Este domingo votamos en una encrucijada histórica. Toda mi vida, desde que nací, las citas electorales en España habían sido muy monótonas: dos partidos acaparaban en torno al 70% de voto y ningún otro se acercaba siquiera al 10%. La única excepción la protagonizó Anguita en el año 96, cuando surfeó la ola del hundimiento de Felipe González, quien había presidido durante catorce años. IU rebasó entonces el 10% y aunque yo aún no podía votar, recuerdo que aquello generó esperanzas en la izquierda. Por desgracia, fueron muy fugaces.
Durante toda la vida electoral de mi generación, en torno a la cuarta parte de los electores no acudía a votar. Las fuerzas a la izquierda del PSOE lograban sólo un peso testimonial y los partidos nacionalistas ejercían su papel de lobby, completando el equilibrio estable de fuerzas que dimos en llamar Régimen del 78. El Estado del Bienestar se iba desmontando año tras año y la precariedad iba creciendo con nosotros. Ante las urnas, nos tocaba elegir entre el voto menos malo y el voto idealista, en ambos casos sin grandes esperanzas de cambio. Ni siquiera la crisis económica de 2008 había alterado significativamente ese esquema bicolor, que se repitió de nuevo en 2011.
La indignación toma las plazas, el final del largo bostezo bipartidista
Ese mismo año, el estallido del 15M inauguraba un tiempo nuevo. Su rechazo transversal “populista” al sistema de partidos fue correctamente leído por los analistas que fundaron Podemos (hoy todos ya fuera del partido), que supieron conectar con la indignación hasta llegar a dominar los pronósticos oficiales a mediados de 2014. Sólo unos meses después de su nacimiento. Tanto crecían, que la banca dio una voz de alarma: “Hace falta urgentemente un Podemos de derechas”.
Albert Rivera acudió raudo a la llamada, y logró rozar el 14%, pero Podemos sorprendió con una remontada histórica superando el 20% en sus primeras elecciones generales. El muro bipartidista comenzaba a ceder. Desde entonces, PP y PSOE no han vuelto a acaparar más de la mitad de los votos en casi ninguna cita electoral. La situación sigue siendo por tanto de impasse abierto, de incertidumbre y volatilidad máxima, aunque a los más jóvenes les parezca ya repetitiva. No sabemos qué dos fuerzas dominarán el futuro del país, pero sí podemos calcular que el sistema electoral español, diseñado para crear mayorías estables, no tolerará esta fragmentación multipartidista por mucho tiempo.
Mucho ha llovido en estos cuatro años, políticamente más densos que las cuatro décadas anteriores. La reluciente superficie de los nuevos partidos se ha descascarillado rápidamente, erosionada por el fuego mediático y por sus propias torpezas. Podemos y Ciudadanos perdieron su transversalidad y se fueron escorando respectivamente a izquierda y derecha, mientras PP y PSOE se readaptaban para resistir el envite. Los efectos devastadores de los recortes, la fiscalidad irresponsable y la corrupción, se han ido tapando con banderas catalanas y rojigualdas. Guste o no guste, el juego dominante hoy es de nuevo el de la construcción nacional. Entretanto vamos naturalizando la precariedad omnipresente.
En ese caldo de cultivo, donde lo nuevo no termina de nacer y lo viejo no termina de morir, aparecen los monstruos. Surge una fuerza nueva entre las que rompen el techo del 10%. Mejor dicho, no una, sino dos: la desbordante abstención se perfila como el agente de mayor impacto. Si en 2016 ya había superado el 30%, en las recientes andaluzas se disparó hasta un escalofriante 43,4%.
Por culpa de ese creciente desapego a las urnas, en Andalucía circulan hoy listas negras de funcionarias que temen perder su puesto si cumplen con las políticas de igualdad, el neofranquismo preside la Comisión de Memoria Histórica, se bajan impuestos a los más ricos en una reforma fiscal regresiva, y algunos derechos consolidados como las pensiones, la sanidad o el aborto se ven abiertamente amenazados. Un oscuro invierno se acerca a las puertas del pueblo andaluz.
Viendo pelar las barbas de mi vecino, no me andaré con rodeos: estas elecciones tienen una trascendencia histórica e incluso global. La prioridad es frenar a estas derechas siamesas enloquecidas por su tricefalia. No nos engañemos, Vox no es una fuerza “rebelde” o “popular” en sentido alguno, son otros hijos más de Esperanza Aguirre, se formaron cantando odas a la privatización mientras vivían a expensas de lo público. Pero han encontrado su hueco en la ultraderecha, y eso tira de sus mellizos hacia ese extremo, descabalando como nunca antes el imaginario político nacional. Winter is here.
