Buena parte del electorado del Partido Popular, el que cortejan los halcones del PP de observancia aznarista, no se rige por criterios “racionales”. No al menos por los que manda la racionalidad cartesiana de la Ilustración europea, aquella según la cual frente a la fe está la razón, frente a la superstición los hechos, frente a la creencia la ciencia.
Las ciencias del comportamiento nos han enseñando tardíamente, que llevamos siglos sobreestimando nuestro cerebro en sus capacidades más analíticas. Que el cerebro humano está hecho más bien para sobrevivir que para razonar. Y para sobrevivir con más comodidad, que a la postre de eso se trata, es más barato guiarse por un sistema de pensamiento rápido, de bajo consumo, facilón. Los ultraconservadores son más proclives a armarse de esas herramientas que los moderados y los progresistas. No es una suposición ni una hipótesis. Hay una impresionante constancia científica sobre el asunto.
En 1964 Richard Hofstadter documentó la base de pensamiento “paranoide” que se asociaba a las corrientes de ultraderecha en los Estados Unidos del siglo XIX y XX: los movimientos contra los masones, contra los católicos, contra los mormones, el nativismo racista, la resistencia al New Deal de Roosevelt, las purgas contra los “comunistas” del senador McCarthy… “La exageración calenturienta, la sospecha y la fantasía conspirativa”, concluye Hofstadter, estaban en la base constitutiva de esos movimientos. Adorno ya había validado hipótesis muy similares en 1950 describiendo la “personalidad autoritaria”, que había favorecido el ascenso del fascismo.
Esa rica base teórica ha generado decenas de estudios empíricos en Estados Unidos y en Europa, con resultados cuya solidez y persistencia son difíciles de encontrar en la sociología política. Un esfuerzo por recoger toda esa literatura científica lo hicieron cuatro profesores de California en 2003 (aquí). En un meta análisis de más de 88 investigaciones empíricas sobre la cuestión, en 12 países distintos y a lo largo de más de 44 años, concluyeron que la ideología ultraconservadora estaba asociada a la intolerancia a la ambigüedad y a las incertezas, al dogmatismo, a la simplicidad cognitiva y la necesidad personal de orden, estructura y conclusión. También a la percepción de la existencia de amenazas sistémicas y a la ansiedad ante la muerte.
Los ultraconservadores adoptan más frecuentemente un pensamiento “intuitivo” y simple, que reniega de la ciencia y que sospecha de los poderes establecidos, a los que atribuye conspiraciones
La investigación ha continuado desde entonces, con resultados siempre idénticos y muy robustos: los ultraconservadores adoptan más frecuentemente un pensamiento “intuitivo” y simple, que reniega de la ciencia y que sospecha de los poderes establecidos, a los que atribuye conspiraciones que tratan de destruir el orden social tradicional (un ejemplo de estudios más recientes sobre la fuerte asociación entre el pensamiento conspirativo y el conservadurismo puede verse aquí). Llevado al más cercano ámbito de su forma de hablar, sucede lo esperado: los conservadores más extremistas se expresan enfadados, insultones y asertivos, resaltando las amenazas, oponiéndose al cambio, apelando a la tradición (ver aquí).
Podemos permitirnos la licencia, con permiso de la Academia, de afirmar que estamos ante creyentes. La razón pasa a un segundo plano. Prima la superstición y la idea de una misión salvífica. De algún modo, cuando Trump proclama a pesar de las evidencias que Obama no es estadounidense sino africano o que los demócratas no han ganado las elecciones y por eso invita a asaltar el Congreso, actúa con idéntica “lógica” que cuando Orban brama contra su compatriota George Soros, supuesto gran conspirador global, o cuando Bolsonaro cuestiona la utilidad de las vacunas. Actúan, sí, con la misma “lógica” que Díaz Ayuso que, en ejemplo más doméstico y castizo y de momento más inocuo e infantil, anuncia que “Madrid no se apaga”, ignorando las recomendaciones de ahorro de energía de su propio presidente o de la Unión Europea.
El problema no son sólo los profetas, sino la muchedumbre que está presta a seguirlos. Leo estos días el monumental Hitler y Stalin, de Laurence Rees. Ahí está todo lo que se debe saber. Líderes carismáticos que se convierten en sumos sacerdotes de una religión civil ultraconservadora, incendiaria y acrítica, ensimismados en su misión, valerosos y sin remilgos, que plantean al sus pueblos angustiados una solución colectiva de fácil consumo aunque de terrorífico destino.
Oponer la razón ilustrada ante tamaño desafío es imprescindible. A los profetas hay que ponerles todos los impedimentos legalmente posibles. La mentira y la superstición deben ser ridiculizadas, alejadas, acalladas. Esa tarea exige la construcción de una causa colectiva alternativa, que pasa precisamente por la resistencia activa ante la paranoia y por la generación de una misión colectiva que consiste justo en el rechazo de la fe para que prevalezca la razón. El movimiento ilustrado lo logró a lo largo del siglo XVIII en condiciones mucho menos favorables. Hemos ido y venido varias veces desde entonces y hemos derramado demasiada sangre. Quizá hayamos aprendido. Pero el desafío sigue siendo muy parecido.
Buena parte del electorado del Partido Popular, el que cortejan los halcones del PP de observancia aznarista, no se rige por criterios “racionales”. No al menos por los que manda la racionalidad cartesiana de la Ilustración europea, aquella según la cual frente a la fe está la razón, frente a la superstición los hechos, frente a la creencia la ciencia.