Sin haber pasado aún por las urnas, elegido solo por el rey, el presidente Suárez comenzó la titánica tarea de cambiar por completo el tejido institucional de España. En sus cien primeros días, en el verano de 1976, aprobó el derecho de asociación, legalizó la ikurriña y tuvo que afrontar la dimisión de su vicepresidente por discrepancias con el rumbo claramente democrático de su Gobierno. Nombró a Gutiérrez Mellado en su lugar. Tras ganar las elecciones en el 77, también en los primeros tres meses de Legislatura, preparó la ponencia para la redacción de la Constitución, salió ileso de un intento de asesinato, sancionó a Rumasa, todo un símbolo nacional, y restituyó por decreto la Generalitat de Cataluña. El trabajo de Suárez y su Gobierno sólo sería reconocido décadas después, pero es hoy un hecho histórico indiscutible que desde que llegó al Gobierno no paró ni un solo día de hacer reformas históricas.
En sus primeros cien días de Gobierno, Leopoldo Calvo Sotelo tuvo que afrontar una situación política de extrema inestabilidad. Ya en la sesión parlamentaria de su investidura sufrió un golpe de Estado y su corta presidencia estuvo marcada por el nacimiento de las Comunidades Autónomas, la adhesión de España a la OTAN y la supervivencia de un Gobierno, y un partido, la UCD, en plena decadencia, acosados ambos por la derecha y por la izquierda.
En sus primeros cien días de Gobierno, en 1982, Felipe González se encontró con una crisis económica desoladora y una Administración caduca para dar respuesta al “cambio” en “una España que funcione”, tal como él y su partido habían prometido. En unas pocas semanas presentó una completa reforma de la Administración, que fue aprobada por su abultada mayoría absoluta parlamentaria. En los primeros días, el Gobierno también aprobó una prórroga del Fondo Especial de Ayuda al Desempleo.
En sus primeros dos meses, Aznar tuvo que negociar duro con los nacionalistas del PNV y de CiU, pero terminadas las conversaciones y de manera inmediata, aprobó un importante paquete de transferencias a las comunidades autónomas y de liberalizaciones en el sector de la energía y las comunicaciones. A la izquierda no le gustaron nada aquellas decisiones de los primeros cien días, pero no puede decirse que no las negociara y que no las asumiera con coraje.
Zapatero, en sus cien primeros días, ordenó la retirada de las tropas de Irak, subió becas y salario mínimo, terminó con el Trasvase del Ebro, presentó el proyecto de Ley Integral contra la Violencia de Género y se reconcilió con las familias de las víctimas del Yakolev-42, maltratadas y humilladas por el Gobierno anterior. Anunció también la aprobación inminente del matrimonio homosexual.
Rajoy, en sus primeros cien días, liquidó buena parte del legado de Zapatero. Decisión tampoco le faltó. Subió impuestos, terminó con las pocas ayudas sociales que quedaban en pie, abordó un completo programa económico de recortes, en pos de la austeridad impuesta por sus colegas conservadores europeos.
Naturalmente, todos ellos tuvieron dificultades. De arranque, de coordinación, de ejecución. Y no todos los presidentes contaron con las mismas condiciones, puesto que sus fuerzas sociales y parlamentarias eran diversas –no es lo mismo gobernar con mayoría absoluta como González o Rajoy, que con una minoría como todos los demás– y porque el contexto en que comenzaron su tarea también lo era –Suárez tenía que hacerlo todo, a Rajoy le bastaba con seguir apretando las cifras del presupuesto, por ejemplo.
Pero los cinco presidentes de la democracia previos a Pedro Sánchez (excluyo ahora a Calvo Sotelo por su interinidad) fueron capaces de contar una historia única, clara y coherente, nos gustara mucho, poco o nada. Democratización en el caso de Suárez. Progreso social en el de Felipe. Eficacia en el de Aznar. Talante social en el de Zapatero. Salir de la crisis durante el mandato de Rajoy. Los primeros cien días de cada cual marcaban ese rumbo.
El principal problema del Gobierno de Pedro Sánchez es la indefinición de ese relato. O lo poco afinada que suena su música. Se presenta un Gobierno potencialmente impecable, de ministras y ministros preparados y solventes, pero a los seis días dimite el primero y a los tres meses la segunda.
Se aplaude en el caso de la ministra de Sanidad su valentía y su honestidad al presentar su dimisión, cuando en realidad lo que hizo –un máster en condiciones muy favorables y el plagio de su TFM– son actuaciones claramente reprobables. La solvencia del Gobierno y el rechazo del favoritismo y el engaño, quedan de un plumazo contradichas.
El Gobierno lanza un mensaje contundente de solidaridad con quienes huyen de la guerra y el hambre, acogiendo al Aquarius –como me dijo un ministro del Gobierno, “nuestra retirada de las tropas de Irak”– pero luego devuelve en caliente, contradiciendo toda la doctrina socialista previa, a quienes saltan los espinos de nuestro muro. “Porque entraron violentamente”, se nos dice, como si habitualmente se entrara por allí paseando. Toda la política migratoria del PSOE –solidaria, respetuosa de los derechos humanos, compasiva– se cuestiona por una actuación policial específica.
