La vuelta de la teocracia

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Tendemos a pensar que no somos tan idiotas como para permitirnos retrocesos colectivos en derechos sociales que nos ha costado décadas obtener. Que no volveremos a los tiempos oscuros de la tiranía, de la imposición de dogmas o del totalitarismo. Pero esa es una idea arrogante y falsa. Las sociedades no han progresado siempre en línea recta, aunque haya algunos, como Steven Pinker (Los ángeles que llevamos dentro, 2011), que parecen constatar que la resultante es positiva: que hoy somos mucho menos violentos que hace siglos, o incluso menos que hace décadas.

La realidad es que una ola apabullante de autoritarismo, de nacionalismo paleto y egoísta y de fundamentalismo, amenaza las sociedades liberales y progresistas que hasta hace poco parecían sólidamente asentadas. Que no está escrito que el futuro sea más racional, más moderado, más pacífico y más progresista que el pasado. Más bien parece que el futuro se está escribiendo en el sentido contrario.

El informe del Tribunal Supremo de Estados Unidos a propósito de la interrupción voluntaria del embarazo, según el cual la Constitución Americana no puede proteger el derecho de las mujeres a interrumpir su embarazo, constata cuán vulnerables somos a las maniobras de los autoritarios y los dogmáticos.

No luchamos contra unas políticas, ni siquiera contra una ideología: votamos contra lo que ellos sienten como un dios justiciero e implacable

En este caso, Donald Trump. Sin los tres jueces ultraconservadores nombrados por él durante su presidencia, el retroceso en los derechos de maternidad de las mujeres no prosperaría. Por esos tres magistrados, dos católicos y uno protestante, es muy posible que el derecho de las mujeres a decidir sobre su maternidad sin que nadie las fuerce a ser madres no estará garantizado en todo el país, sino que dependerá de los estados. Aunque perdiera la reelección, el peor presidente de la historia reciente de Estados Unidos dejó ese regalo a los evangélicos y a los ultrarreligiosos en general, que tanto le ayudaron a ganar.

No podemos por eso bajar la guardia ni un minuto. La ultraderecha es mucho más inteligente de lo que parece. Y lo está logrando en buena parte del mundo, tras las crisis económica y sanitaria que han golpeado al planeta en la última década y media. Ha sido capaz de articular un mensaje épico de lucha contra el establishment que seduce mucho a buena parte de la población. En España, los agricultores, los ganaderos y los cazadores se sienten lejos de esos ecologistas progres que consideran ajenos a su mundo real. Los trabajadores industriales y de los servicios se sienten abandonados por burocracias lentas y lejanas. Los jóvenes que cobran a duras penas mil euros –si han conseguido trabajo, que es improbable– mientras sus abuelos cobran 1.500 de pensión durante décadas, se sienten también abandonados. La extrema derecha, que oculta la influencia siempre presente de los dogmatismos religiosos, sabe explotar esas contradicciones, nada fáciles de resolver.

Por eso es imprescindible, si no queremos que se revoque el matrimonio homosexual, si no queremos que la laicidad del Estado siga garantizando nuestra libertad de credo, si no queremos que se nos imponga dogma alguno, que nos unamos todos frente a esa ultraderecha casposa, dogmática, reaccionaria, que en todo el mundo cree (y vaya si lo cree), que tiene la misión de salvar del pecado a la humanidad.

La izquierda, siempre más escéptica, fría y racional, pelea contra un colectivo mucho más militante y movilizado: el de los que genuinamente se creen en posesión de una única verdad, revelada por dios, y por la que tendrían incluso que dar la vida. Esa es una gran ventaja de los extremismos religiosos: su verdad es Una, revelada por la divinidad. Como Abraham, el devoto debe estar dispuesto a dar la vida de su hijo.

No luchamos contra unas políticas, ni siquiera contra una ideología: votamos contra lo que ellos sienten como un dios justiciero e implacable

Estos días ha sido en Estados Unidos. También en Francia. Y será en España si no lo remediamos. La única manera de prevenirlo consiste en llenar las urnas de votos contra ellos. Amén.

Tendemos a pensar que no somos tan idiotas como para permitirnos retrocesos colectivos en derechos sociales que nos ha costado décadas obtener. Que no volveremos a los tiempos oscuros de la tiranía, de la imposición de dogmas o del totalitarismo. Pero esa es una idea arrogante y falsa. Las sociedades no han progresado siempre en línea recta, aunque haya algunos, como Steven Pinker (Los ángeles que llevamos dentro, 2011), que parecen constatar que la resultante es positiva: que hoy somos mucho menos violentos que hace siglos, o incluso menos que hace décadas.

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