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En el relato inventado por la derecha desde el año 1936 hasta 1975, y por inercia mantenido hasta bien entrada la Transición, en la Segunda República reinaban el desorden y la anarquía. Tan persistente es esa narrativa, que Pablo Casado se ha atrevido a afirmar esta semana en el Congreso de los Diputados, y sin ruborizarse, que "la Guerra Civil fue un enfrentamiento entre quienes querían la democracia sin ley y quienes querían la ley sin democracia".
El líder de la oposición y del Partido Popular refuerza así esa versión equidistante según la cual había antes de la Guerra dos Españas, una revolucionaria y otra reclamando orden. Que el golpe de Estado, de algún modo, estaría justificado en la necesidad de estabilidad ("Ley sin Democracia"). Se trata de una visión disparatada que echa por tierra el consenso de los historiadores que sin ningún tipo de matiz llaman a las cosas por su nombre: Franco protagonizó un golpe de Estado en una España democrática, por muy frágil e inestable que fuera.
Por si hay alguna duda de la Ley que entonces regía en nuestro país, harían bien Casado y sus diputados en visitar en la propia página web del Congreso la Constitución de 1931 (aquí). Se trata de un texto homologable al de cualquiera de los países democráticos europeos de la época. Se establecía en él que España era un "Estado integral", una "República democrática de trabajadores de toda clase, que se organiza en régimen de Libertad y de Justicia", en la que "todos los españoles son iguales ante la Ley".
La Ley que según Pablo Casado no existía fijaba la libertad de expresión, de reunión, de sindicación; asumía los principios del Derecho internacional; y generaba un Estado autonómico parecido al que tenemos hoy, aunque reservaba para el Estado competencias muy amplias. Esa Constitución fue el paraguas que permitió que España creara en pocos años miles de escuelas y decenas de hospitales, que impulsara un proceso, aún tímido, de emancipación de las mujeres que incluía el derecho al sufragio, al divorcio o a la autonomía personal.
Esa Ley máxima de 1931 era tan avanzada que en su artículo 26 garantizaba, mucho más que nuestra Constitución actual, la laicidad del Estado, eliminando los privilegios del clero, prohibiendo la financiación pública de cualquier religión y, siguiendo el modelo francés, dejando la práctica religiosa para el ámbito privado.
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Eso era demasiado para unas derechas y una Iglesia Católica que no podían tolerar tamaña afrenta. La "cuestión religiosa" se convirtió así en la principal línea de ruptura del país, la que más hostilidades generó.
En la España previa a la Guerra Civil no era todo armonía, en absoluto. Y existían impulsos revolucionarios tanto de un lado como del otro. Pero aceptar, en línea con el revisionismo histórico del franquismo y del pensamiento conservador, que Franco vino a poner orden y ley en una España que no tenía ni el uno ni la otra, es una barbaridad y un atentado contra la verdad histórica.
Sabemos lo que pasó cuando el golpe de Estado generó una guerra entre españoles y una Dictadura de 40 años. España quedó aislada, atrasada y depauperada. La "ley sin democracia" generó un atraso a nuestro país del que aún no nos hemos recuperado. De haber sobrevivido el imperio de la Ley que consagraba aquella Constitución democrática de 1931, la ley que Casado ignora, es posible que España fuera hoy un país mucho más estable y avanzado de lo que hoy es.
En el relato inventado por la derecha desde el año 1936 hasta 1975, y por inercia mantenido hasta bien entrada la Transición, en la Segunda República reinaban el desorden y la anarquía. Tan persistente es esa narrativa, que Pablo Casado se ha atrevido a afirmar esta semana en el Congreso de los Diputados, y sin ruborizarse, que "la Guerra Civil fue un enfrentamiento entre quienes querían la democracia sin ley y quienes querían la ley sin democracia".
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