Caníbales
Mis clásicos contra tus clásicos
Desde que se inventó el whatsapp, siempre que me invitan a algo, la primera respuesta es un sí entusiasta. El whatsapp es como un confesionario que todo lo perdona: primero un sí, luego silencio, después una excusa. Y es un sí lleno de exclamaciones (o emoticonos fogosos de ésos que yo no pongo), pero luego hay que buscarse las excusas, que todo lo nuevo nos da pereza.
Y resulta que, a principios de julio, a la grandísima Teresa Osuna no se le ocurrió otra cosa que mandarme un whatsapp e invitarme a mí, una inculta que se dedica a la cultura, a ver el “Don Juan” de Blanca Portillo en el Festival de Almagro.
No se lo dije a Tere, pero estaba segura que me echarían de Almagro y/o de cualquier sala de teatro clásico, por bruta (por bruta amante de Shakespeare, eso sí). Pero es difícil decirle que no a Tere que es ella un puro sí, pura generosidad y pura entrega. Así que volví a pensar y me di cuenta de que a mí lo que me da pereza es lo viejo, y lié a V. para escaparnos: escaparnos a ver teatro clásico.
V. y yo somos una versión macarra y muy poco suicida de Thelma y Louise, inconscientes de la operación salida (¡vaya atasco!) e ignorantes de que en los pequeños pueblos de La Mancha le han declarado la guerra a Google Maps. Todas las noches, los manchegos sacan las sillas de enea a la fresca y designan una patrulla que descoloque, baraje y confunda las señales de prohibido. Así los navegadores entran en bucle, se bloquea google y ningún turista llega a su hotel, a su posada o a ese territorio que no es suyo.
V. y yo tuvimos, entonces, que recurrir al truco más antiguo del mundo: preguntar, con educación y una sonrisa; y conseguimos encontrar la posada, dejar nuestra bolsa de viaje y correr los otros veinte kilómetros que nos quedaban hasta Almagro.
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Bendito Almagro, con su enorme plaza, y sus maravillosos escenarios teatrales, y su bar que anuncia gintonics del subcampeón de España (por favor, que alguien me cuente cómo se gana ese campeonato). Bendito Almagro que ama el teatro.
Benditos también los teatreros, los actores, directores, productores y escenógrafos que viven en tribu y lo comparten todo: su comida, su espíritu y, sobre todo, su tiempo. Bendito el Hospital de San Juan, un maravilloso espacio al aire libre donde seiscientas personas asistimos fascinadas a esta versión de Don Juan.
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El Don Juan de Blanca Portillo se dice con los versos adaptados por Mayorga (o sea, por el dios de los dramaturgos) y se entiende como si no fuera en verso: es claro y demuestra lo que fue el personaje. O sea, un violador y un trilero, un caradura indecente.
Y, con esos versos tan claros y tan actuales, los actores lo viven, y lo bailan, y lo dicen, y lo hacen sentir, y se lo cuentan al público con la luna de verdad tras ellos.
Volaban los murciélagos y se paraban a verlo: “Estos humanos, qué buenos son cuando hacen arte”. Y se paró el tiempo: se levantó el público, lloraron los actores, y el teatro cambió un poco el mundo (y nos cambió mucho por dentro).
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Nos contaron luego que la crítica oficial despotricó de esta adaptación: “Un escándalo”, dijeron, “una adaptación feminista; una traición a la obra”. Y no, yo creo que no, que lo que es una traición es no usar el arte para potenciar el cambio, tirar de lo clásico para no moverse y tatuarse una norma que ya no vale.
A mí me flipó el Don Juan de la Portillo (el de Mayorga, el de Miguel Hermoso, el de José Luis García Pérez, el de toda esa tribu de genios). Me flipó y me detuvo, allí, en Almagro, a la luz de esa luna gorda, sabiendo –como sabíamos V. y yo- que nunca más encontraríamos nuestro hotel porque nos habrían cambiado las señales; sabiendo, como sabíamos, que nunca más podríamos dejar de ir a Almagro, y a Mérida, y a cualquier sitio donde se haga teatro por amor al arte, y a cualquier montaje en el que estén Tere y Miguel.
Padres e hijos
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Gracias a ambos.
(Y a V., siempre)
P.D.: el teatro es resistencia. ¡Resistid!