Noticias de J.

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La vida de J. se detuvo hace un mes cuando no consiguió levantarse de la cama. Llevaba unos días sintiéndose mal. Llamaron a una ambulancia y se lo llevaron. Atrás quedaban su mujer y sus hijas también contagiadas, pero con síntomas leves. J. trabaja con chicos con discapacidad que viven en una residencia. Aquella noche cruzó la puerta de urgencias de un hospital: lo sedaron y lo intubaron. Desde entonces, su vida está en suspenso en una UCI, lejos de su casa, porque fue trasladado para equilibrar los ingresos entre hospitales de la región. Pasa un día boca abajo y otro boca arriba. Cuando le despiertan, intenta hablar y no puede y está desorientado. El proceso es muy lento, tengan paciencia, pueden pasar semanas, está muy mal, les dicen los médicos. Desde el 20 de diciembre, todos los días, un médico llama desde el hospital a su casa para dar noticias sobre su estado. Mejora y empeora. Avanza y retrocede. A veces, la familia puede verlo a través de videollamadas. Les asustan la cantidad de tubos y cables, la barba crecida, la hinchazón del cuerpo. Él no es consciente de cuánto tiempo lleva así. ¿Quién puede concebir esa angustia?

¿Podemos nosotros?

Casi cinco mil millones de entradas desprende la palabra covid en un buscador. Más de veintiún millones de noticias en medios. En este periódico se han publicado miles de piezas. Cada segundo, artículos como este son vertidos desde ordenadores como este a un auditorio infinito y desconocido.

Aprendemos palabras sin percibir el caos que arrastran sus letras: confinamiento, serología, zoonosis, pródromo, Wuhan. Y entonces, cuando nos parece que el covid-19 no guarda sorpresas, alguien cercano enferma y el peso de la pandemia entra sin llamar en una casa y lo cambia todo. Y entonces te das cuenta de que no sabías nada. Entonces, te mueres de miedo.

En ese momento, las noticias acerca de la pandemia tienen el oxígeno de unos pulmones concretos. Te preguntas acerca de lo que pensó J. antes de la sedación, qué intenta decir cuando se despierta, en qué inconsciencia habita, cómo es esperar esa llamada cada tarde. Los periodistas saben muy bien que un hecho cercano al lector, cultural o territorialmente, es más susceptible de ser noticia que otro alejado de sus intereses o preocupaciones. Lo sabemos porque la muerte o la violencia no frenan en otros lugares del mundo y sobrevivimos sin escribir sobre ella, sin pensar en ella. Cada día, como ese periodista que descarta noticias, elegimos obviar en nuestra rutina las dimensiones humanas de esta crisis para poder sobrevivirla emocionalmente. Dejamos escapar con ello la empatía hacia los centenares de familias que pierden a alguien. Y dinamitamos para ser felices nuestro propio estado de alerta, la forma en que hemos sobrevivido desde antes de caminar erguidos. Poner un solo nombre a una de las cifras del covid cierra de golpe la puerta de tu casa a la calle. Y entonces, el pequeño editor de noticias que llevamos dentro atiende y las noticias del covid se convierten en las noticias de J.

El lugar donde debió crecer la unidad ha sido tomado por la agresividad. Hace muchos meses que nos hicieron pensar que las medidas también tienen ideología cuando la ideología la tiene el desorden de prioridades agudizado por esta crisis. Y en lugar de afrontar el debate de cómo llevamos a cabo las fórmulas para doblegar una curva y la eficacia de las restricciones y sus daños en los diferentes sectores y ciudadanos, esa cogobernanza caótica (otra palabra que asumimos) nos transmite que la importancia reside en quién toma esas medidas, nos avisa de que quien nos salva hoy, nos hará daño de otra forma en el futuro.

Ya hubo un funeral de Estado. Ya se descubrió un monumento a los sanitarios. Ya cantamos victoria una vez. Pero la tercera ola de contagios se despliega delante de nosotros como un tsunami. Ojalá no puedan, porque no lo saben, ponerle nombre a esos que se llevará por delante. Pero nombre tienen.

La vida de J. se detuvo hace un mes cuando no consiguió levantarse de la cama. Llevaba unos días sintiéndose mal. Llamaron a una ambulancia y se lo llevaron. Atrás quedaban su mujer y sus hijas también contagiadas, pero con síntomas leves. J. trabaja con chicos con discapacidad que viven en una residencia. Aquella noche cruzó la puerta de urgencias de un hospital: lo sedaron y lo intubaron. Desde entonces, su vida está en suspenso en una UCI, lejos de su casa, porque fue trasladado para equilibrar los ingresos entre hospitales de la región. Pasa un día boca abajo y otro boca arriba. Cuando le despiertan, intenta hablar y no puede y está desorientado. El proceso es muy lento, tengan paciencia, pueden pasar semanas, está muy mal, les dicen los médicos. Desde el 20 de diciembre, todos los días, un médico llama desde el hospital a su casa para dar noticias sobre su estado. Mejora y empeora. Avanza y retrocede. A veces, la familia puede verlo a través de videollamadas. Les asustan la cantidad de tubos y cables, la barba crecida, la hinchazón del cuerpo. Él no es consciente de cuánto tiempo lleva así. ¿Quién puede concebir esa angustia?

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