¿Final de partida para los Hermanos Musulmanes?

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Egipto vuelve a ser estos días el corazón palpitante de los pueblos árabes. En realidad, nunca ha dejado de serlo. Egipto es el país más poblado de ese mundo, la bisagra geográfica entre el norte de África y Oriente Próximo y el de mayor influencia política e intelectual. Por eso, a comienzos de 2011, cuando, una vez derrocado el tunecino Ben Alí, las masivas manifestaciones juveniles llegaron al valle del Nilo, comenzó a hablarse de una Primavera Árabe, de un fenómeno transnacional.

En el último año y pico han abundado en Occidente los analistas de salón que han dado por muerta la Primavera Árabe. Suele ser gente que jamás ha vivido en esos países y que, a lo sumo, hicieron una vez en su vida un viaje a Israel pagado por el Gobierno de la estrella de David. El argumento supremo de estos listillos era la victoria de partidos islamistas llamados "moderados" en las primeras elecciones democráticas de Marruecos, Túnez y Egipto. Ya ven, los árabes no tienen remedio, jamás podrán dotarse de sistemas basados en la democracia y los derechos humanos, les va la marcha religiosa masiva, venían a decir explícita o implícitamente.

Pues bien, varios millones de egipcios están saliendo estos días a las calles de El Cairo y otras ciudades egipcias para exigir la dimisión del presidente Mohamed Morsi, elegido hace un año bajo la bandera de los Hermanos Musulmanes. Llaman a su movimiento Tamarod, “rebelión” en árabe.

La Primavera Árabe no puede estar más viva. Es un fenómeno revolucionario y, como todos los verdaderos, durará años, conocerá avances y retrocesos y, desde luego, no tiene garantizado un final feliz. Pero las ideas de libertad y dignidad se han encarnado en millones de habitantes del norte de África y Oriente Próximo –sobre todo en las juventudes urbanas de clase media conectadas tecnológicamente a la globalidad–, y eso no tiene marcha atrás.

La Plaza Tahrir de El Cairo vuelve a ser el epicentro de las protestas. MOHAMMED SABER

Los egipcios que ahora se manifiestan reconstruyen esa coalición espontánea de individuos y grupos laicos, democráticos, de izquierdas, cristianos coptos y feministas que desencadenó la revolución de la plaza de Tahrir de febrero de 2011. Reivindican una vuelta a su espíritu y recuerdan que los Hermanos Musulmanes, los actuales gobernantes, no estuvieron en el comienzo de las protestas que terminarían derrocando a Mubarak y se limitaron a apuntarse a ellas cuando vieron que tenían visos de triunfar.

Pero, sí, los Hermanos Musulmanes ganaron las primeras presidenciales mínimamente democráticas en el valle del Nilo. ¿Por qué? Pues porque eran la fuerza política e ideológica mejor organizada de la oposición a Mubarak, tenían un aura de martirio por la represión brutal a la que les había sometido ese Rais, disponían de una eficaz red de servicios sociales para los egipcios pobres –la gran mayoría– y disfrutaban de una reputación de gente eficaz y honrada.

Aún así, a buena parte del público occidental se le ha escapado el hecho de que la victoria electoral de los Hermanos Musulmanes no fue tan tremebunda como parece. En la primera vuelta de las presidenciales, Morsi, el candidato oficial de la cofradía, solo obtuvo el 24% de los sufragios emitidos (el 11% de los potenciales). Si ganó la segunda fue con una gran abstención y porque enfrente tenía a un candidato procedente del régimen de Mubarak.

Las divisiones de los que en Egipto son llamados “liberales”, usando la fórmula norteamericana para los “progresistas”, fueron tan claves en la victoria de los Hermanos Musulmanes como la propia fuerza de esta cofradía, la abuela de todos los movimientos políticos islamistas contemporáneos del norte de África y Oriente Próximo.

