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Los cansados

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¿Tiene que ver un cuarto desordenado con el futuro del mundo?

Precisemos la situación con una escena doméstica fácil de imaginar. Un padre llega a casa, saluda, nadie contesta. Algunas voces se mezclan en el pasillo, pero son voces de televisor. En el salón deshabitado, detrás de las latas de Coca-Cola, del plato sucio, de los cojines por el suelo, el televisor está encendido, como las lámparas del techo y de la rinconera. Conversa en la distancia con las voces de otro televisor que hay en la cocina. Una fuente de ensaladilla evidencia las huellas del calor y del tiempo sobre la encimera. El frigorífico trabaja a medio metro. Hubiera bastado dar un paso y devolver la fuente al frigorífico para salvar la ensaladilla.

El hijo debe estar encerrado en su cuarto. Son las diez de la noche de un sábado y no es previsible que salga a la calle hasta las doce o la una. El intento de despertarlo temprano e ir con él a dar un paseo por la ciudad será un nuevo fracaso en la mañana del domingo. No desayunará con la familia, no comerá, no aparecerá hasta la tarde. Encenderá el televisor de la cocina, buscará algo en el frigorífico, pasará al salón, mandará a su tribu mensajes por el móvil, encenderá el otro televisor, desayunará una Coca-Cola y un trozo de pizza recalentado en el microondas, dejará las latas y el plato sucio sobre la mesa y desaparecerá luego hacia su cuarto. Para regresar a la cama deberá saltar sobre un infierno de ropa sucia y objetos acumulados en el suelo por la desidia. Es un rebelde sin causa, pero con criada.

Puede ser una escena más de Los cansados (Alfaguara, 2014), el libro de Michele Serra que ha supuesto un acontecimiento en Italia. Novela la historia de las relaciones de un padre progresista y un adolescente que no hace vida familiar, no se responsabiliza de nada y actúa bajo los horarios y los códigos de una tribu generacional que no tiene nada en común con sus mayores.

¿Y un cuarto desordenado? ¿Tiene que ver con el futuro del mundo? La ironía inteligente de Michele Serra nos hace sospechar a veces que sí. Aunque se siente culpable de no haber desempeñado bien su papel, al padre le sobran motivos para la santa indignación. ¿Le ha faltado autoridad? Quizá sí, quizá su desconfianza en el poder es una herencia excesiva de su historia y su izquierdismo. Tal vez no ha salido bien eso de ser un padre-madre o una madre-padre. Quizás ha fallado a la hora de poner límites. Pero no es un caso aislado, un simple fracaso personal. Otros padres-madres han debido fallar también porque las conversaciones desesperadas en el instituto son una experiencia muy repartida. Y son muchos los adolescentes que forman colas estúpidas durante tres horas estúpidas para comprar una sudadera estúpida.

El espectáculo de una juventud rebelde, pero con gustos caros, puede representar la masificación final del narcisismo. El padre, por ejemplo, no asume bien la conversación con un personaje que se le presenta como el tatuador de su hijo. Hace esfuerzos para no ponerse rígido. Al padre le revientan los tatuajes, le parecen una temeridad sobre los cuerpos, una agresión, ese tipo de decisiones que se toman como si no existiese la responsabilidad ante el paso de los años, la vejez, la piel descolgada. Pero es que no sabe que los tatuajes son una nueva forma de arte. ¿Arte? Al padre le revienta una decisión que implica privatizar el arte, llevárselo al propio cuerpo, como si no hubiera nada que compartir con los demás y la vida fuese un yo enorme tirado en un sofá.

Siempre ha habido enfrentamientos generacionales, los padres y los hijos han discutido... pero sobre un mismo campo de batalla. Este padre superado, desorientado, siente que el hijo más que discutir con él ha cambiado de campo de batalla. Recuerda su ilusión por acompañar a sus mayores a la montaña, por conocer la naturaleza, mirar las tormentas, madrugar para ir a la vendimia. Recuerda la curiosidad de los viajes, el respeto a su padre, las conversaciones en la mesa o en las noches de verano. El hijo ya no siente más que hastío. No se trata sólo de una discusión, sino de una quiebra en la historia.

Como viene de donde viene y también desconfía del pesimismo, en la historia contada por el padre aparece al final el optimismo de la voluntad. La historia en progreso exige un reconocimiento de la juventud. Pero no sabemos qué pasaría si la historia fuese contada por el hijo. ¿Qué significado tendría este nuevo hastío?

Tal vez la quiebra nos arranque de la tranquilidad optimista de la historia y la naturaleza. Tal vez nos enfrente a un abismo más. La falta de respeto, la falta de horarios compartidos, nos sitúan ante una versión precaria de la convivencia.

Supongo que muchos padres españoles se reirán con el libro de Michele Serra. Mejor mirar hacia Italia. Mejor reírse que llorar.

¿Tiene que ver un cuarto desordenado con el futuro del mundo?

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