¿Peligra la libertad de los mayores?

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Quiero suponer que nadie en el Gobierno de Pedro Sánchez, o en su comité de expertos, está pensando en prolongar el confinamiento obligatorio de los españoles de la tercera edad más allá que el del resto de la ciudadanía. Por mucho que esa medida se adoptara para intentar proteger del coronavirus a ese colectivo particularmente vulnerable, no dejaría de ser una discriminación ética y tal vez legalmente denunciable, una forma de secuestro específico de personas con libre albedrío y capacidad de adoptar decisiones racionales. Ni tan siquiera el coronavirus puede convertir a los mayores de 60, 65 o 70 años en menores de edad tutelados por el Estado.

Y sin embargo, algo deben de estar rumiando en las alturas porque ayer mismo la Unión Democrática de Pensionistas y Jubilados de España (UDP) y la Confederación Española de Organizaciones de Mayores (CEOMA) difundieron un comunicado en el que se oponían a cualquier pretensión de alargar el encierro domiciliario de sus representados más que el del resto de la población. “Bajo la excusa de ser protegidas, las personas de edades avanzadas corremos el peligro de ver cómo se ve postergada en relación a otros colectivos la recuperación de nuestro derecho a la libertad de movimientos”, decía el comunicado.

Algo debe de haber, sí. También ayer, Sabela Rodríguez daba cuenta en infoLibre de la llegada a España del debate existente en varios países europeos sobre la posibilidad de prolongar forzosamente la cuarentena de los mayores de 60, 65 o 70 años. En Francia, país admirablemente celoso de las libertades y los derechos de sus ciudadanos, el desagrado provocado por semejante idea ha obligado a Macron -inicialmente partidario de la medida- a rectificar y declarar que él no desea “la discriminación de las personas mayores o frágiles”, y añadir que apelará en su momento a “la responsabilidad individual”. Más rotunda desde el primer momento, Angela Merkel considera “éticamente injustificable” una segregación de ese tipo.

Los mayores de 60 años no necesitamos que se nos recuerde un día sí y otro también que el coronavirus golpea con particular saña a nuestras generaciones. Lo sabemos, gracias. Pero no podemos aceptar que, precisamente cuando peinamos canas, se pretenda tutelarnos como a niños. Nos hemos ganado el derecho a que los poderes públicos asuman nuestro sentido de la responsabilidad individual, por usar la fórmula de Macron. Bajo ningún motivo, por bienintencionado que sea, podemos admitir que se recorte específicamente a nuestro colectivo una libertad tan básica.

Como la mayoría aún tenemos buena memoria, recordamos que, en los tiempos de la explosión del sida, a nadie se le ocurrió imponerles limitaciones particulares al colectivo gay por el hecho de que fuera uno de los de mayor riesgo. La información y la recomendación por parte de las autoridades se consideraron entonces suficientes. El mismo principio, adaptado a las circunstancias de la actual pandemia, que ya sabemos que son distintas, debería ser el adoptado ahora.

Si quiere proteger a los mayores, lo que el Gobierno debería hacer es trabajar en un plan de mejora urgente de la sanidad pública española. Esta crisis ha evidenciado sus gravísimas carencias, que en absoluto son achacables a un Ejecutivo que apenas lleva tres meses en el poder y tiene escasas competencias en esa materia. El coronavirus ha revelado trágicamente que, en contra de lo que se proclamaba con cierta jactancia, la sanidad pública española no es la mejor del mundo. Sus profesionales están bien preparados y son laboriosos y abnegados, pero sus medios materiales son escasos, anticuados y hasta cochambrosos. Es fruto de los feroces recortes efectuados por el PP durante muchos años, unos recortes sobre unos gastos de partida que tampoco es que estuvieran al nivel escandinavo.

Si el Gobierno quiere proteger a los mayores, también debería estar preparando una reglamentación muy puntillosa sobre las residencias de ancianos, especialmente sobre esas privadas concebidas como negocio por fondos buitre y en las que han muerto miles de personas en pocas semanas. Una normativa que se impusiera de modo rotundo a las de comunidades autónomas que han demostrado negligencia flagrante en la materia, como las de Madrid y Cataluña.

Entretanto soy de los que están en contra de cualquier interpretación fundamentalista de esta cuarentena, la hagan los políticos, las autoridades sanitarias, los policías o los delatores de los balcones. Creo que el Gobierno tendría que permitir lo antes posible la salida a la calle de la gente para pasear o correr por un tiempo limitado. Tendría que hacerlo por razones, precisamente, de salud física y mental de la población confinada. Y por supuesto, de modo individual y con guantes, mascarilla y distancia social de al menos un par de metros, algo a lo que ya nos hemos acostumbrado en otras actividades como la compra de alimentos o fármacos.

Sugerir que abusaríamos de esa posibilidad me parece un insufrible insulto a una ciudadanía que, en su inmensa mayoría, está demostrando una gran disciplina y responsabilidad en esta durísima cuarentena. Y, francamente, no entiendo por qué el paseo o la carrera individuales contribuirían a la expansión del virus.

En el caso de los mayores, permítanme sugerir que este ejercicio diario es tan o más necesario que lo es para los niños el salir un rato a la calle. Muchos de nosotros padecemos achaques (colesterol, tensión, artrosis, corazón, pulmones…) para los que nuestros médicos nos han recomendado una o dos horas de paseo diario. Llevamos más de cinco semanas sin hacerlo, lo que me temo que pueda traducirse en un agravamiento serio de bastantes patologías. Les confieso que no entiendo las reticencias a permitir que los mayores demos paseos en solitario y bien protegidos; más peligroso puede resultarnos entrar en un supermercado.

Por cierto, ¿tengo que recordar que el ejercicio de este derecho a caminar durante la cuarentena no sería obligatorio, como no es obligatorio el ejercicio del derecho a ir a misa? Si hay mayores o no tan mayores que tienen miedo a salir a la calle por razones objetivas o subjetivas, nadie les obligaría a hacerlo.

El alargamiento del confinamiento estricto hasta que la pandemia se haya extinguido o esté muy controlada no es una opción razonable. Niños, jóvenes, maduros y viejos vamos a tener que vivir con el coronavirus muchos meses y cuanto antes empecemos a ensayar esta convivencia mejor. Sánchez y sus expertos deben empezar a ofrecer fechas y medidas concretas de lo que llaman desescalada.

Quiero suponer que nadie en el Gobierno de Pedro Sánchez, o en su comité de expertos, está pensando en prolongar el confinamiento obligatorio de los españoles de la tercera edad más allá que el del resto de la ciudadanía. Por mucho que esa medida se adoptara para intentar proteger del coronavirus a ese colectivo particularmente vulnerable, no dejaría de ser una discriminación ética y tal vez legalmente denunciable, una forma de secuestro específico de personas con libre albedrío y capacidad de adoptar decisiones racionales. Ni tan siquiera el coronavirus puede convertir a los mayores de 60, 65 o 70 años en menores de edad tutelados por el Estado.

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