Morsi también tiene sus partidarios. MOHAMMED SABER

En su primer año como Rais, Morsi se ha comportado como un autócrata. Sus promesas de gobernar para todos los egipcios –islamistas políticos, piadosos musulmanes que no confunden religión y política, cristianos coptos o, pura y simplemente, laicos, agnósticos o ateos- se han revelado tan falsas como el beso de Judas. Morsi se ha lanzado a un programa de reislamización forzosa de Egipto que repugna a millones de sus compatriotas. Además, no ha aportado el menor alivio económico a Egipto y a la gran mayoría de los egipcios. Su fracaso es ostentoso.

¿Concede una victoria electoral algún tipo de patente de corso? ¿Impide esa victoria a la ciudadanía pedir la dimisión del gobernante y exigir nuevas elecciones? No, en absoluto. Ni en Egipto, ni en Turquía, ni en Rusia, ni en Venezuela, ni en Italia, ni en España. Mal que les pese a Morsi o al primer ministro turco Erdogan –puesto durante los últimos años como ejemplo de un razonable islamista moderado–, la democracia es mucho más que la cita con las urnas. Es también libertad de expresión, respeto a las minorías y separación de poderes, entre otras cosas.

Morsi también está teniendo estos días manifestaciones callejeras favorables, faltaría más. Nadie les niega a los Hermanos Musulmanes egipcios una amplia base popular. Pero a tenor de todas las informaciones independientes, los manifestantes a favor del actual presidente son muchos menos que los opositores. El asalto masivo a la sede cairota de los Hermanos Musulmanes confirma que la correlación de fuerzas en las calles egipcias ya no les es tan favorable.

Los Hermanos Musulmanes han tenido una oportunidad de gobernar democráticamente en Egipto. La ganaron en las urnas. Pero en apenas un año han dilapidado ese capital, se han comportado como los nuevos faraones, intentando imponer sus excluyentes ideas a una población muy plural y compleja. Su fracaso debería lanzar un mensaje muy claro a los islamistas moderados de países como Túnez o Marruecos. Los pueblos árabes pueden concederles mayorías electorales puntuales, pero no están dispuestos a darles un cheque en blanco. Probablemente sus ideas sólo pueden asentarse duraderamente en países como Arabia Saudí, Irán y compañía, con grandes recursos petroleros, donde el dinero público puede compensar para no poca gente la carencia de libertades individuales y colectivas y las imposiciones religiosas.

Solo faltaba que en el escenario del drama egipcio volviera a irrumpir el Ejército, y acaba de hacerlo. Para darle un ultimátum a Morsi: debe escuchar la voz de los millones que se desgañitan estos días pidiéndole la dimisión o un nuevo rumbo, un rumbo menos sectario e incompetente.

No es que los militares egipcios sean unos demócratas irreprochables, lejos de ello. Son el Ejército de Nasser, Sadat y Mubarak, los amos durante décadas del Egipto contemporáneo, y no sólo en lo político, sino también en los negocios. Pero en su día el Ejército, a la vista de cómo estaba la plaza de Tahrir y escuchando a Obama, derrocó y encarceló a Mubarak y abrió un turbulento proceso de transición a la democracia. Poco amiga de los Hermanos Musulmanes, la cúpula del Ejército ha aguantado con relativa paciencia el primer año presidencial de Morsi. Ahora, como en los primeros meses de 2011, conecta con los manifestantes callejeros para exigir una vuelta a los principios de la revolución de Tahrir. Es una maniobra interesada, demagógica y discutible, sin duda. Pero Morsi haría mal en no hacerle caso.

Egipto vuelve a ser estos días el corazón palpitante de los pueblos árabes. En realidad, nunca ha dejado de serlo. Egipto es el país más poblado de ese mundo, la bisagra geográfica entre el norte de África y Oriente Próximo y el de mayor influencia política e intelectual. Por eso, a comienzos de 2011, cuando, una vez derrocado el tunecino Ben Alí, las masivas manifestaciones juveniles llegaron al valle del Nilo, comenzó a hablarse de una Primavera Árabe, de un fenómeno transnacional.

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