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Religión y estupidez

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El 85 por ciento de los humanos cree en Dios de un modo u otro y no se conoce ni una sola cultura en la que no haya alguna formulación de lo divino, entendido en sentido amplio: la existencia de una vida que da continuidad a esta tras nuestra muerte física y, también, vinculados a esa trascendencia, la compañía que nos ofrecen los espíritus. De esa creencia colectiva en lo sobrenatural derivan narrativas sobre el origen y el destino de la comunidad y normas para su funcionamiento y para la convivencia de la comunidad. Aunque se calcula que hay más de 40.000 religiones vivas, solo las cuatro grandes (cristianismo, islam, budismo e hinduismo), resumen las supersticiones de siete de cada diez creyentes del mundo.

La omnipresencia de la religión y su objetiva utilidad en la simplificación de la vida (aporta códigos normativos sencillos, tranquilidad y consuelo), genera en muchos ateos, como yo mismo, una reticencia al rechazo frontal que propugnan muchos pensadores (dos clásicos son Michel Onfray –Tratado de ateología– y Richard Dawkins –El espejismo de Dios–).

A partir de ahí, quedan pocas dudas de que la religión es, como muchas otras supercherías, una fuente extraordinaria de estupidez. Por los dioses los humanos matan con más ansia que cuando pelean por bienes materiales. Las disputas religiosas provocan por sí solas cientos de miles de muertes cada año. Y en este justo momento estamos asistiendo al espectáculo macabro que ofrecen los fanáticos al imponer un orden religioso brutal, que humilla a las mujeres, impone sus creencias y sus normas, y ejecuta a los infieles y los rebeldes.

En este aspecto somos afortunados quienes vivimos en Europa, porque el cristianismo dominante es una religión de baja intensidad, que convive más o menos bien con la razón y con la libertad. Aquí la cosa es fácil. Si no crees no pasa nada y la observancia básica de los creyentes cristianos es sencilla: apenas un culto a la semana, algunos agradables ritos de iniciación o de paso como los bautizos y las bodas, y poco más. Por supuesto, también abunda la estupidez religiosa entre los fundamentalistas cristianos, pero es improbable que éstos consigan imponer su orden entre nosotros, al menos a corto y medio plazo. No cabe esperar por suerte que los fundamentalistas europeos nos obliguen a ir al templo el domingo o que prohíban el sexo antes del matrimonio… ¡Si ni siquiera se atreverán a derogar el matrimonio homosexual!

Millones de personas en el mundo no corren la misma fortuna y el peligro del fanatismo religioso es para ellos mucho mayor que para nosotros, como estamos viendo. Es en momentos como estos cuando los europeos, instalados hoy en la comodidad de un orden social que es casi ateo a efectos prácticos, deberíamos salir en defensa de las personas, especialmente de las mujeres, que son víctimas de la brutal estupidez religiosa.

El 85 por ciento de los humanos cree en Dios de un modo u otro y no se conoce ni una sola cultura en la que no haya alguna formulación de lo divino, entendido en sentido amplio: la existencia de una vida que da continuidad a esta tras nuestra muerte física y, también, vinculados a esa trascendencia, la compañía que nos ofrecen los espíritus. De esa creencia colectiva en lo sobrenatural derivan narrativas sobre el origen y el destino de la comunidad y normas para su funcionamiento y para la convivencia de la comunidad. Aunque se calcula que hay más de 40.000 religiones vivas, solo las cuatro grandes (cristianismo, islam, budismo e hinduismo), resumen las supersticiones de siete de cada diez creyentes del mundo.

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