Romper imágenes no es nuevo. La iconoclasia (literalmente, en griego, la ruptura de imágenes) es tan antigua como la civilización. La sustitución de unas imágenes por otras, o su supresión, es una obsesión de los líderes religiosos y políticos de siempre. No hay nada nuevo en echar una estatua al mar. Los seres humanos nos hemos dedicado a lo largo de la historia a sustituir unos símbolos por otros y a enviar al almacén o al museo las estatuas que en otro tiempo servían para ensalzar a los héroes populares. En España ya quedan pocas estatuas de Franco y hasta hace poco su retirada provocaba fuertes pasiones de un lado y de otro.
Quizá a este respecto el más listo de todos los líderes políticos haya sido Fidel Castro, que prohibió taxativamente ningún monumento ni retrato ni lugar público bautizado con su nombre que le ensalzara ni en vida ni tras su muerte. En sus declaraciones, Fidel se mostraba modesto. Por ejemplo cuando decía, en 1966, “no es necesario estar viendo una estatua en cada esquina, ni el nombre del dirigente en cada pueblo, por todas partes, ¡no!; porque eso revelaría desconfianza de los dirigentes en el pueblo, eso revelaría un concepto muy pobre del pueblo y de las masas”. Prohibió mientras gobernaba Cuba cualquier monumento o dedicatoria a líderes políticos vivos. Y antes de morir prohibió también que se le hiciera a él cualquier monumento o dedicatoria urbana póstuma.
Puede que el líder de la revolución cubana estuviera pensando solo con altruismo y modestia, pero es más probable aún que pensara estratégicamente, sabiendo que las imágenes de los políticos tienen la vida tan corta como sea el tiempo que tardan en llegar los adversarios al poder y ordenar la liquidación de los homenajes a los antecesores. Castro no tendrá el problema que tiene ahora la Casa Real española, por ejemplo, porque , ¿qué vamos a hacer con los bustos del rey emérito Juan Carlos I? ¿Y con el nombre de su parque o su universidad madrileños? Si su hijo le ha retirado la asignación económica mensual por motivos que sospechamos pero que no se nos han declarado, ¿cuánto debemos tardar nosotros en quitarle estatuas y universidades y parques?
En fin, esas batallas que tienen como munición las efigies, los nombres de las calles y los parques o los retratos no son nuevas en absoluto, como vemos. Lo que sí es nuevo es la velocidad con la que se contagia el fenómeno, que convierte los ataques a los monumentos en pequeñas revueltas sociales más o menos espontáneas y compartidas online por millones de personas. En Estados Unidos se han vandalizado, en solidaridad con el movimiento Black Lives Matter, estatuas de cualquiera que tuviera algo que ver con el esclavismo o la colonización, como Colón, el presidente Andrew Jackson e incluso de Cervantes, aunque el más afectado ha sido probablemente Junípero Serra, el monje mallorquín que evangelizó California.
Un gobernante prudente no haría mucho contra esas reacciones populares que terminan por derribar una estatua con unas cuerdas, mancharla de tinta roja o romperle la cabeza. Son actos de vandalismo cargados de motivaciones ideológicas, pero denunciarlos en exceso sólo contribuye a exacerbar los ánimos y provocar aún más encendidas reacciones.
Por eso me parece irresponsable Trump cuando amenaza con arrestar a los que rompen las estatuas, o la concejala de Palma de Mallorca Sonia Vivas señalando en un tuit la estatua de Junípero en la ciudad, que al día siguiente despierta pintada de rojo. Me parece irresponsable incluso detener al (por otro lado descerebrado) expolicía que dispara con su rifle contra las fotos de Pedro Sánchez, Pablo Iglesias o Irene Montero. Me parece irresponsable y de muy poco encaje político decir, como dijo el vicepresidente primero, que el pistolero estaba profiriendo “amenazas de muerte” por el hecho de dispararle a su foto.
Me parece irresponsable porque lo único que hacen las autoridades que se rasgan las vestiduras por los ataques iconoclastas es alentar aún más la iconoclasia. Y una turba atacando imágenes, quemando fotos y derribando estatuas configura un paisaje muy poco deseable.
Romper imágenes no es nuevo. La iconoclasia (literalmente, en griego, la ruptura de imágenes) es tan antigua como la civilización. La sustitución de unas imágenes por otras, o su supresión, es una obsesión de los líderes religiosos y políticos de siempre. No hay nada nuevo en echar una estatua al mar. Los seres humanos nos hemos dedicado a lo largo de la historia a sustituir unos símbolos por otros y a enviar al almacén o al museo las estatuas que en otro tiempo servían para ensalzar a los héroes populares. En España ya quedan pocas estatuas de Franco y hasta hace poco su retirada provocaba fuertes pasiones de un lado y de otro.