque se acerca la hora de la comida y he quedado. Espero escribiendo esto que no es lo que tendría que estar escribiendo.
Espero sin mucha esperanza.
Ella ha estado casada doce años y se ha separado hace siete. Y en cuanto lo dice se echa por completo hacia atrás. Ya no está recta sino directamente retirada.
Él ha estado casado nueve años, que son once porque se separó hace dos y no se ha divorciado. “Técnicamente son once”, insiste. Y se pone nervioso porque ella, en respuesta a la única pregunta que él no ha formulado, confiesa que se casó al mes de conocer a su marido y resulta obvio, entonces, que con su ex ella no se echaba para atrás sino tremendamente hacia delante.
Tienen la misma edad estos dos. Y el hombre sigue sumando para que las matemáticas le permitan entender lo que la piel no le cuenta. Calcula las fechas, los datos, las edades. Y la suma sale, como salen todas las sumas, con precisión científica: ella quiso a su ex mucho más de lo que va a querer a nadie.
Así que el hombre deja ya de hablar y escucha para aprender.
Joder, esto está siendo muy triste.
A un hombre, en esta cafetería, le acaban de romper el corazón. Se lo han roto –y eso es todavía más triste– sin verdadera intención, con desgana y algo de pereza. Se lo han roto por preguntar y por inclinarse hacia delante.
Este hombre que escucha a una mujer cuyo rostro tiene una personalidad impresionante ya no cree en sí mismo. Se le encogen los hombros, cambia de tema para averiguar datos laborales, ya sin convicción, y la mujer habla, y habla, y habla. Habla bajito, despacio, sin invadir.
Hablan de política, de Fidel Castro y de Hugo Chávez, y Manu se aburre porque esta pareja no va a subir de la mano a una habitación luminosa del hotel de al lado para echar un polvo torpe o espectacular, las dos únicas opciones para un primer polvo.
Aún así, Manu me pide que espere a ver si resolvemos la única duda que nos queda: ¿es éste el padre separado del colegio? ¿Ese padre del que hemos oído hablar en el único colegio sin padres separados?
Yo creo que sí.
Manu cree que no.
No quiere compartir colegio con un tío tan desesperanzado.
Y, de repente, la cosa se anima y Manu y el padre se erizan: ella trabajó en Asia como modelo.
Manu recupera la ilusión por razones estéticas y prosaicas; yo por las espirituales: ninguno de los dos ha sacado el móvil en media hora, y el padre entregado puede ser que sólo tenga frío (el otoño llega a Madrid pero las cafeterías de espíritu germánico no quitan el aire acondicionado hasta que lo diga el calendario) y por eso se abraza y se recoge hacia delante.
Además, ella ya sonríe. Esta mujer se siente deseada, escuchada, querida.
Esta mujer se ha venido arriba.
Hasta que él, ay, pobre, cambia de tema y pregunta por la profesión que ella ejerce ahora. Algo ejecutivo, comercial, convencional, confiesa ella; y él se aparta del aire acondicionado, y ella no se mueve, no le acompaña, y ya no sonríe.
Manu me pide que me acerque, que levante al hombre, que le lleve a un rincón y le cuente lo que he observado: que ella sonríe cuando hablan de su juventud y de su etapa de modelo; que le aconseje que la mantenga allí, feliz, que no le hable de su presente. Y entonces ella tiene frío, y se bajan a la planta sin aire acondicionado, y desaparecen de mi vida.
Manu y yo apostamos.
Él vota polvo. Yo digo que no, que el resultado sigue siendo un corazón roto.
Sigo en la cafetería, escribo, dejo de procrastinar, y entra otro ejecutivo porque ya es la hora de comer. Tiene acento catalán y se ríe al teléfono: “Bajo yo a Madrid, claro, porque a vosotros no os van a dejar pasar la frontera”. Se ríe pero no estoy segura de que le haga gracia.
Tampoco pregunto.
Se ha acabado el oasis.
Recojo y bajo al cuarto de baño.
En la planta inferior, acaba el capítulo romántico.
He ganado la apuesta y he perdido la esperanza: el hombre está llorando y la mujer no acierta a consolarle, pero le ha dejado un pañuelo de papel y se despide con nostalgia.
Es difícil estar a la altura de un hombre que te quiere tanto sin conocerte de nada. Ella tuvo la tentación de ser sujeto pasivo de una gran historia de amor y, al final, como es lista, decidió protegerse de la invención de otro.
Nos vamos las dos juntas y a mí Manu me regaña.
Ver másSiempre nos quedará Macondo
– El amor no es siempre invención. No puedes ser tan escéptica.
– No, siempre no. Pero la invención mata el amor.
Al salir de la cafetería, un golpe de viento me devuelve a las encuestas: mayoría casi absoluta. Mayoría absoluta. Da igual: parece evidente que el desamor de Catalunya no es una invención.
Cuando William se casó con Kate (creo que se llaman así: me refiero a esos príncipes ingleses que hacen cola para subir al trono y poder vivir entre gintonics y corgis), el diario británico The Guardian subió dos versiones de su web: una con información sobre la omnipresente 'Royal Wedding' y otra sin. Bastaba un clic para creer en un mundo sin boda en el que todavía eran noticia las guerras, los dolores, los libros y el fútbol.