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Empieza un aniversario inconcluso. Hace un año que murió el primer paciente por una neumonía desconocida. Hace un año que se cerró Wuhan. En concreto, este miércoles, 27 de enero de 2021, hace un año que se daban a conocer las dificultades del Gobierno para repatriar a los españoles que estaban atrapados en China. Ni el más pesimista de los augurios pronosticaba una extensión semejante para la pandemia. Apostábamos a un final en cada vermut por Zoom. Ya nadie se atreve.
Es la inevitable hora del primer balance: qué hemos hecho durante estos meses, a quiénes hemos visto, a quiénes hemos perdido, a quiénes no hemos abrazado, qué hemos dejado pasar. Nos sentimos encerrados, hipervigilantes, desorientados, cautivos. Si te parece que todo está mal (porque llevas, además, parte de razón), te cuesta mantenerte arriba, hacer un esfuerzo más, aguantar el tirón que falte, no eres el único, la Organización Mundial de la Salud te dirá que tienes fatiga pandémica y la realidad te dirá que somos legión. No es la fatiga física derivada de la enfermedad. Es esta una extenuación psicológica provocada por el permanente estado de alerta que mantenemos para adelantarnos a un virus invisible. Es la tormenta perfecta para la ansiedad por enfermedad. ¿No se lo dicen a ustedes? A mí todos los días alguien me escribe: de esta salimos tocados. Y siempre respondo: ¿no lo estamos ya?
Para sobrellevarlo, intento seguir las recomendaciones y no despistarme de los cuidados que nos protegen. Soy una buena ciudadana. Corro en mi rueda de ratón adentro de la jaula. Trabajo como malabarista. Como sano. Leo novelas; incluso, poesía. Incluso, libros sobre la pandemia. Respiro hasta el fondo del pulmón. Llamo a mis padres. Solo abuso de la tila. Algún bromazepam habrá caído. Me autoconfino cuando suben los índices. Ataco un barco pirata con dragones de juguete cuando me necesita su ejército.
La semana pasada, atravesé la pista central del polideportivo donde entrenaba cuando era una adolescente. Enfermeras envueltas en trajes azules con caretas de plástico transparente nos introdujeron un bastoncillo por la nariz para averiguar si teníamos el virus. En fila y con distancia, obediente a las restricciones y medidas, porque quiero perder ya la memoria de este mal sueño, me sometí al cribado. Luego me senté a esperar en una silla a dos metros de distancia de otros hombres y mujeres, vecinos que, como yo, formábamos parte de la muestra. A los quince minutos, di negativo bajo mis dos mascarillas.
Y ahí estaba, sentada en mi silla de plástico debajo del marcador donde se escribió aquella remontada de las cadetes en el 93, distraída por el miedo, asombrada todavía por lo inédito y con un amigo al teléfono diciendo que asuma cuanto antes esta situación de vulnerabilidad (esas cosas que nos decimos ahora), cuando presté atención a una red social: “Sacad vuestros ovarios de nuestros rosarios, ¡cerdas!”.
A este disparo lanzado en Twitter por la diputada nacional de Vox Rocío de Meer, en respuesta a un artículo de la escritora y periodista Cristina Fallarás ilustrado con una imagen de la virgen María pariendo, siguió un consejero de Sanidad diciendo “yo no quería, a mí ni siquiera me gustan las vacunas”, siguió un Jefe del Estado Mayor dimitiendo por saltarse los grupos de vacunación, siguió el ministro de la pandemia dando razones para dejarnos justo ahora por ir a jugársela en unas elecciones, lo siguieron noticias sobre cómo la extrema derecha había intentado censurar un artículo aquí, en la revista municipal, porque un hombre llamaba marido a su marido, sobre cómo en Madrid se sacaba adelante una propuesta para borrar un mural precioso con el rostro de quince mujeres que hicieron historia luchando por la igualdad, siguieron las cifras, los cientos de muertos, la tasa de contagio, ocupación de las UCI, golpeándome, desvelando, un día más, el caos.
Apagón.
A estas alturas, casi un año después, hemos asumido que el virus sube y baja y va por barrios. Escribo desde un lugar con una incidencia a catorce días de más de 1.000 por cada 100.000 habitantes entendiendo que eso significa que, de cada cien, uno de mis vecinos está contagiado. Vamos comprendiendo que los países que estuvieron más protegidos antes, que sufrieron menos, pelean hoy con ferocidad para hacer frente a esta tercera ola.
Pero todavía no digiero, y casi van tantos meses de esto como de pandemia, el delirio político al que estamos expuestos. Cómo cuidarse de que la extrema derecha esté imponiendo su caverna de temas. Cómo de que nos los estemos tragando. Cómo desoigo la soberbia de los representantes para salvar sus nombres. Cómo asisto a los teatros sobre fondo de banderas. Y sobre todo: cómo afronto que jueguen con nuestra esperanza, esos viales contados que contienen las vacunas.
Salgo a correr, como verdura, me pongo al sol, a la nieve, a la lluvia un rato cada día, me informo, me distraigo y me encajo la doble mascarilla cuando me parece para intentar librarnos de esta tormenta, de esta extenuación pandémica que no relaja, pero quién nos sacará física y psicológicamente de esta extenuación política que también nos golpea y nos expone. A mí me costará mucho olvidarla. La desconfianza puede sanar, pero siempre deja secuelas. Depositar toda la responsabilidad en ciudadanos agotados puede traer una fractura irreversible.
Empieza un aniversario inconcluso. Hace un año que murió el primer paciente por una neumonía desconocida. Hace un año que se cerró Wuhan. En concreto, este miércoles, 27 de enero de 2021, hace un año que se daban a conocer las dificultades del Gobierno para repatriar a los españoles que estaban atrapados en China. Ni el más pesimista de los augurios pronosticaba una extensión semejante para la pandemia. Apostábamos a un final en cada vermut por Zoom. Ya nadie se atreve.
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