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Confesiones de un lector

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El tiempo de ocio es una enredadera. Si cae en buena tierra, las cosas se llaman unas a otras, crecen por las paredes de las horas y se enredan en un laberinto frondoso. Lo saben bien los lectores en los meses de verano, sobre todo los que se ganan la vida dando clases de literatura. Es una suerte que uno pueda cobrar por hacer lo que le gusta, por leer y hablar después de los libros que ha leído. Desde luego, un privilegio.

Pero las clases a veces imponen un rumbo, señalan un camino fijo. Hay que apurar un ensayo sobre Gonzalo de Berceo, o unos artículos sobre San Juan de la Cruz, o una edición reciente de Poeta en Nueva York, o esa novela de Benito Pérez Galdós que da vergüenza no haber leído. Se pasa bien, pero se trata de una ruta trazada por las obligaciones, como esas lecturas que ordenan los programas de estudio igual que un ejército a punto de entrar en batalla.

Los días de verano, si son dichosos, permiten hacer con libertad lo que repite uno a lo largo del curso. Para las personas que tienen la suerte de ganarse la vida en su vocación, la felicidad es un calendario en el que el ocio se parece mucho al trabajo, pero sin despertadores, programas o citas inmediatas. Mientras los amigos viajan por el mundo, el lector se abandona en manos del azar y se convierte en un vagabundo de su biblioteca. Es entonces cuando los libros se llaman unos a otros como las hojas de una enredadera.

La semana pasada un amigo me prestó, es decir, me regaló, un buen libro del historiador Maximiliano Fuentes sobre España en la Primera Guerra Mundial (Akal, 2014). Me adentro en lo que el prologuista, José Álvarez Junco, llama con exactitud “un complejo cruce de caminos”. La historia europea de hace 100 años se mezcló con la crisis española del edificio de la Restauración, el desprestigio de la monarquía y las opiniones esfervescentes de Unamuno, Ortega, Azaña, Vázquez de Mella, Baroja, Azorín, Araquistáin, Cambó, Prat de la Riba…

Cuando los que opinan son dueños de su propia opinión, cuando están al margen de un espectáculo mediático, da gusto ver pensar, ver cómo las inteligencias aciertan o se equivocan. En el libro se habla de Benavente, redactor de manifiestos germanófilos. Maximiliano Fuentes cita su drama La ciudad alegre y confiada (1916) y la relaciona con Maura, un político que podía unir el mensaje de la “no intervención” con una España de paz, estabilidad y orden. Como tengo tiempo, me permito volver a Benavente, releer esta comedia triste en la que el escritor decide poner los personajes de una de sus obras más importantes, Los intereses creados (1907), al servicio de una toma de postura entre genoveses y venecianos, es decir, entre aliados y alemanes.

Que Benavente apostara por el imperio y el orden es lógico. Más raro resulta que sintiese la misma inclinación el Baroja de aquellos años. Creo que acertó Julio Camba al escribir que “Baroja ha sido el único español que se ha equivocado en esto de la guerra europea”. Es extraño que su espíritu rebelde y anticlerical de 1914, enemigo de la Restauración, le llevase a tomar una postura contraria a la de casi todos sus amigos. Las enredaderas de cada biografía están llenas de lugares imprevistos. Mi enredadera de este verano me lleva por curiosidad de Benavente a Baroja y vuelvo a las páginas de Juventud, egolatría (1917), uno de sus libros que más me gustan.

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A la hora de evocar su juventud, con una mirada muy poco ególatra, Baroja toma conciencia de qué supone escribir mientras suenan los cañones. ¿Es legítimo preocuparse por asuntos que no sean los propios de una hora violenta? Llega a la conclusión de que Homero o Shakespeare son en la historia un hecho más importante que cualquier batalla. Se pone así de parte esa verdad humana que rozaron las palabras de Homero. Y, pese a los cañones, escribe.

A mí, que me cuesta trabajo escribir de libros mientras caen las bombas sobre Palestina, me viene bien leer una vez más esta reflexión de Baroja. Y me alegro, además, de haber vuelto a la inteligencia afilada y un poco cursi de Benavente. Si vivo dentro de la literatura no es porque me aparte del mundo, sino porque me lleva una y otra vez hacia él. Afirma el Desterrado, protagonista de La ciudad alegre y confiada: “No es lo triste la humillación de esta derrota; lo triste es dejarse vencer por ella”. Toda una lección de actualidad.

La verdad es que soy lo que han hecho de mí los libros a través del ocio, las obligaciones, los programas y los días de verano que me llevan por azar de la amistad a la historia y de unos autores a otros. Como ciudadano de España y del mundo, siento la violencia y la corrupción de estos tiempos como una derrota. Pero como lector he aprendido a no dejarme vencer y despliego la vela roja en la barca de la protesta, como hizo Baroja –todavía- en 1917. ¿Todavía? Baroja tuvo un final triste. Bueno, ya veremos hasta dónde llega uno, hasta dónde alcanza la enredadera.

El tiempo de ocio es una enredadera. Si cae en buena tierra, las cosas se llaman unas a otras, crecen por las paredes de las horas y se enredan en un laberinto frondoso. Lo saben bien los lectores en los meses de verano, sobre todo los que se ganan la vida dando clases de literatura. Es una suerte que uno pueda cobrar por hacer lo que le gusta, por leer y hablar después de los libros que ha leído. Desde luego, un privilegio.

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