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¿A qué tienen derecho las víctimas?

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A la justicia y a la reparación, por supuesto. ¿Y a convertirse en verdugos? En absoluto. Estas respuestas que emergen en la cabeza de cualquier demócrata cuando escucha la pregunta, no resultan tan claras cuando se trata de aplicarlas a conflictos concretos.

El terror que se está viviendo en Oriente Próximo es un buen ejemplo. El conflicto palestino-israelí, que hunde sus raíces en la creación del Estado de Israel en 1948, evidencia todo lo contrario; que las víctimas tienen muchas posibilidades de acabar convirtiéndose en verdugos. Lo escribió Hanna Arendt en sus Escritos Judíos, y aterroriza ver hasta qué punto quienes sufrieron el Holocausto hoy reproducen sus peores pasajes en Gaza y Cisjordania. La primera recuerda cada vez más al Gueto de Varsovia; en la segunda, donde no está Hamás, desde el 7 de octubre han sido asesinados, a manos de los colonos, más de 80 palestinos, con total impunidad. Aquí un ejemplo.

El ojo por ojo es el modus operandi cuando fracasa la política. Una cosa es el plano del análisis y la explicación —¿por qué Hamás cometió el salvaje ataque?, ¿por qué Israel lleva 70 años arrinconando a los palestinos y pujando por nuevos territorios exclusivos para su población hebrea?—, preguntas imprescindibles para entender el conflicto, como recordaba hace unos días el secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, al subrayar los años de acoso y hostigamiento a que ha sido sometido el pueblo palestino. Pero otra muy distinta es que este análisis, con vocación de explicación y comprensión del conflicto, se confunda con las posiciones y las propuestas políticas. Que cualquier alusión a la Historia resuene como una justificación de un presente violento y genocida.

Decirle a Netanyahu que tenía derecho a defenderse dentro del derecho internacional ya era un acto de cobardía cuando se anunció la reacción al ataque de Hamás; hoy, carece de toda credibilidad

Solo esta confusión entre el plano del análisis y el de la propuesta explica la ruptura de los países de la Unión Europea al afrontar este conflicto y la falta de un mínimo acuerdo para apoyar siquiera una resolución de Naciones Unidas pidiendo “una tregua humanitaria”. La resolución, no vinculante, fue aprobada con 120 votos a favor, 14 en contra y 45 abstenciones. El resultado puede parecer positivo, hasta que se mira quiénes votaron en contra y quiénes se abstuvieron. Entre los que votaron en contra, además de Israel y Estados Unidos, cuatro países europeos: Croacia, Chequia, Austria y Hungría. Entre las abstenciones, nada menos que catorce naciones europeas, entre las que se encuentran Alemania, Italia, Dinamarca y Holanda, además de los tres bálticos y países del antiguo bloque del Este como Polonia, Hungría, Bulgaria, Rumanía o Eslovaquia.

Una situación similar se planteó en el Consejo celebrado el pasado jueves 26 de octubre, donde los Estados miembros no pasaron de acordar una mínima “pausa” en los ataques, e insistir en el “respeto” a un derecho internacional que hace tres semanas que saltó por los aires. Decirle a Netanyahu que tenía derecho a defenderse dentro del derecho internacional ya era un acto de cobardía cuando se anunció la reacción al ataque de Hamás; hoy, carece de toda credibilidad. El Consejo no dio para más que para acordar una conferencia de paz, sin fecha ni programa alguno.

Entre los motivos de esta amalgama de posiciones en Europa se aduce a menudo la dificultad que tienen países como Alemania, Austria o incluso Polonia o Letonia para cuestionar al Estado de Israel, cargando como cargan con el peso de la Historia por su responsabilidad en aquel horror, tan criminal como incomprensible, que fueron los campos de concentración y exterminio. Sin embargo, la consecuencia de esta actitud nacida de la culpa no la están pagando los alemanes, austriacos, polacos o letones, sino los palestinos, ninguno de los cuales tuvo nada que ver con la gigantesca máquina de matar que fue el Tercer Reich. En todo caso, esos europeos tan sensibles con lo peor de su pasado, obvian la respuesta más básica a la pregunta: que las víctimas no tienen ningún derecho a convertirse en verdugos. Tampoco faltan —no lo olvidemos— quienes aplican la misma lógica en sentido contrario, y no ven el fenómeno en el brutal ataque de Hamás el pasado 7 de octubre.

Romper esta lógica y pensar en clave de futuro es lo único que puede ayudar a aportar algo de luz a este espanto. En palabras de Ami Ayalon, jefe del Shin Bet, —el servicio secreto interior de Israel—, “tendremos seguridad cuando ellos tengan esperanza”.

Y, por favor, detengan ya la matanza.

A la justicia y a la reparación, por supuesto. ¿Y a convertirse en verdugos? En absoluto. Estas respuestas que emergen en la cabeza de cualquier demócrata cuando escucha la pregunta, no resultan tan claras cuando se trata de aplicarlas a conflictos concretos.

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