No soy corporativista en mi visión del periodismo. Creo que hay periodistas excelentes, buenos, solventes, mediocres, malos y desastrosos, y también creo que los hay honestos y deshonestos. No se me escapa, por supuesto, que los medios privados de comunicación tienen dueños que vehiculan a través de ellos sus ideologías y sus intereses. Y me parece que tanto los periodistas como los medios pueden y deben ser criticados como cualquier otro actor con influencia en la escena pública.
Ejerzo el periodismo desde hace más de cuarenta años, pero eso no me lleva a rasgarme las vestiduras cuando alguien denuncia una actitud ponzoñosa de un compañero o un medio. La libertad de expresión no es propiedad de un gremio, es de toda la ciudadanía. Ni tan siquiera la libertad de prensa es monopolio de los periodistas, nosotros tan solo hacemos de ella un modo útil y honrado de ganarse el pan.
Me pongo combativo, sin embargo, cuando se detiene, se secuestra, se asesina o se despide a un periodista que intentaba cumplir su principal misión social: sacar a la luz informaciones relevantes que algún poderoso quiere mantener ocultas bajo las alfombras. O cuando una empresa, un banco, un juez, un gobierno o incluso el propio medio para el que trabaja el compañero censuran la publicación de ese tipo de informaciones. Lo considero tanto una agresión a mi oficio como al conjunto de la ciudadanía, a la que se pretende mantener en la ignorancia para que no forje sus opiniones con pleno conocimiento de causa.
En España se hizo buen periodismo en la segunda mitad de los años 1970 y a lo largo de los años 1980, pero en la última década del siglo XX comenzó a joderse el Perú. Aquí y en todas partes. Los medios independientes de pequeño tamaño fueron dando paso a grandes grupos empresariales que buscaban la maximización del beneficio económico y el asiento en el almuerzo de los dueños del universo. Se impuso la comercialidad, lo que implicó priorizar las noticias y enfoques sensacionalistas y los asuntos que no molestaran a una mayoría. La cosa, pueden ustedes imaginárselo, nos vino de Estados Unidos como tantas otras cosas buenas o malas.
A su manera, siempre sabrosa, de esto habla ese gran escritor periodístico que es Martín Caparrós en el artículo publicado en España por CTXT en el que explica por qué ha dejado de colaborar en The New York Times. Escribe el colega argentino: “Cada vez me apena más la influencia que alcanzó en nuestros países ese periodismo atildado, pasteurizado, tan seguro, tan satisfecho de sí mismo, tan bien afeitado que podríamos llamarlo Periodismo Gillette. Es ese periodismo que llega con ínfulas de superioridad moral porque les preguntan las cosas a dos o tres personas y balancean lo que dicen las unas y las otras y usan mucho la palabra fuente y, en general, escriben como si se aburrieran. Disculpe, señora Rosenberg, ¿usted qué opina del señor Hitler? Perdone, señor Hitler, ¿usted qué piensa de la señora Rosenberg?”
Pues sí, a las nuevas generaciones de periodistas se les inculcó la idea de que si alguien dice que llueve y otro dice que no, su tarea consiste en ser altavoz de las dos versiones, y no en abrir la ventana, sacar la mano y comprobar si llueve. A eso, que practica ahora TVE, como ha puesto de relieve Jaime Olmo, se le llamó equidistancia, una cobardía y una pereza que siempre favorece a los embusteros frente a los veraces, a los verdugos frente a las víctimas, a Hitler frente a la señora Rosenberg.
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En cuanto a los periodistas que, como el maestro Albert Camus, rechazamos la equidistancia e intentamos comprometernos con la verdad de las víctimas somos condenados urbi et orbi como activistas, rojos, gente sospechosa, individuos con ideología. Como escribe Martín Caparrós, los medios hegemónicos y sus periodistas “postulan que lo que ellos despliegan no es ideología: defender la economía de mercado, la propiedad privada y la delegación del poder no lo es; eso es pelear por la verdad, la libertad, la democracia, todo eso que no se puede cuestionar.”
El Periodismo Gillette, señala también Martín Caparrós, solo se permite un atrevimiento: zurrarles a los políticos, especialmente a los corruptos, algo que no exige la valentía de zurrarles a los auténticos dueños del universo. Y es que, en contra de lo que cree mucha gente, no son los políticos los amos del cotarro mediático. Ni en Estados Unidos ni en España. Lo recordó Luis García Montero el pasado domingo: “Los medios tradicionales tienen muy difícil mantener la independencia, porque pertenecen a grandes grupos de inversión o a bancos (...) Para ser claro: no se trata de que los políticos intenten influir en el periodismo. Es que la mayor parte del periodismo está sometido a unas grandes fortunas que lo utilizan para mediatizar a su favor las decisiones políticas (…) No son los políticos los que mandan en el periodismo.”
El periodismo no es lo mismo que los grandes medios y sus empresas propietarias. El periodismo sigue muy vivo en el siglo XXI. Martín Caparrós también lo subraya en su artículo: los grandes medios confunden su crisis con la del periodismo. “Nada más falaz: en muchos lugares, de muchas formas, se está haciendo muy buen periodismo; a menudo, no se publica en los grandes periódicos,” escribe. El colega argentino ha abandonado, pues, la Vieja Dama Gris neoyorquina y ha optado por publicar en un medio pequeño que le garantice su plena independencia de criterio, un medio “donde pueda pensar y publicar lo que quiera”.
No soy corporativista en mi visión del periodismo. Creo que hay periodistas excelentes, buenos, solventes, mediocres, malos y desastrosos, y también creo que los hay honestos y deshonestos. No se me escapa, por supuesto, que los medios privados de comunicación tienen dueños que vehiculan a través de ellos sus ideologías y sus intereses. Y me parece que tanto los periodistas como los medios pueden y deben ser criticados como cualquier otro actor con influencia en la escena pública.