Por mucho que hablemos sobre la enorme crisis de representación que estamos atravesando, parece que los que toman las grandes decisiones no acaban de entender que esto de la democracia se basa en la confianza, en una disposición a la delegación en el bien entendido de que es para el bien común.
De todas las piezas del establishment contra las que se alzó la indignación, dos fueron especialmente relevantes: los representantes públicos y la banca. "No nos representan" y "No somos mercancía en manos de banqueros" fueron dos de los lemas más gritados. Los primeros lo han comprobado viendo cómo el sistema de partidos surgido de la Transición saltaba por los aires dando lugar a un nuevo escenario, cuya consolidación está por ver. La segunda, al parecer, ni lo entiende ni está dispuesta a ello. Significaría asumir que el sistema financiero no siempre gana, al menos no siempre lo gana todo. Supondría creer que es posible repensar el capitalismo y un nuevo estado de bienestar.
La sentencia del Supremo que, corrigiéndose a sí mismo, declara que el impuesto de actos jurídicos documentados han de asumirlo los beneficiarios de obtener tal garantía, es decir, los bancos, es altamente significativa. Se une a la nulidad de las cláusulas suelo, a la denuncia de prácticas irresponsables a la hora de vender productos financieros de riesgo, o al asunto aún pendiente en el TJUE sobre el índice IRPH que se utiliza para calcular cuánto nos hipotecamos. Si a esto le unimos que, a diferencia de lo ocurrido en otros países, y según el Banco de España, podemos dar por perdidos más de 60.000 millones de euros de ese rescate a la banca que el gobierno de Rajoy prometió recuperar, no nos debería extrañar que el descrédito del sistema financiero vaya en aumento.
Como todo sistema, cada movimiento en uno de sus elementos tiene repercusiones en el resto. Y esta vez ha sido nada menos que el poder judicial quien ha salido al rescate de los bancos, en una nota insólita, anunciando que revisará su decisión "por la enorme repercusión económica y social" de la sentencia. Sin entrar en el fondo del asunto, el mensaje que se está enviando a la sociedad es claro: la banca siempre gana, aunque sea a costa de minar, aún más, la confianza de la ciudadanía en el propio sistema judicial, que hace años que se sitúa en los niveles más bajos de la Unión Europea.
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La orquesta sigue tocando como si la famosa desafección no existiera, y si bien es cierto que hoy no hay tiendas de campaña en la Puerta del Sol, esto no quiere decir, ni mucho menos, que se haya recuperado la credibilidad en nuestro sistema democrático. Decisiones como estas son un duro golpe a la línea de flotación de quienes intentan que el barco siga navegando.
A diferencia de la indignación que acampó en nuestras plazas y, desde posiciones demócratas -con un amplio espectro ideológico-, canalizó el descontento y el descrédito, lo que hoy emerge en Europa y asoma en España es un movimiento de nueva extrema derecha xenófoba que, valiéndose de ese descrédito, intenta hacer suya la reacción contra el sistema. Y lo hace con discursos como el abanderado por Salvini, "No pienso en una Europa sin reglas, sino en invertir en el trabajo, en la felicidad, no en esclavos. Marine y yo estamos recogiendo el legado social de la izquierda, que traicionó sus valores. Defendemos al precario que la izquierda ha olvidado. En el PD o el PSF hay más banqueros que obreros". El cinismo no tiene límites, pero el populismo de la derecha sabe jugar bien sus bazas. Salvini pronunciaba estas palabras unos días antes de recibir la carta de Moscovici en la que se le anuncia el rechazo de la Comisión Europea a los presupuestos italianos por no respetar los límites de gasto. La campaña electoral europea a la extrema derecha le llega hecha desde Bruselas.
En las puertas del Parlamento Europeo se anuncian conferencias sobre el peligro que puede suponer la victoria de Bolsonaro en Brasil y exposiciones sobre las consecuencias del nazismo en Europa. Mientras, a la nueva extrema derecha le ponen en bandeja los argumentos para que abandere el movimiento contra el austericidio. Ahora habrá que contra-argumentar, desmentir y dejar en evidencia muchas de sus falsas proclamas, pero el marco del debate les viene regalado. Se pueden encontrar muchos paralelismos con otros momentos históricos, y discutir hasta qué punto son aplicables a nuestros días o no, pero de algo tenemos certeza: siempre acabaron mal.
Por mucho que hablemos sobre la enorme crisis de representación que estamos atravesando, parece que los que toman las grandes decisiones no acaban de entender que esto de la democracia se basa en la confianza, en una disposición a la delegación en el bien entendido de que es para el bien común.