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El lío de la transición ecológica, o cuando las diferencias entre la izquierda y la derecha importan

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A lo largo del mes de agosto esta columna se ha dedicado a mostrar las curvas que se van avistando en el camino de la transición ecológica. Por supuesto no todas, solo algunas; aquellas que tenían más relación con los temas de actualidad. Si quisiera continuar, asuntos no faltarían: el desastre del Mar Menor, los riesgos de abuso (en algunos casos más que riesgo ya) en la implantación de renovables en el medio rural, las distintas propuestas para rebajar la factura de la luz, etc. Pero como agosto acaba, quiero llamar la atención sobre un tema que no puede pasar desapercibido.

¿Es el cambio climático de izquierdas o de derechas? Esta pregunta, formulada desde hace décadas, quería evidenciar que la crisis que vive el clima y con él todo el planeta no depende de que el observador sea progresista o conservador, sino que existe evidencia científica, cada vez más contundente y rotunda, de que el clima está cambiando a marchas aceleradas debido al modelo de desarrollo por el que hemos optado los humanos. Si existiera alguien que aún no hubiera oído hablar del VI Informe del panel de expertos en cambio climático que asesora a la ONU –IPCC-, que pinche aquí.

Efectivamente, poca ideología se puede aplicar a esto. La preocupación ambiental, una ver resuelta la batalla con el productivismo –no hace tanto de eso–, ha estado tradicionalmente asociada a la izquierda. Sin embargo, hoy en día, los conservadores, más reacios a estos asuntos, también han entendido ya que es inútil negar la evidencia, y salvo la ultraderecha, que está viendo en esta cuestión una puerta de entrada si se cometen errores, nadie en su sano juicio se atreve a contestar la contundencia del calentamiento global ni la necesidad de poner en marcha la transición ecológica.

Asunto bien distinto es cómo se pone en marcha esa transición, y aquí sí que hay enormes diferencias entre la izquierda y la derecha. La transición ecológica puede abordarse dando manga ancha al mercado, beneficiando a las grandes empresas estratégicas habituales (las energéticas entre otras) y dejando que los perdedores de la transición “innoven” abandonados a su suerte; o, por el contrario, puede enfrentarse desde la perspectiva de la transición justa, aunando los criterios ambientales y de justicia social.

El primer camino puede resultar a priori más sencillo: se trata de mantener buena parte de las inercias que ya existen y donde antes se creaban burbujas de ladrillo ahora hacerlo de molinos de viento; donde antes se vendían diésel, ahora modernos coches eléctricos; donde antes se extendía el regadío a base de pozos ilegales y desecación de acuíferos, ahora mediante desaladoras de agua infinita.

El segundo camino, el de la transición justa, que empezaron los sindicatos españoles a reivindicar en las cumbres del clima hace más de una década, puede resultar más complicado: supone romper las inercias y necesita inteligencia colectiva, inversión pública e implicación de todos los actores y disposición al acuerdo. Se trata de entender que no vale con plantar molinos, que hay que cambiar el modelo energético y su mercado para hacerlo más sostenible y democrático; que no vale con cambiar un coche por otro, sino que hay que plantear nuevos modelos de movilidad donde prime el transporte colectivo; que no se trata de saciar el deseo infinito de regadíos con agua desalada, sino de transformar el modelo agrario para hacerlo compatible con los ecosistemas.

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En la elección de estos caminos se va a librar, durante los próximos años, la batalla ideológica más importante de la primera parte del siglo XXI. Si se opta por el primer camino, los chalecos amarillos habrán sido solo un aperitivo de lo que puede llegar. Es posible que la transición no pueda llevarse a cabo, y las tensiones sociales y políticas tenderán a exacerbarse. La ultraderecha espera, al acecho de este momento. ¿Cuánta desigualdad, cuánta incertidumbre y cuánto miedo pueden soportar nuestras democracias?

Si se elige el segundo, habrá dificultades, se necesitará mucho dinero, habrá que tratar de forma desigual a los desiguales y apoyar a las víctimas de esta transición tratando que el conjunto de la sociedad lo entienda y apoye. Mientras tanto, se tardará en ver la mejoría, será necesario seguir adaptándose al clima cambiante, y más de una vez flaqueará la esperanza. Pero es el único camino. No queda otra que intentarlo.

Aunque pueda parecer paradójico y hasta contradictorio, el modo como se aborde la transición ecológica es la gran batalla ideológica de nuestros días. Es decir, que el cambio climático no es de izquierdas ni de derechas, pero la transición ecológica, sí.

A lo largo del mes de agosto esta columna se ha dedicado a mostrar las curvas que se van avistando en el camino de la transición ecológica. Por supuesto no todas, solo algunas; aquellas que tenían más relación con los temas de actualidad. Si quisiera continuar, asuntos no faltarían: el desastre del Mar Menor, los riesgos de abuso (en algunos casos más que riesgo ya) en la implantación de renovables en el medio rural, las distintas propuestas para rebajar la factura de la luz, etc. Pero como agosto acaba, quiero llamar la atención sobre un tema que no puede pasar desapercibido.

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