El compromiso con los derechos humanos del Gobierno se refuerza cancelando la entrega de unas bombas de precisión, que podrían utilizarse en Yemen, pero sólo un rato: como los trabajadores se Navantia se enfadan porque sospechan que pueden dejarles sin trabajo, a los pocos días se da orden de servir el pedido de bombas al rico cliente árabe. El pacifismo del Gobierno y su compromiso con los derechos humanos, se pone en cuestión.
Sánchez se propone cerrar de una vez por todas –con el aval del Parlamento, con la mayoría social de su lado, con un informe de expertos que le dicen cómo hacerlo– las heridas del pasado, sacando a Franco de su mausoleo. Pero de pronto, sin explicaciones adicionales ni propuesta concreta, propone sustituirlo por un cementerio civil.
Como el Gobierno mantiene un compromiso con la “transición energética”, el presidente acepta un impuesto al diésel, pero la ministra al mismo tiempo dice que es “un globo sonda”.
El presidente se presenta –y da ejemplo con su propia trayectoria– como un defensor de la coherencia, el trabajo duro y la cercanía. El candidato que hace miles de kilómetros en su propio coche para recabar apoyos; el que se presenta en mangas de camisa blanca, organiza asambleas abiertas, pisa charcos, se enfrenta al establishment de su propio partido, mantiene su “no es no” en condiciones imposibles, sufre una conspiración de sus propios compañeros, deja el escaño por coherencia, renace de sus propias cenizas, vuelve a pisar la calle y gana con el apoyo de las bases y el rechazo de la élite. Pero cuando llega al poder, el aguerrido, coherente, cercano y luchador, se convierte en un líder de alto vuelo, alejado, elevado.
El problema, a mi modo de ver, no son los cambios de criterio, ni siquiera los bandazos. Todo el mundo entendió a la ministra Valerio cuando dijo, a propósito del sindicato de prostitutas, “me han colado un gol por la escuadra.” Se rectifica, quizá se cesa a alguien, y punto. Pero tus principios siguen siendo los mismos y la rectificación se produce precisamente para cumplir con ellos.
Lo que resulta problemático del Gobierno es que es difícil saber cuáles son esos principios.
La ciudadanía entiende que puede haber contradicciones entre pacifismo y pragmatismo económico, entre solidaridad con los migrantes y orden en las fronteras, entre la cercanía del presidente y la necesaria dignidad y seguridad de su cargo, etc., pero hay que tomarse el tiempo de explicarlo y de someter a la sociedad a sus propias contradicciones. Si los fundamentos morales están claros, sean los que sean, la gente los percibirá y la música sonará nítida, incluso aunque no guste.
Pero cuando la partitura no coincide con la melodía que se oye, los músicos parecen tocar su propia pieza o el director o sus asistentes se distraen de la dirección del concierto, entonces aparece el ruido.
No hay ningún partido político en España que tenga un cuerpo doctrinal, una experiencia ejecutiva y una aproximación a los problemas del país, tan extensos como los que tiene el PSOE. Los socialistas tienen propuestas hasta para la mejora de la cría del cangrejo de río. Y sus fundamentos son los mismos desde hace siglo y medio: la justicia social, la solidaridad, la defensa de los muchos frente a los pocos.
Como ocurre con toda la socialdemocracia europea, esos fundamentos se han puesto en cuestión en los últimos años, especialmente desde el azote brutal de la crisis de 2008. El PSOE tiene una oportunidad –y quizá no tenga más– de hacerlos valer en España. Se admiten bandazos si está claro el rumbo. Se admiten disonancias y ruidos si son fruto de la impericia de los primeros ensayos. Pero urge saber pronto cuál es el destino; cuál es el concierto que se quiere ofrecer.
Sin haber pasado aún por las urnas, elegido solo por el rey, el presidente Suárez comenzó la titánica tarea de cambiar por completo el tejido institucional de España. En sus cien primeros días, en el verano de 1976, aprobó el derecho de asociación, legalizó la ikurriña y tuvo que afrontar la dimisión de su vicepresidente por discrepancias con el rumbo claramente democrático de su Gobierno. Nombró a Gutiérrez Mellado en su lugar. Tras ganar las elecciones en el 77, también en los primeros tres meses de Legislatura, preparó la ponencia para la redacción de la Constitución, salió ileso de un intento de asesinato, sancionó a Rumasa, todo un símbolo nacional, y restituyó por decreto la Generalitat de Cataluña. El trabajo de Suárez y su Gobierno sólo sería reconocido décadas después, pero es hoy un hecho histórico indiscutible que desde que llegó al Gobierno no paró ni un solo día de hacer reformas históricas.