España no discute
Lo peor del momento de crispación y tensión política que estamos viviendo es que nos impide discutir, y sin discusión no es posible la democracia. Con motivo del día de la Constitución, mi compañero en esta pantalla y director del Instituto Cervantes, Luis García Montero, me invitó a mantener un diálogo con el profesor Daniel Innerarity moderado por el politólogo Alán Barroso (puede verse aquí). Luis nos encomendó analizar algunos de los elementos que, según nuestra Constitución, nos definen como democracia, y me hizo el regalo de proponerme pensar sobre el pluralismo.
¿Por qué es importante el pluralismo y por qué nuestra Constitución lo menciona en su artículo 1.1. como uno de los «valores superiores de su ordenamiento jurídico» junto con la libertad, la justicia y la igualdad? Sencillamente, porque es la base de la democracia. Necesitamos Estados democráticos porque somos sociedades plurales.
El pluralismo, si bien es diferente a las propuestas liberales clásicas de la separación de poderes o de la teoría democrática, no es contraria a ninguna de ellas. A lo que se opone es tanto al elitismo como al populismo, ya que ambos consideran que cada una de las divisiones sociales –las élites versus el pueblo– son homogéneas en su interior. Es decir, que entre las élites no hay diferencia y quienes componen “el pueblo” son un todo uniforme.
En sus distintas acepciones y su valoración por parte de distintos autores, el pluralismo político remite no sólo a la pluralidad de partidos, sino también a un modelo, a una sociedad compuesta por muchos grupos o centros de poder, aun en conflicto entre ellos, a los cuales se les ha asignado la función de limitar, controlar, contrastar e incluso eliminar el centro de poder dominante históricamente identificado con el Estado. La idea de conflicto, y por lo tanto de discusión, es intrínseca al pluralismo, y con él a la democracia. No es extraño, por tanto, que en algunos enfoques la calidad de la democracia se mida en función del grado de pluralismo que es capaz de albergar, ni que el profesor Ignacio Sánchez-Cuenca en su último libro, El desorden político (Catarata), llame la atención sobre la crisis de los órganos de intermediación –medios de comunicación, organizaciones sindicales y empresariales, sociedad civil organizada, etc– como parte relevante de la actual crisis democrática.
España no discute; y donde no hay discrepancia no puede haber democracia. Ni la habrá tampoco si no se reconoce el pluralismo como una virtud democrática esencial e imprescindible
La Constitución española, muy partidaria de los partidos y muy poco de la participación de la sociedad, en su artículo 6 encomienda la expresión del pluralismo político a las formaciones políticas: “Los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política. Su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la Constitución y a la ley. Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos.”
Concepción estrecha la nuestra, que deja en manos de los partidos una responsabilidad que debería ser compartida. Las consecuencias las estamos viendo día a día. El clima de crispación y tensión política está imposibilitando que las discrepancias –¡benditas sean!– den lugar a espacios de debate y contraste. El último ejemplo se puede ver en la reforma del CGPJ. Tras 5 años de bloqueo por la negativa del Partido Popular a su renovación, no se ha dado ningún debate público que contraste argumentos, busque alternativas o proponga nuevas vías. Se ha hecho por parte de organizaciones y personalidades, pero sin un espacio de debate plural y seguro que permita contrastar.
Lo hizo la asociación Más Democracia en octubre de 2020 con esta propuesta para elegir a los doce vocales de origen judicial por sorteo entre quienes se presentaran a ocupar tal responsabilidad y fueran seleccionados por una comisión que comprobara el cumplimiento de los requisitos exigidos. Recientemente, el presidente del propio Consejo, Vicente Guilarte, en este artículo en El País, proponía despojar al CGPJ de sus funciones más golosas para los partidos –en concreto, retirar al CGPJ del nombramiento de los presidentes en el ámbito provincial y autonómico, audiencias y tribunales superiores de justicia– como forma de remover obstáculos al desbloqueo.
Seguro que si se juntaran un grupo de personas expertas en la materia, a ser posible sin cámaras, a analizar la situación, identificarían más alternativas que son dignas de consideración. Sin embargo, el proceso ha sido el contrario: ni las instituciones ni los partidos políticos ni las organizaciones de la sociedad civil han propiciado esos espacios, presas de la dinámica perversa en la que defender una u otra opción te coloca en un lado del tablero y nadie quiere ni mezclarse ni que le confundan. Pasará con la tramitación de la Ley de Amnistía y con todo aquello que suponga polémica y diversidad de miradas.
Como consecuencia, España no discute; y donde no hay discrepancia no puede haber democracia. Ni la habrá tampoco si no se reconoce el pluralismo como una virtud democrática esencial e imprescindible.
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