Marisa estuvo allí
Cuando Marisa Paredes comparecía, sobre un escenario, en una secuencia cinematográfica o en el tablero de la vida, a los demás, al público, a los que tuvimos la fortuna de conocerla, nos quedaba por delante la única y sencilla tarea de la fascinación. Ese asombro genuino tiene que ver con algo que está inscrito en el alma de las grandes actrices y de todas las mujeres que han sabido encarnar nuestros sueños. Pienso en ella y evoco la fusión casi milagrosa de talento, belleza y hondura que caracterizaron su trayectoria vital y profesional hasta el tristísimo día de su adiós, en este diciembre que nadie esperaba.
Hace décadas que Marisa Paredes nos acompaña. En los teatros, en el cine o en las pantallas de televisión de aquel lejano Estudio 1. Ella le ha prestado su dicción y su presencia, frágil y rotunda a la vez, su natural elegancia, a grandes dramaturgos universales y a directores como Pedro Almodóvar, Agustí Villaronga, Lluís Pasqual o Arturo Ripstein.
Es inevitable pensar qué habría sido de la Marisa Paredes actriz sin su determinación y arrojo. Sin aquella madre entregada, Petra, que le regaló a su hija las primeras lecciones de feminismo y de integridad. Y es como si ese empeño, esa rebeldía tan hermosa de la gente trabajadora, se hubiera plasmado en la manera que Marisa tenía de actuar, pero también de vivir la vida y contárnosla a los demás.
Hay muchas Marisas en Marisa y para todas y cada una de las caras de esta diva del pueblo habrá ya siempre un lugar de privilegio en el imaginario colectivo y entre las más hermosas realizaciones de la cultura española de nuestro tiempo
Parafraseo al poeta Paul Éluard: hay muchas Marisas en Marisa y bastaría un repaso de los centenares de películas y producciones teatrales que llevan su firma para comprobarlo. En la eterna e indestructible aleación con el talento de Almodóvar nos legó la actriz madrileña un bello catálogo de todos los arquetipos y emociones posibles. Personajes muy diferentes, pero que, milagrosamente, como en una transfusión en vivo de verdad y sabiduría, eran siempre ella misma, Marisa Paredes.
Con Almodóvar fue la escritora de novela rosa, desencantada de su oficio y cercada por el desamor y la impertinente realidad. La actriz rutilante, tan adusta como generosa y compasiva, aún en su grandeza. La cantante icónica, peleada con su hija, esclava a perpetuidad de un bolero, en cuya mirada y en cuyas canciones encontramos todas las excusas para la ternura. O la monja lisérgica, recluida entre los barrotes de un desdichado amor.
Hay muchas Marisas en Marisa y para todas y cada una de las caras de esta diva del pueblo habrá ya siempre un lugar de privilegio en el imaginario colectivo y entre las más hermosas realizaciones de la cultura española de nuestro tiempo.
Marisa Paredes ha compartido, con su público, algo más: su compromiso político, su profundo civismo. Nunca dejó de alzar su voz para condenar las injusticias y reclamar condiciones laborales y de vida dignas. Para afirmar el papel de las mujeres, en pie de igualdad, en nuestra democracia. Y para ser, a lo largo de su prolífica carrera, un altavoz contra la censura, las tentativas reaccionarias de volver al pasado y en defensa de aquello que nos hace humanos y, por tanto, animales políticos: la capacidad de pensar críticamente, de crear, de ser libres para traducir, en un largometraje o una obra de teatro, todo aquello que somos y amamos.
Marisa estuvo allí podría ser el título de ese largometraje que nunca querríamos dejar de ver. Estuvo allí, con apenas 15 años, en la más dura de las posguerras, saltándose todas las convenciones sociales del franquismo que desaconsejaban la carrera de artista para una chica decente y de clase obrera. Estuvo con la profesión y sus derechos, desde la ya mítica huelga de actrices y actores de 1975, hasta su impecable labor al frente de la Academia de Cine.
Contestó leyes ominosas, se plantó ante las mentiras y manipulaciones, negándose, con el mundo de la cultura, a que nuestro país participase en una guerra injusta, la de Irak, en una histórica gala de los Goya que avivó la conciencia solidaria de la ciudadanía española.
Marisa estuvo allí, contra el negacionismo. Frente a quienes predican, aún lo hacen, el odio a la diversidad y el miedo al diferente. En todo eso fue inflexible y ocurrente, poderosa, intensa, sin excusas. Valiente y audaz. Única.
Marisa estuvo allí también, reclamando respeto para los derechos de la comunidad LGTBIQ+, en apoyo a Palestina, o contra la tala de los árboles en esa plaza de Santa Ana de Madrid, presidida por su querido Teatro Español, epicentro y aleph castizo de todas sus historias.
Marisa estuvo allí, con la gente, a favor de la libertad y de la cultura. Del lado de la belleza y del compromiso con las personas. Y así la recordaremos siempre, si es que su voz inconfundible y su vivo ejemplo nos permitiesen algún día olvidarla.
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Ernest Urtasun es ministro de Cultura.
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