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En Babilonia, los hombres han sido procónsules y esclavos; han conocido la omnipotencia y la cárcel. Un juego dirige su destino: la lotería. Gracias a ella, en una vida pueden caber todas las vidas posibles. Uno de esos hombres nos habla de ese vertiginoso Estado. Al principio, la lotería ofrecía premios económicos a los que participaban, pero empiezan a interesarse por ella los mercaderes, y comienzan las pérdidas. Entonces, La Compañía, la organización invisible que maneja sus suertes, mete entre los números favorables otros adversos que pueden significar el pago de una suma de dinero que, de no ser saldada, les traería fuertes castigos físicos, incluso la muerte. Aun así, o quizás por eso, la vida de Babilonia gira en torno a la incertidumbre y el azar, quiero decir, a lo que La Compañía secreta decida. Es el juego sin juego: pero son adictos a la emoción de lo incierto. De ese Estado habla un cuento recogido en Ficciones, se titula La lotería de Babilonia y lo escribió Borges en 1941. Es uno de sus relatos más políticos. Me he acordado de él con toda la conversación que gira en torno a los youtubers.
Hay algo que me aleja de comprender cómo alguien puede ganar dinero jugando a videojuegos, ¿me he hecho mayor definitivamente? Pero, sobre todo, me hago la pregunta: ¿por qué hay decenas de millones de personas mirando a gente jugar? ¿Cuál es el sentido del juego si no formas parte de sus códigos, de su aventura, de su riesgo y su victoria o fracaso? ¿De qué emoción participas cuando un gamer te enseña el Porsche que se ha traído de Estados Unidos gracias a los ingresos que genera su canal?
A mi hijo le encantan los trenes. La alfombra del salón está tomada desde hace más de un año por un circuito de vías y estaciones. Antes, veía unos dibujos ingleses de unas locomotoras con cara sonriente que corrían aventuras. A mí me parecían terroríficas; a él, geniales. Pero no teníamos apenas episodios. Así que, a veces, los veíamos en Youtube. Lo que pasa con Youtube es que después de algún episodio puede que saltes a otro capítulo de Thomas and Friends o que sin previo aviso te planten un vídeo de una hora y media grabado por una cámara sobre un túnel de Guipúzcoa por el que pasan Cercanías o que, de pronto, estés viendo a un tipo que, en un rincón de América Latina, construye circuitos en el salón de su casa. En algún despiste, acabamos en uno de estos vídeos caseros. Si le daba a elegir, él no quería jugar o ver capítulos, prefería ver a alguien que jugaba mientras, sobre nuestra alfombra, dejaba abandonados sus propios juguetes. Me pregunto si, al ver a otro jugar, alimentaba la esperanza de todos los circuitos posibles que algún día podría llegar a hacer.
No quiero quedarme a un lado de la línea donde simplemente no puedo entender la fascinación que producen los hombres y mujeres que han convertido sus canales de Youtube en un trabajo profesional, en compañías que facturan altas sumas de dinero difícilmente imaginables para el resto. ¿Es esto también el futuro o solo un reflejo en una efímera pompa de jabón?
La Compañía, en este caso, premia las visitas. Organiza los contenidos a los que accedemos, las experiencias privadas: la suerte que vamos a correr. Nos propone, porque espía nuestros clics, lo que tenemos que comprar a través de inserciones publicitarias. Entiendo que, sobre todo, en estos tiempos de confinamiento, los youtubers pueden convertirse en algo así como amigos virtuales que te cuentan su vida mientras pasan pantallas, siempre de buen humor, siempre espontáneos, con montajes dinámicos y graciosos. Entiendo la fascinación de saber que ese personaje que tienes delante, del que conoces su casa, la fracción de vida que le interesa mostrarte y empiezas a adivinar sus reacciones, gana millones de euros pasándoselo bien contigo, pero sin ti. ¿Y por qué tú no?
Las cosas cambiaron en Babilonia cuando las primeras loterías fracasaron, pensaban que no se dirigían a todas las facultades del hombre, sino únicamente a su esperanza. ¿A qué emociones y conocimientos apelan estos canales? ¿Lo sabemos?
De pronto todo el mundo está ocupado mirando a los jugadores en la nueva pista central de su pantalla, que bajo el brillo del foco de la huida a Andorra no hacen nada que no hicieran antes que ellos empresarios, políticos y deportistas, pero nadie mira a la platea donde, en la sombra, millones de espectadores, una cifra de personas equivalente a un país entero, les siguen vídeo tras vídeo. Y no comprendo qué rutina les devuelve, qué cercanía crece entre ellos y los fugados con sus mansiones en el exilio fiscal y sus coches de lujo customizados. ¿Dentro de qué juego de azar viven cuando pulsan el play?
Los juegos sustituyen fugazmente a la vida. Lo sabemos desde niños. También pueden ser más cosas, evasión o adicción, diversión o aburrimiento, pero la esencia del juego es la simulación de algo a lo que no podemos acceder desde este suelo: universos imaginarios, aventuras fantásticas, construcciones imposibles, tácticas y estrategias. Cuando jugamos, fingimos otra vida que no es esta. ¿Qué vida imagina quien no juega, sino que mira jugar?
En Babilonia, los hombres han sido procónsules y esclavos; han conocido la omnipotencia y la cárcel. Un juego dirige su destino: la lotería. Gracias a ella, en una vida pueden caber todas las vidas posibles. Uno de esos hombres nos habla de ese vertiginoso Estado. Al principio, la lotería ofrecía premios económicos a los que participaban, pero empiezan a interesarse por ella los mercaderes, y comienzan las pérdidas. Entonces, La Compañía, la organización invisible que maneja sus suertes, mete entre los números favorables otros adversos que pueden significar el pago de una suma de dinero que, de no ser saldada, les traería fuertes castigos físicos, incluso la muerte. Aun así, o quizás por eso, la vida de Babilonia gira en torno a la incertidumbre y el azar, quiero decir, a lo que La Compañía secreta decida. Es el juego sin juego: pero son adictos a la emoción de lo incierto. De ese Estado habla un cuento recogido en Ficciones, se titula La lotería de Babilonia y lo escribió Borges en 1941. Es uno de sus relatos más políticos. Me he acordado de él con toda la conversación que gira en torno a los youtubers.
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