El escándalo de la financiación ilegal del Partido Popular se puede analizar desde dos ángulos distintos, el de los gastos y el de los ingresos. La parte de los gastos es la que mayor interés y curiosidad produce. Y también la que genera mayor indignación. ¿Qué hacía el PP con todo el dinero que obtenía ilegalmente? Una parte importante iba a campañas electorales, otra a sobresueldos de los dirigentes del partido y otra a necesidades especiales (como echar una mano a Libertad Digital, pagar los abogados del Yak 42 para salvar la reputación de Trillo, comprar trajes a Rajoy o satisfacer las demandas de dinero negro de Pedro Arriola).
Descubrir, en un momento de graves penalidades económicas, que el principal partido del país era un entramado de fraude fiscal y blanqueo de dinero tiene efectos devastadores en la opinión pública y en la imagen del país. Añádase a esto la mentira sistemática y el negacionismo como reacción única de los líderes del PP a las revelaciones de Bárcenas y tenemos ante nosotros un fallo sistémico de nuestra democracia. Cabe preguntarse, con toda justicia, cómo es posible que este proceder delictivo y corrupto de la derecha española haya funcionado con total impunidad durante más de veinte años.
Creo, sin embargo, que la parte más interesante del escándalo Bárcenas es la relativa a los ingresos: quiénes donaban dinero al partido y por qué eran tan generosos. Vamos poco a poco conociendo los nombres de los empresarios que entregaban dinero al PP con admirable altruismo; como no podía ser de otro modo, aparecen muchos constructores.
En un país dominado por el enfoque jurídico de la política, la mayoría de los comentarios sobre estas donaciones se refieren al posible incumplimiento de la ley de financiación de los partidos políticos. Pero esto, a mi entender, es una cuestión secundaria. Sea legal o no, el problema es que el dinero pervierte el funcionamiento de la democracia. De hecho, lo que en España es delito, en Estados Unidos es completamente legal: allí las empresas pueden financiar sin límite a los partidos (el Tribunal Supremo de EEUU ha llegado a considerar, en un razonamiento tortuoso donde los haya, que las donaciones son una forma de libertad de expresión y por tanto están constitucionalmente protegidas).
La verdadera cuestión no es, pues, si se han incumplido las regulaciones sobre las donaciones, sino si la política está sometida a los intereses económicos de los donantes. Aunque mañana se cambiara la ley y se pusiera un tope de 6 millones de euros en lugar de los 60.000 actuales, a mi me parecería igualmente escandaloso que el constructor Villar Mir entregara cantidades enormes de dinero (Bárcenas le atribuye más de 500.000 euros en donaciones) para ayudar al PP a ganar las elecciones.
En algunos casos, los empresarios reciben, a cambio de sus aportaciones, suculentas contrapartidas en forma de contratas públicas. Antes de los papeles de Bárcenas, este tipo connivencia entre empresarios y políticos había salido a la superficie en el escándalo de Fundescam, una fundación tapadera del PP madrileño que, sobre todo en años electorales, recibía cuantiosos fondos de empresarios como Arturo Fernández (el presidente de los empresarios madrileños, el mismo que hace pagos en negro a sus trabajadores), los cuales eran luego premiados con contratos con la administración madrileña. El tamayazo siguió un esquema parecido, aunque forzando un poco más la situacióntamayazo: un conjunto de empresarios afines al PP dieron dinero para sobornar a dos diputados del PSOE y evitar de este modo decisiones urbanísticas que podían ser menos favorables a sus intereses.
Frente a esta forma directa de intercambio de dinero por contratos o recalificaciones, hay otra más sutil que, quizá, sea aún más dañina desde un punto de vista democrático: se trata de financiar al partido no para obtener un favor concreto, sino para que este haga unas políticas determinadas. Entra aquí el tipo de donación de Juan Roig, el presidente de Mercadona, empeñado en una mayor desregulación del mercado de trabajo. El mismo Roig, por cierto, que hace unos meses declaró, con el tono de suficiencia que le caracteriza, que “la corrupción lastra la vida económica y la productividad del país.” Parece que sabe de lo que habla.
La democracia se sostiene sobre el principio de igualdad política, en virtud del cual todos los ciudadanos tienen el mismo poder político, un voto cada uno. En el modelo ideal, el gobierno se guía por las preferencias mayoritarias en la sociedad. Por supuesto, el poder económico tiene una distribución mucho más desigual, concentrándose en unos pocos. Los conflictos y las tensiones entre democracia y capitalismo surgen precisamente por la diferente distribución de poder económico y poder político en la sociedad. Puede que lo que quiera la mayoría no se lleve a la práctica desde la política a causa de las resistencias del poder económico. Este tipo de problemas es consustancial a la democracia capitalista.
Pero la cosa se agrava cuando el poder económico se traduce directamente en influencia política, de manera que el partido en el Gobierno termina haciendo lo que quieren quienes les financian y no lo que la ciudadanía desea. Ya no es que la globalización, o la apertura exterior de la economía, impongan límites a lo que pueden hacer los políticos, sino que los políticos hacen lo que les piden quienes tienen los mayores recursos económicos. En la medida en que los partidos requieran financiación y esta provenga de empresas y bancos y no de los ciudadanos o del Estado, la autonomía política de los gobernantes queda en cuestión.
Lo que el tremendo escándalo de la financiación ilegal del PP pone de manifiesto es una connivencia, que podíamos imaginar, pero no constatar, entre el partido de la derecha y los intereses de constructores y otros empresarios. Este es uno de los problemas más graves de la democracia, mucho más que el hecho de que unos políticos aprovechados y sin escrúpulos se embolsen sobresueldos.
El escándalo de la financiación ilegal del Partido Popular se puede analizar desde dos ángulos distintos, el de los gastos y el de los ingresos. La parte de los gastos es la que mayor interés y curiosidad produce. Y también la que genera mayor indignación. ¿Qué hacía el PP con todo el dinero que obtenía ilegalmente? Una parte importante iba a campañas electorales, otra a sobresueldos de los dirigentes del partido y otra a necesidades especiales (como echar una mano a Libertad Digital, pagar los abogados del Yak 42 para salvar la reputación de Trillo, comprar trajes a Rajoy o satisfacer las demandas de dinero negro de Pedro Arriola).