Uno de los asuntos en los que los fascistas se encuentran más cómodos es la inmigración. Hablando de inmigración a su modo, la extrema derecha refuerza sus tres fundamentos morales más conspícuos: la Identidad –nosotros, los nacionales, frente a los extranjeros–, la Autoridad –mayor control y orden–, y la Pureza –la protección de nuestras virtuosas tradiciones ante las costumbres de los bárbaros–.
Para facilitarse la tarea, el extremista de derechas sistemáticamente utiliza un marco, una narrativa, tan miserable como falaz. Lo vamos a llamar “el marco legal”. Consiste en identificar al inmigrante sin documentación, como “inmigrante ilegal”. Un concepto que incluso la izquierda da por bueno, aunque sea de manera inconsciente. Nadie llama a un conductor que se queda sin puntos “conductor ilegal”, ni al empresario que defrauda la seguridad social de sus empleados se le llama “empresario ilegal”. Pero con los inmigrantes es distinto: el que entra en otro país sin papeles, se convierte en “inmigrante ilegal”.
Convertido en “ilegal”, es fácil dar el salto para identificar al migrante también con la criminalidad. El aznarismo practicó el truco hace dos décadas en España (sospecho que no por inteligencia política, sino porque realmente se lo creía), de modo que asociaba cada vez que podía la crimininalidad con la inmigración. Los presos de nuestras cárceles eran inmigrantes, quienes agredían a las mujeres también. La delincuencia aumentaba porque había demasiados inmigrantes. Exactamente lo mismo que dicen otros políticos fascistas de hoy. Trump habla directamente de los mexicanos criminales que violan y roban en Estados Unidos, Salvini y Orbán de los que lo hacen en Italia o en Hungría.
Ilegales y criminales, los inmigrantes de manera natural son automáticamente una amenaza: se habla así de “invasión”, de “entrada masiva”, de “hordas”... se dice que “aquí no cabemos todos”.
En un mítin memorable de aquella época, Zapatero trató con una sencilla frase de cambiar el marco conservador por otro que los progresistas deberíamos utilizar sin descanso: los inmigrantes son quienes cuidan de nuestros mayores y nuestros niños, quienes limpian nuestros hospitales, quienes nos sirven en los restaurantes y conducen nuestros taxis. Es sencillamente falso que los inmigrantes roben nuestro trabajo o nuestros servicios. Los datos están para confirmarlo, aunque es preferible no abrumar con ellos. Los países con más migrantes –un fenómeno, la migración, por otro lado, inevitable en cualquier sociedad acomodada– son más prósperos, más sanos, mejores.
Los inmigrantes ocupan puestos de trabajo que los nacionales desprecian, rejuvenecen las poblaciones que les reciben y contribuyen con ello a mantener la caja de las pensiones. Si pudimos pagarlas en los años de la bonanza económica, en la primera década del siglo, fue precisamente porque llegaron a España unos cuantos cientos de miles de inmigrantes que cotizaron a nuestra maltrecha Seguridad Social. Si alguien puede salvar el equilibrio de nuestro gasto social en un futuro próximo son precisamente los inmigrantes, a menos que nos pongamos a tener hijos como los mormones.
Por supuesto, que intentemos cambiar el marco para comprender la inmigración no quiere decir que pequemos de ingenuos. Como sucede con el resto de las áreas de la convivencia, debe haber normas que regulen la entrada de personas en otros países. Los progresistas también estamos a favor del cumplimiento de las leyes, naturalmente. Es absurdo satanizar demasiado los muros, cuando en cualquier país del mundo hay muros que marcan las fronteras, ya sean físicos como las alambradas con cuchillas que separan Marruecos de España, o personales, como los policías que piden el pasaporte en los aeropuertos.
Discutiendo la conveniencia o no de poner muros, entramos en el juego simbólico de los fascistas, y generalmente perdemos. Es preferible dedicar ese tiempo a reenmarcar el asunto de manera favorable y veraz:
Insistiendo en que las personas no son legales o ilegales. Podrán ser, en todo caso, personas indocumentadas o, como mucho, en situación irregular. Y en muchos casos son sencillamente seres humanos que huyen de la guerra y de la pobreza, cuando no puedan ser calificados como refugiados.
Hablando de “crisis humanitaria”, no de “avalancha” ni de “invasión” ni de “entrada masiva”.
Ver másEl mentiroso en su habitat natural
Enfatizando las oportunidades. Los inmigrantes contribuyen a nuestra economía, son trabajadores y trabajadoras esforzados y son un importante aporte al bienestar de los países que los acogen.
Apelando a la solidaridad y los derechos humanos, pero también a una gestión ordenada de las entradas y la acogida (que en el caso de España ha de ser necesariamente en común con la Unión Europea).
Señalando que hay que cumplir las leyes, por supuesto. Pero también que quienes más frecuentemente incumplen las leyes en este ámbito no son los propios inmigrantes, sino los señoritos que les contratan para limpiar la casa sin pagar los seguros correspondientes, o los que los ponen a trabajar en los cultivos y en las obras sin respetar sus derechos más elementales.
Uno de los asuntos en los que los fascistas se encuentran más cómodos es la inmigración. Hablando de inmigración a su modo, la extrema derecha refuerza sus tres fundamentos morales más conspícuos: la Identidad –nosotros, los nacionales, frente a los extranjeros–, la Autoridad –mayor control y orden–, y la Pureza –la protección de nuestras virtuosas tradiciones ante las costumbres de los bárbaros–.