Las ocho en punto era el único momento de expresión colectiva y sincronizada y de conexión personal “directa” entre los españoles confinados. En la vida normal nuestra naturaleza gregaria se percibe en las calles, los parques, los cines y los bares. En las ciudades vacías solo ese aplauso permitía expresar algo más que el genuino amor familiar de los encuentros virtuales de las videollamadas, o la desbocada pelea pandillera en las redes sociales.
Esos aplausos expresaban de manera coordinada, casi mágica, la pulsión de unidad de una comunidad. Hay una pequeña literatura científica sobre el aplauso, un fenómeno sociológico fascinante, curiosamente asociado a otros fenómenos de “contagio” social. El aplauso es, en efecto, altamente contagioso: es difícil inhibirse cuando alguien lo inicia. Ofende al grupo quien no lo sigue. El disidente que no aplaude sabe que al no hacerlo muestra su disconformidad con la mayoría. El desarrollo del aplauso obedece a una dinámica social espontánea pero implícitamente organizada. Dura lo que quiere el grupo: es una expresión muy sofisticada aunque simple en apariencia de la voluntad de la multitud. Es también tan sonoro como el grupo acuerda. Sin embargo nadie fija previamente ni la duración ni el volumen de la ovación.
Desde el sábado, cuando se relajen las normas del confinamiento y las familias puedan pasear, el aplauso de las ocho de la tarde pasará probablemente a la historia, porque dejará de tener sentido. Pero hace ya días que los aplausos suenan mucho más débiles, y no creo que sea solo por el cansancio de la gente ni solo porque afortunadamente la lucha de los sanitarios es menos épica hoy que hace unas cuantas semanas. En la ruptura de ese hábito social que habíamos adquirido para premiar el esfuerzo colectivo ha habido también una intención explícita de la derecha insidiosa, cabreada y miedosa.
Quizá no fue solo culpa de esa derecha, porque el antecedente más visible fue la llamada a la cacerolada contra el rey, promovida por la izquierda, mientras pronunciaba su mensaje a la nación. Pero luego sobrevino la convocatoria más general a pegarle a los cazos a las 9 de la noche en contra no ya del monarca, sino del Gobierno.
La constelación conservadora, a través de las redes sociales y de los medios de comunicación que promueven sus causas, logró contrarrestar un fenómeno apolítico, optimista y unificador, con una expresión politizada, divisiva y frentista. Para el sábado, sorteando según dicen las limitaciones legales, se ha convocado incluso una caravana de coches y motos abanderados por el Paseo de la Castellana de Madrid, para pedir “la dimisión del Gobierno”. A mí me ha llegado la convocatoria desde el teléfono de varios amigos ultraconservadores que conservo.
El odio que rezuma esa gente no es en absoluto proporcional a las críticas legítimas que puedan hacerse a la gestión del Gobierno. Es lógico cuestionar si los niños han de pasear una hora o dos, señalar las dificultades y las paradojas de las decisiones, criticar negligencias o cuestionar medidas... Pero hay algo en cierta derecha española que trasciende la normal discrepancia política para convertirse en una actitud deplorable de ribetes nítidamente fascistas.
No es nuevo. De hecho, lo anormal en la reciente historia de España sería que los líderes nacionales de la derecha –PP y ahora también Vox– mostraran voluntad de cooperación con sus adversarios políticos. Por mucho que proclamen su lealtad, nunca ha sido realmente así. Ni siquiera cuando las palomas mandaban en el partido, frente a los halcones aznaristas hoy dominantes, renunció el PP a la hostilidad contra los socialistas. Tan es así que al propio PP, cuando aflojó ligeramente en su acoso al PSOE, le salió un hermano macarra y faltón, sectario y dogmático, que llamaron Vox. Hoy, el hermano mayor se ve obligado a emular al adolescente para que no le acusen de ser “la derechita cobarde”.
Por supuesto que hay excepciones conocidas: hombres y mujeres moderados que no levantan la voz, que no insultan, que actúan realmente con voluntad de acuerdo y con espíritu de servicio. Pero la deslealtad institucional del PP y de Vox adquiere formas espantosas. Se culpa a Sánchez directamente de las muertes. Se vilipendia sin piedad, se miente, se manipula, se exagera y se utilizan distintas varas de medir para los propios y para los extraños.
Es cierto que España, durante esta crisis, ha sido distinta en eso. He observado hasta donde he podido el comportamiento de las oposiciones en una decena de países. Entre los vistos no hay ninguno en que la hostilidad sea mayor que en España. Ni siquiera en Estados Unidos, que tiene a cargo del Gobierno a un auténtico lunático, los demócratas muestran el odio que aquí manifiesta la derecha. No digamos en Francia, en Italia, en Reino Unido o en Portugal.
Entre los cientos de horas de comparecencia de los socialistas en ruedas de prensa, en comisiones o plenos parlamentarios, tan solo se encuentran algunos ataques punzantes, ni siquiera ofensivos, en su portavoz en el Congreso o en algún líder territorial aislado. Ni el presidente del Gobierno, ni la nueva “vicepresidenta” coyuntural, Teresa Ribera, responsable de la desescalada, ni menos aún en el ministro de Sanidad, Salvador Illa, han perdido las formas en ningún momento. Podrá discreparse de sus decisiones. Se les puede considerar incompetentes. Se puede por supuesto pedir su dimisión. O incluso su ingreso en prisión. Pero la asimetría entre su estilo y el estilo estridente y bronco de la derecha es evidente. Illa lo dijo muy bien el otro día: “No voy a caer en sus provocaciones. Ni en su lenguaje. Usted es libre de escoger el lenguaje que quiera. Yo también el mío.”
No entiendo qué es lo que el PP pretende con semejante desproporción en el ataque (Vox es otro cantar: el extremismo tiene su público, que es aún afortunadamente minoritario). Los ciudadanos dejarán de aplaudir a los médicos a las ocho, pero seguirán reclamando, en un 80 por ciento, el acuerdo y la unidad de los políticos ante la emergencia. Y castigarán a quien no responda a la llamada. El PP se equivoca en la estrategia pero, en efecto, es muy libre de escoger su lenguaje.
Las ocho en punto era el único momento de expresión colectiva y sincronizada y de conexión personal “directa” entre los españoles confinados. En la vida normal nuestra naturaleza gregaria se percibe en las calles, los parques, los cines y los bares. En las ciudades vacías solo ese aplauso permitía expresar algo más que el genuino amor familiar de los encuentros virtuales de las videollamadas, o la desbocada pelea pandillera en las redes sociales.