Libertad o pena de muerte

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Quería que me lo dijera: es inocente. Quería que hilara todas las pruebas para escribir: se va a salvar. Que respondiera a lo que para mí es nada más que intuición. Pero no lo hace. Nacho Carretero, en su libro sobre el caso Pablo Ibar, expone periodísticamente los hechos, lo que le llevó hasta ese hombre y lo que le escuchó a él y a sus familiares. La voz en primera persona, donde uno cae en querer ser juez, la tiene su protagonista en pequeños testimonios. Sí hay en el libro una narración que tiene una verosimilitud imponente, la de su mujer, Tanya, donde al autor se le desborda la empatía. Y a mí también.

Pablo Ibar es un hombre que, desde 1994, ha estado encarcelado. Un hombre que ha desaprendido casi todo de la vida que tuvo una vez para armar con las piezas que le quedan una coraza que le ayude a mantenerse cuerdo. Que le sujete a lo real. Ha sido reo durante tantos años no se sabe si la condena radica en la sentencia letal o en la eterna privación de toda libertad. El robo de tus mejores días. Sin vuelta.

¿Habrá deseado Pablo morir alguna noche?

Si para vivir obviamos de forma irracional la muerte, ¿cómo hacerlo si respiras en el corredor donde se la espera?

Estos días se está seleccionando al jurado que participará en el nuevo juicio a Ibar, un proceso que comenzó el pasado 1 de octubre y que puede durar de tres a seis meses. Con un nuevo abogado especialista en casos de pena de muerte, Pablo Ibar volverá a ser juzgado. La fiscalía aportará nuevas pruebas. Si es culpable o inocente lo decidirá ese jurado popular. Quedará libre o volverá al corredor. Me pregunto si la duda interrogará a la acusación: ¿y si os estáis equivocando? Pero así no funciona la justicia. La pena de muerte es un crimen irrevocable, donde la mano que ejecuta es la del Estado. Está claro que la justicia estadounidense no pretende reinsertar a sus presos. Si fuera así, la pena capital no sería legal en doce de los cincuenta estados. Es toda una lección: ahora somos dueños de tu vida y de poner una fecha a tu última madrugada. Es una amenaza. El castigo ejemplar.

El padre de Pablo Ibar, Cándido, fue pelotari, hermano de un conocido boxeador, Urtain. La mitad de la familia de Pablo viene del País Vasco; su madre, fallecida en 1998, era cubana. Cándido emigró a Estados Unidos a probar suerte, pero el sueño americano acabó cuando la vida de su hijo de 22 años quedó suspendida. Era 1994. Era Miami. En aquella madrugada a la que probablemente le gustaría regresar a Pablo, habían asesinado a tres personas. Contra él, lo único que hay es un vídeo en blanco y negro donde un hombre se quita la camiseta después de disparar y se limpia el sudor de la cara. El hombre se parece a Pablo y se parece también a otros tantos hombres, pero ni en la camiseta ni en la escena del crimen han aparecido sus huellas ni restos de ADN. No hay ninguna evidencia física. Sobre esto, se levanta una investigación policial llena de grietas e irregularidades que concluye con su encarcelamiento y el de otro hombre, Seth Peñalver, hoy en libertad.

Pablo tuvo un primer juicio en 1997 que se declara nulo al no ponerse de acuerdo el jurado.

El segundo juicio, en 1999, se suspende cuando, durante la selección del jurado, Pablo entra en la corte y ve salir detenido a Kayo Morgan, su letrado, acusado de agredir a su pareja. En el tercer juicio, celebrado en el año 2000, el mismo abogado no puede responder a la agresiva acusación del fiscal ni logra presentar los informes necesarios para la absolución y apelación y, teniendo pruebas para la inculpación, hace que Ibar termine en el corredor de la muerte. El propio Morgan firmó una carta jurada donde reconocía no estar en condiciones físicas y psicológicas para afrontar la defensa. Desde entonces, tanto la familia como el propio Pablo se han dejado los años pidiendo no la libertad, sino el derecho a un juicio justo. Les va la vida en ello.

Tanya, la mujer de Pablo, quien recorrió durante 16 años, todos los sábados,  los 500 kilómetros que la separaban del corredor de la muerte para estar con él, asegura que la mañana del triple homicidio, estaban juntos. Como una deuda personal con su verdad, esta mujer que no era novia de Pablo en el momento en que fue detenido, ha permanecido durante 24 años a su lado: dentro del corredor y en la prisión en la que está desde hace unos años y hasta que termine el juicio.

En 2017, al menos 23 países llevaron a cabo ejecuciones, 993 personas fueron eliminadas, según Amnistía Internacional. China está a la cabeza de esta oscura lista, sin saber la cifra exacta, ya que se trata de un secreto de Estado. Desde 1976, 150 condenados a muerte han sido absueltos en Estados Unidos. En algunos casos, la absolución llegó cuando ya habían sido ejecutados. Lejos de ser una medida ejemplarizante, no disuade contra el crimen. No hay pruebas que demuestren que la pena de muerte sea más eficaz que la cárcel. Es una condena que discrimina a las personas más vulnerables y que se impone, sobre todo, a aquellos que no tienen recursos legales para hacerle frente. Las personas que menos acceso tienen a una defensa capaz, tienen más probabilidades de recibir por sentencia la pena capital.

Tal vez piensen que esta columna carece de razones porque su tema es algo que tenemos superado. O quizás piensen como el 25 por ciento de los españoles que está a favor de la pena de muerte, según se publicó en un sondeo de Simple Lógica en marzo de este año.  O como un historiador en cuyos artículos de opinión he caído estos días, quien desde su tribuna en un medio español escribe cuánta curiosidad le produce que las mismas sociedades que abolen la pena de muerte sean las que defienden el aborto o la eutanasia. Hay caminos que pensé que hacía mucho tiempo que habíamos caminado juntos. Y que la pena de muerte se salvaba de la inclusión en ciertos conjuntos.

Esta frase tan evidente, esta variante del guion de un western, nos la dijo un profesor de la Universidad una fría mañana de enero después de un atentado y, aunque la hemos escuchado muchas veces, la tengo grabada a fuego: cuando quitamos la vida a alguien, no le robamos solamente lo que es, sino lo que puede llegar a ser. Y eso nunca debería estar en nuestra mano, sea quien sea y haya hecho lo que haya hecho.

* El libro al que me refiero en el artículo es En el corredor de la muerte, Nacho Carretero, Espasa, 2018

Quería que me lo dijera: es inocente. Quería que hilara todas las pruebas para escribir: se va a salvar. Que respondiera a lo que para mí es nada más que intuición. Pero no lo hace. Nacho Carretero, en su libro sobre el caso Pablo Ibar, expone periodísticamente los hechos, lo que le llevó hasta ese hombre y lo que le escuchó a él y a sus familiares. La voz en primera persona, donde uno cae en querer ser juez, la tiene su protagonista en pequeños testimonios. Sí hay en el libro una narración que tiene una verosimilitud imponente, la de su mujer, Tanya, donde al autor se le desborda la empatía. Y a mí también.

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