Ante la amenaza de polarización extrema, cuatro ideas
Frente al riesgo de una derecha asalvajada como no veíamos hacía mucho tiempo, no me limitaré a pedir el voto. Quienes leéis infoLibre sois ya mayoritariamente votantes, pero somos aún esa minoría social que lee prensa. Debemos multiplicarnos. La petición es que saquéis a todo vuestro mundo a votar, y lo que vote cada cual, si me permiten la confianza, no es lo que toca hablar a estas alturas. Os pido que convoquéis cuanto antes, al terminar de leer esta columna, a la familia, a los conocidos del barrio, compañeros de trabajo, del gimnasio, del AMPA, a todas y a todos, a un café o un vermú junto al colegio electoral pasado mañana. Será el reencuentro más saludable en mucho tiempo. Escribidles el domingo para aseguraos que votan, ya pediremos perdón por haber sido pesados el lunes.
Pero, ¿que voten a quién? Francamente, bajo la amenaza actual, hace falta un antifascismo amplio, no estamos para idealismos en el campo progresista. Yo votaré a Unidas Podemos, porque voto en Madrid y la historia me ha enseñado que el PSOE necesita un fuerte contrapeso a su izquierda para no dejarse arrastrar hacia políticas económicas de derechas. En las comunidades uniprovinciales (Madrid, Navarra, Murcia, Asturias, Cantabria) así como en las periféricas (Cataluña, País Vasco, Galicia, Andalucía, Comunidad Valenciana y en las islas), Podemos tiene en general opciones claras de lograr representación. En casi todas las provincias que reparten más de cuatro escaños, porque en virtud del sistema D’Hont el primer escaño de Podemos es más fácil de lograr que el tercero del PSOE.
Pero mentiría si dijera que no tendría un dilema serio si me tocara votar en otras provincias de la meseta. En las dos Castillas, Aragón o Extremadura, por ejemplo, las opciones de UP son más escasas (con excepción de Zaragoza y, quizá, Badajoz), y en algunas Vox amenaza con colarse gracias al voto oculto, por lo que el riesgo que implica no convertir voto en escaños se agrava. A nadie sorprenderá demasiado que el partido morado baje significativamente en la España vaciada. De los motivos ya hemos hablado y hablaremos la semana que viene.
Ante esa realidad, ¿quiénes somos los izquierdistas de Carabanchel, de Triana, Ruzafa, Torrero u Hospitalet, para regañar a los de esas provincias si deciden votar PSOE a nariz tapada, sólo para restarle escaños al Partido Popular? ¿Son ‘pusilánimes’, o ‘poco auténticos’, o ‘alienados’, por votar al partido del Artículo 135 pese a sentirse de izquierdas, para evitar que sumen las derechas? Yo no lo creo. No seré yo quien les juzgue así, y me preocupa ver cuán arraigada está esa lectura en ciertos círculos y redes digitales.
Votar tan a la defensiva no es plato de buen gusto, pero tampoco lo será arrepentirse después si al final nos gobierna la triada histriónica, cuando empecemos a sentir las consecuencias. Desde luego, ese votante tiene mi respeto en tanto que votante de izquierdas, aunque anteponga la responsabilidad a sus principios y apetencias, o precisamente por ello.
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Es más, creo que no hay tarea política más urgente que la de construir un hogar político común a ese izquierdista urbanita que puede ‘cómodamente’ votar a su opción ideal, y al progresista de la España vaciada que lleva toda una vida votando a la defensiva. Y también a varios segmentos abstencionistas desapegados de la dinámica electoral, especialmente los más jóvenes. Para construir esos puentes, las identidades cerradas, históricas, ‘duras’ y regañonas, sirven de muy poco. Y las cuentas pendientes y gestos de superioridad, aún menos.
Un espacio político fragmentado no necesita activistas arrogantes que impartan lecciones, sino una fuerza que ejerza de Gran Conciliadora, capaz de acoger las muy diversas quejas y demandas inatendidas en un relato de futuro esperanzador, abierto pero realista. Sólo un espacio relativamente novedoso y poco recargado, tendencialmente vacío, de fronteras lábiles, podría llenarse con retazos de ese mosaico de identidades, y a partir de ellas tejer una nueva, construir país, articular un pueblo hoy fracturado. Dejen pues los activistas principistas de mirar desde arriba al votante pragmático o al abstencionista desencantado, y hablemos de cómo haremos para seducirles de nuevo en el ciclo que se avecina.
Pero ese es un debate para después del lunes, centrémonos ahora en convocar los cafés y vermús de este domingo. Literalmente, sobre todo en el caso de las mujeres, nos va la vida en ello.
Este domingo votamos en una encrucijada histórica. Toda mi vida, desde que nací, las citas electorales en España habían sido muy monótonas: dos partidos acaparaban en torno al 70% de voto y ningún otro se acercaba siquiera al 10%. La única excepción la protagonizó Anguita en el año 96, cuando surfeó la ola del hundimiento de Felipe González, quien había presidido durante catorce años. IU rebasó entonces el 10% y aunque yo aún no podía votar, recuerdo que aquello generó esperanzas en la izquierda. Por desgracia, fueron muy fugaces.