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Desde la tramoya

Patriotismo progresista

En lo que se refiere a la consideración que tenemos por nuestra cultura en comparación con otras, los españoles somos la gente más modesta de Europa. Sólo el 20 por ciento afirma que está de acuerdo con la frase Nuestra gente no es perfecta, pero nuestra cultura es superior a otras. Compárese con el 89 por ciento de los griegos, el 69 por ciento de los rusos, el 66 por ciento de los rumanos o los serbios o, más cerca de nosotros, en cifras similares, en torno al 50 por ciento de los ingleses, los alemanes, los italianos o los portugueses (datos de Pew Research).

La ausencia de ese nacionalismo cultural está en la base de la carcajada monumental con que buena parte del país celebró los excesos de Pablo Casado –por lo demás históricamente aberrantes– cuando apeló a la Hispanidad como el mayor hito de la historia universal, junto con la romanización. O también el sarcasmo con que habitualmente nos tomamos ese amor desmedido por España que muestra el atormentado pianista británico James Rhodes, que tenemos en Madrid de invitado desde hace algunos meses.

Será por lo mucho que durante la Dictadura se forzó la unidad de España, de su lengua y de sus tradiciones, y por las asociaciones políticas que se hicieron de ese patriotismo grandilocuente de bandera y águila imperial, pero lo cierto es que los españoles estamos en una fase histórica en la que las llamadas al orgullo nacional suenan a la mayoría cómicas, patéticas o, en el mejor de los casos, prescindibles.

Sin embargo, la identidad es uno de los fundamentos más relevantes en la vida de la gente y cuando hay grupos que lo exacerban, el sentimiento identitario provoca conflictos: el ultranacionalismo y el racismo son expresiones de ese exceso.

Hay, sin embargo, un patriotismo distinto, mucho menos locuaz, más discreto, pero que permite a los seres humanos apelar también a la identidad de su grupo en torno a valores comunes positivos. Si el patriotismo conservador se asienta sobre la idea de que la cultura propia es superior a las demás, el patriotismo progresista une a la gente en torno a la idea de que todas las culturas son más o menos igual de válidas. Aunque pueda parecer paradójico, en Madrid nos sentimos orgullosos de nuestra ciudad precisamente por su mestizaje, por su capacidad de acogida, por su fuerte identidad como ciudad-sin-identidad.

Si el patriotismo conservador considera que “primero es mi país”, el patriotismo progresista identifica a los nacionales con la idea de que es necesario compartir solidariamente espacio y recursos con los demás. De nuevo, España está entre los países más solidarios del mundo y también entre los más tolerantes. Las cifras son contundentes: los españoles estamos entre las naciones más dispuestas a acoger a refugiados, entre los más dadivosos en materia de cooperación al desarrollo, y entre los más comprensivos con las gentes de otras religiones. No digo que no haya racismo, pero hay mucho menos que en otros lugares.

Si el patriotismo conservador enarbola símbolos para unir a la gente en torno a ellos de manera obsesiva, hay un patriotismo progresista que permite a la gente identificarse con hechos más tangibles: orgullo de pertenecer a una comunidad que atiende bien a sus niños y a sus mayores, que cuida a sus enfermos, que se solidariza con los menesterosos y que promueve la igualdad de oportunidades. España tiene la mayor esperanza de vida de Occidente, uno de los mejores sistemas de salud del mundo y una estructura educativa que, aunque no tenga la calidad de los países más desarrollados, sí enseña a ricos y pobres de manera más o menos equilibrada.

Si el patriotismo conservador promueve el conflicto de la nación propia con sus enemigos,  el patriotismo progresista une a la gente en torno a una idea muy sencilla: los muchos frente a los pocos. La gran mayoría, los trabajadores y las clases medias, frente a los poderosos que pretenden perpetuar sus privilegios.

Si el patriotismo conservador se recluye en las fronteras de la nación, el patriotismo progresista, por definición, es el internacionalismo. España es uno de los países más europeístas de la Unión, y también uno de los países del mundo más comprensivos con los asuntos que suceden más allá de sus fronteras.

Claro que para que la vistosidad de las banderas y el ruido de los himnos no oculte el orgullo que muchos de nosotros sentimos por pertenecer a un país como España, no podemos sólo reírnos de quienes enarbolan las primeras o se emocionan con los segundos. Algún día quizá logremos que nuestra bandera no sólo señale solo a los nacionalistas egoístas, temerosos y arrogantes, sino también a quienes nos sentimos felices de pertenecer a este país, hoy uno de los más solidarios y progresistas del mundo.

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