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El derecho a la admiración

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Una de las energías decisivas de la literatura nace de la capacidad de admiración. El tiempo solitario y minucioso va componiendo una biblioteca íntima, la memoria sucesiva de un deslumbramiento. Mirar las baldas y sentir los recuerdos literarios significa pasear por el aprendizaje de la vida. Los lectores hemos compaginado los adoquines y las aceras de las ciudades con las calles de papel. También tuvimos la experiencia del amor, el miedo, la cólera, la muerte, la duda o la felicidad con un libro en las manos. Nuestros autores y nuestra admiración forman parte de un sentido de la pertenencia.

Las autoridades actuales de la pedagogía parecen muy enemistadas con la memoria. Oyen la palabra memoria y sacan un decreto como se saca una pistola. Hay que potenciar las habilidades, dicen, la capacidad de interpretación y decisión a la hora de sacar un billete de metro, dicen, los usos prácticos de la vida, dicen. Yo no digo que un alumno deba ser un archivo muerto en el que se vuelquen datos, fechas, nombres y palabras cerradas. ¿Pero está la memoria en contra de la habilidad y la interpretación? ¿No es la herencia viva de un saber recibido la que nos permite unir el conocimiento a la realidad para caminar de forma cultivada con el presente?

Me da miedo: los que se niegan al uso de la memoria en el estudio pueden parecerse a aquellos que aconsejan el olvido de la historia para borrar los antecedentes penales de los poderosos. ¿Los muertos de una dictadura? Punto final, no recordemos, no abramos heridas, no busquemos la verdad, vivamos en un presente muy habilidoso, pero sin valores, o sin memoria del valor, o sin el valor y la capacidad de admiración que contagia la memoria.

Debo sentirme viejo, pero me gusta recordar mis esfuerzos adolescentes por aprender de memoria los poemas de Federico García Lorca. Leía en voz alta, memorizaba los versos, intentaba buscar la lógica de las palabras, su por qué. Comprendía así las elecciones del poeta y luchaba contra el olvido (de sus sorpresas, de sus imágenes, de su muerte). Aprender un poema de memoria no suponía separarme de la vida, sino llevarme la poesía a la vida, guardarla conmigo a través de las calles y de la edad. Y citar después un verso recordado era citarme con el autor en un lugar y una hora precisa, igual que nos citamos con un amigo para ir al cine o para discutir de política.

La capacidad de admiración tiene su historia y por eso aprender a admirar es también un ejercicio de memoria, un tomarse en serio lo que somos, las raíces de nuestras ideas y nuestra sentimientos. Sin memoria, no hay habilidad práctica que no se confunda con una metodología de la obediencia inmediata. He aprendido a lo largo de mi vida muchos poemas de memoria, me los he aprendido poco a poco. En esta época de descrédito, sigo cultivando la capacidad de admiración. Se trata de una memoria principal entre todas mis vocaciones.

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Las épocas dominadas por el descrédito imponen el impulso negativo como único equipaje. Nos paralizan con su estrategia de rencores. Todos los político son iguales…, todo es una mentira y una corrupción…, esto no hay quien lo arregle…, nada merece la pena… El decreto de lo negativo consolida un relativismo moral con fuerza de dogma y nos exime con su absolutismo de cualquier responsabilidad. El descrédito no sólo resalta el mal, sino que hace invisible lo que conviene mirar, lo que merece la pena, el lado hermoso de la vida, aquello que debe defenderse, que nos compromete con la realidad. La memoria y el derecho a la admiración son la mejor vacuna contra la indiferencia.

En el Palacio de Congresos de Granada, asistí ayer sábado a un concierto dedicado a Federico García Lorca y a la defensa de la Vega de Granada, nuestra tierra histórica de cultivo, que lleva años sufriendo el maltrato de las piquetas y los ladrillos de la especulación. Admiro la música de Lara Bello, de la familia Morente, de Paco Ibáñez, de Lagartija Nick, de Miguel Ríos. Admiro a García Lorca y al trabajo que Laura García Lorca desempeña en su Fundación. Admiro a Teatro para un instante. Y me gusta recordar al muchacho que paseaba por la Huerta de San Vicente, por la Vega de Granada, y aprendía de memoria los versos de su poeta preferido.

Esos versos van conmigo, luchan contra la parálisis del descrédito, me responsabilizan. La Vega de Granada ha sufrido un largo infortunio. Pero unos ojos adiestrados en la admiración me ayudan a ver lo mucho que queda, todo lo que puede salvarse, aquello que merece la pena defender. No sé abandonarme a la renuncia. Admiro a los que educan en una pedagogía del compromiso humano. ¿Es posible armonizar la economía, la ecología y la cultura? Hago memoria, dejo el balcón abierto, escucho a la tierra y oigo una voluntad que me obliga a contestar que sí.

Una de las energías decisivas de la literatura nace de la capacidad de admiración. El tiempo solitario y minucioso va componiendo una biblioteca íntima, la memoria sucesiva de un deslumbramiento. Mirar las baldas y sentir los recuerdos literarios significa pasear por el aprendizaje de la vida. Los lectores hemos compaginado los adoquines y las aceras de las ciudades con las calles de papel. También tuvimos la experiencia del amor, el miedo, la cólera, la muerte, la duda o la felicidad con un libro en las manos. Nuestros autores y nuestra admiración forman parte de un sentido de la pertenencia.

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