Vino y queso en Downing Street

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Hace dos años que Boris Johnson y los conservadores británicos arrasaron en las elecciones. Con ese impulso, el primer ministro pudo abordar el Brexit como una auténtica revolución que devolvería, literalmente, “el gobierno al pueblo”. La salida de la Unión se planteó en respuesta a una doble pérdida de soberanía: la del Reino Unido dentro del club europeo y la del pueblo inglés frente a una burocracia de mediocres en Bruselas. Pues bien, dos años después, aquel primer ministro lenguaraz, directo, simpático y revolucionario, está en un 29 por ciento de aprobación y los laboristas ya le pisan los talones en intención de voto. Si Johnson pensó que imprimiría a su mandato un estilo y significación propios, como Thatcher o Blair, más bien parece que podría marcharse como Major o Cameron, por la puerta de atrás.

Para ser justos, prácticamente ningún inglés cree que el Brexit haya sido un fracaso y la humillación que sentirá la minoría que viaje al tener que sufrir la cola de “all other passports” en el aeropuerto no es comparable al placer que sentimos los ciudadanos de la Unión pasando por nuestra propia ventanilla, dejando a los ingleses en la de los forasteros. El Brexit, pues, no es realmente el problema, aunque aún queden mil engorros que resolver. El problema más bien es el caos en que se ha convertido Downing Street 10, la modesta residencia del primer ministro y sede central de su Gobierno.

El último síntoma, que podría ser letal, es el reconocimiento, tras semanas de negaciones, de que mientras la gente estaba encerrada en casa, el invierno pasado, y el Gobierno pedía que se evitaran los encuentros familiares, en Downing Street se organizaron dos fiestas, los días 27 de noviembre y 18 de diciembre, en las que corrieron el vino, el queso y los regalos secretos de Santa Claus. En una de esas fiestas, el propio primer ministro improvisó un discurso al personal.

El axioma vuelve a cumplirse una vez más. Los líderes mundiales caen más frecuentemente por problemas de carácter (y de mera comunicación) que por decisiones de políticas públicas.

Durante días el Gobierno ha estado negando la fiesta, pero en un vídeo lamentable, la portavoz Allegra Stratton hizo bromas sobre el evento. El miércoles dimitió y el primer ministro ha tenido que pedir perdón y anunciar una investigación interna. La investigación ya la han hecho algunos periodistas y es bastante claro que los encuentros con decenas de funcionarios se celebraron, aunque algunos los justifican como necesario esparcimiento en días larguísimos de trabajo en la lucha contra el virus.

El axioma vuelve a cumplirse una vez más. Los líderes mundiales caen más frecuentemente por problemas de carácter (y de mera comunicación) que por decisiones de políticas públicas. A fin de cuentas, éstas admiten discusiones más profundas y están muy sesgadas por la participación en el debate de sesudos expertos y por matices inasibles para la mayoría. La salida del Reino Unido de la Unión Europea es probablemente la decisión más compleja que ha tomado el país desde su participación en la II Guerra Mundial, pero las consecuencias, aun siendo muy concretas, son discutibles, difíciles de explicar, matizables, escurridizas. Por el contrario, el debate se estrecha, se simplifica y se sentencia con facilidad cuando se trata de comentar las fiestas ocultas en la residencia de Johnson mientras el país está encerrado en casa. Imaginemos la viveza de la conversación en cualquier pub de Londres, sobre uno u otro asunto.

Nos recuerda el vino en casa de Boris Johnson aquella viejísima metáfora del controvertido y malogrado jefe de Fox News y asesor de presidentes republicanos, Roger Ailes, cuando hablaba de su “teoría del foso de la orquesta”: “Tienes a dos personas en el escenario y uno dice que tiene la solución al problema de Oriente Medio. El otro se cae al foso de la orquesta… ¿Quién crees que estará en las noticias de la noche?”.

La política es desde hace décadas —y lo es más aún hoy día— una lucha diaria por no caerse al foso. Por no pifiarla. Y se hacen más esfuerzos por evitar el error que por arriesgar y acertar. Boris Johnson lo está sufriendo y le va a costar recuperar la compostura.

Hace dos años que Boris Johnson y los conservadores británicos arrasaron en las elecciones. Con ese impulso, el primer ministro pudo abordar el Brexit como una auténtica revolución que devolvería, literalmente, “el gobierno al pueblo”. La salida de la Unión se planteó en respuesta a una doble pérdida de soberanía: la del Reino Unido dentro del club europeo y la del pueblo inglés frente a una burocracia de mediocres en Bruselas. Pues bien, dos años después, aquel primer ministro lenguaraz, directo, simpático y revolucionario, está en un 29 por ciento de aprobación y los laboristas ya le pisan los talones en intención de voto. Si Johnson pensó que imprimiría a su mandato un estilo y significación propios, como Thatcher o Blair, más bien parece que podría marcharse como Major o Cameron, por la puerta de atrás.

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