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Las redes sociales y el Ateneo de Madrid

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Hace doscientos un años, a la luz de la Ilustración europea, 92 personas crearon lo que entonces se llamó el Ateneo Español. En sus estatutos fundacionales, se decía que "sin ilustración pública no hay verdadera libertad: de aquella dependen principalmente la consolidación y progresos del sistema constitucional, y la fiel observancia de las nuevas instituciones". Perfectamente insertos en el espíritu liberal –en su más limpia acepción– aquellos hombres (las mujeres no estaban invitadas aún) trataron de generar un club en el que primara el pensamiento libre y la razón por encima de los dogmas religiosos y las pulsiones absolutistas de su tiempo.

Pocas ideas tan vigentes como aquella en esta era nuestra, tan distinta sin embargo. El debate político y social se ha convertido con demasiada frecuencia en un cenagal de hostilidades y simplificaciones. Las redes sociales en internet, que en la ciberutopía se ofrecieron idealmente como lugar de encuentro de las ideas diversas y del debate y la decisión colectiva, de la canalización de una supuesta "inteligencia de las multitudes", han demostrado más bien ser un activador de la polarización y de los odios tribales, y un difusor de idioteces y mentiras. Conscientes de que es mucho más viral un esperpento que una idea compleja, los políticos, los opinantes y sus asesores, nos afanamos en encontrar la destilación más vulgar y simple del pensamiento, para que corra y se difunda como un virus.

Las televisiones y las radios, y también la prensa escrita tradicional, sucumben con demasiada frecuencia a la presión de lo fugaz y del efectismo. Si en la transición española, por ejemplo, había programas de televisión –en el único canal posible– en los que se debatía durante horas sobre un tema alumbrado por los mejores intelectuales del momento, hoy parece que no hay tiempo ni para debatir, ni lugar para los intelectuales ni espacio que reúna la excelencia en las ciencias, en las artes y en las letras.

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Las redes sociales, las físicas, las carnales, no las virtuales, son más necesarias que nunca, porque nada puede sustituir la inspiración que las mujeres y los hombres físicamente juntos encuentran al compartir conocimiento. No hay aplicación electrónica alguna que sea capaz de generar la riqueza de una tertulia de un centenar de personas escuchando a los mejores intelectuales del país. Sospechamos que el impulso de nuestra generación, tras habernos confinado en nuestras casas durante tantos meses, será salir a la calle en cuanto sea posible, y llenar de vida los teatros, los museos y los bares. Algo así podríamos esperar también del debate social y político: estaremos con seguridad ávidos de encontrarnos en persona, hartos como estamos de las anodinas reuniones virtuales.

Ese espíritu de encuentro inspirador fue el que animó a los fundadores del Ateneo de Madrid, y es el que debería prevalecer en la institución, que actualmente atraviesa una grave crisis económica y de gestión. Situado ahora en tres edificios decimonónicos magníficos a cincuenta metros del Congreso de los Diputados, con una biblioteca y un salón de actos incomparables, el Ateneo de Madrid ha sufrido desproporcionadamente las consecuencias de nuestro tiempo. En los pasillos del Ateneo en los que debatieron los más importantes intelectuales, escritores y artistas de España y del mundo, apenas queda el recuerdo de la gloria pasada. Un grupo de socios veteranos y nuevos, con el nombre Grupo 1820, nos hemos propuesto encender de nuevo la luz casi apagada de la institución, que apenas pervive por el esfuerzo encomiable de unos cuantos socios.

El Ateneo será así lo que fue en su tiempo: una auténtica red social de mujeres y hombres comprometidos con el pensamiento más libre y con las más excelentes ideas, las más bellas artes y las letras más inspiradoras. Ilustración: ni más, ni menos. Tan imprescindible como hace dos siglos. O más si cabe.

Hace doscientos un años, a la luz de la Ilustración europea, 92 personas crearon lo que entonces se llamó el Ateneo Español. En sus estatutos fundacionales, se decía que "sin ilustración pública no hay verdadera libertad: de aquella dependen principalmente la consolidación y progresos del sistema constitucional, y la fiel observancia de las nuevas instituciones". Perfectamente insertos en el espíritu liberal –en su más limpia acepción– aquellos hombres (las mujeres no estaban invitadas aún) trataron de generar un club en el que primara el pensamiento libre y la razón por encima de los dogmas religiosos y las pulsiones absolutistas de su tiempo.

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