Allí estuvieron los reyes de España, quizá sin quererlo, alimentando la idea nefasta que se apodera del mundo en este tiempo de neofascismo rampante: las instituciones representativas no son capaces de responder a las necesidades ciudadanas. Y hay que recurrir a las que no lo son: a los jueces, a los militares, a los reyes, a los valientes voluntarios autogestionados, a los medios de comunicación (que curiosa “coincidencia” esa entrevista improvisada de Carlos Alsina con la reina que diluyó el cordón de seguridad durante algunos segundos…). “El pueblo salva al pueblo” en ausencia de los políticos paniaguados y perezosos. El pueblo es virtuoso y la política vil, por definición.
El Partido Popular, preso de su lucha electoral agónica con la ultraderecha, se presta con gusto al frenesí antipolítico: lo que falló no fue Carlos Mazón, según su propio testimonio, sino “el sistema”. Feijóo y los suyos llevan sin pudor el cuestionamiento hasta Bruselas para cobrarse la pieza de Teresa Ribera, igualando falaz y maliciosamente sus responsabilidades con las del presidente de la Generalitat Valenciana, máximo responsable legal y moral de la intervención en una Emergencia que él mismo decretó de Nivel 2, en concierto con el Gobierno Central.
El último y pintoresco síntoma de esta pulsión que denigra a las instancias representativas ha sido el nombramiento de un militar jubilado como vicepresidente del Gobierno valenciano. Los militares tienen tanto derecho como cualquier otro ciudadano a participar en política, y deseamos a Gan Pampols todo el éxito en el desempeño de las tareas de reconstrucción en los municipios devastados. Pero aparte del hecho de que no se recuerde antecedente similar desde tiempos de Gutiérrez Mellado en plena Transición, llama la atención la insistencia con la que el teniente general afirma que “no aceptará directrices políticas”. ¿Entonces de dónde le vendrán las directrices? ¿De la divina providencia? ¿Prescindirá del control parlamentario? Cuando haya que decidir cuándo y dónde se ponen los recursos públicos para devolver la normalidad a miles de ciudadanos, ¿quién fijará los criterios? ¿Él? ¿Se dará prioridad a los pequeños comerciantes frente a los grandes? ¿A los niños o a los mayores? ¿La Consejería de Hacienda no tendrá nada que decir? ¿Tampoco el Gobierno de Sánchez o la Unión Europea?
El Partido Popular, preso de su lucha electoral agónica con la ultraderecha, se presta con gusto al frenesí antipolítico
Es obvio que los propios políticos tienen responsabilidad en el desprestigio de su profesión, y no ayudan ni la marrullería, ni la bronca en los hemiciclos ni el trapicheo que observamos con frecuencia en las negociaciones parlamentarias. Tampoco el recurso constante por parte de esos mismos políticos a los tribunales, concediendo un poder omnímodo a los jueces, cuyo corporativismo es, además, paradigmático.
Pero la fealdad de esos comportamientos no debería ocultar la belleza y las bondades de un sistema democrático que funciona como ningún otro podría hacerlo. Ya se sabe lo de Churchill ante los Comunes en 1947: “Se ha dicho que la democracia es la peor forma de Gobierno exceptuando todas aquellas formas que se han probado de vez en cuando…”. Quien salvó al pueblo fueron los funcionarios y las funcionarias: los militares bajo el mando de una ministra; los bomberos organizados por alcaldes o consejeras; los policías y las técnicas de Protección Civil ordenados por la autoridad correspondiente; también, claro, los voluntarios y los vecinos, que pueden canalizar su generosidad gracias a un sistema sometido a leyes y procedimientos que proporcionan las instituciones políticas.
La chispa que permite pasar de la democracia representativa a la dictadura es la conexión emocional entre “el pueblo” y el caudillo que se arroga su representación. Está pasando ya en Estados Unidos, una nación que se pretendía paradigma de la tradición democrática y que no ha conocido dictadores en su corta historia. Y pasará en España si no nos cuidamos, desde el rey hasta el último funcionario público, de salvaguardar el inmenso valor de lo público. Quien salva al pueblo es el Estado que el pueblo forma. Lo demás es el monstruoso populismo que nos acecha.
Allí estuvieron los reyes de España, quizá sin quererlo, alimentando la idea nefasta que se apodera del mundo en este tiempo de neofascismo rampante: las instituciones representativas no son capaces de responder a las necesidades ciudadanas. Y hay que recurrir a las que no lo son: a los jueces, a los militares, a los reyes, a los valientes voluntarios autogestionados, a los medios de comunicación (que curiosa “coincidencia” esa entrevista improvisada de Carlos Alsina con la reina que diluyó el cordón de seguridad durante algunos segundos…). “El pueblo salva al pueblo” en ausencia de los políticos paniaguados y perezosos. El pueblo es virtuoso y la política vil, por definición.