Los gais no arden bien (y de la homofobia se sale)

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Agustín Corso, maestre de una nao que arribó a Donostia allá por 1514, fue acusado por la tripulación de haberse acostado con el grumete Antoneto. El marino genovés se defendió ante las autoridades guipuzcoanas diciendo que solo hubo unos besos. Agustín fue enviado a la hoguera. Si la leña estaba húmeda, el reo moría rápidamente asfixiado por el humo que produce la madera mojada. Si estaba seca, el condenado perecía lentamente entre aullidos de dolor para entretenimiento del público. “Llamas vivas”, solía especificarse en la sentencia. Adivinen qué madera se escogía en estos casos. Había que quemarlos bien. España es país de rica tradición asesina con gais, lesbianas y transexuales. Margarida Borrás, por ejemplo, fue bautizada en València como Miquel. Pero, ya adulta, vestía como mujer y se acostaba con hombres. En 1460 fue enviada a la horca. Nadie recogió el cadáver. Volvemos a San Sebastián. Catalina de Belunce, acusada de lesbianismo, fue sometida a tormento de agua– en 1503. No confesó. Las autoridades la desterraron en una sentencia en la que se admitía que no había pruebas del delito. Pero ante la mínima posibilidad de que lo hubiera, la condenaban. Hombre con hombre: degeneración. Hombres que dicen ser mujeres: provocación. Mujeres con mujeres: inconcebible.

Han pasado 500 años, dirán algunos. No. Javier Milei sostiene: “Si vos querés estar con un elefante… si tenés el consentimiento del elefante, es tu problema y el del elefante. No me opongo a que dos personas del mismo sexo se casen”. Su canciller, Diana Mondino, es mucho más pedagógica a la hora de valorar el matrimonio igualitario. “Si vos preferís no bañarte y estar lleno de piojos, es tu elección”. María José Català (PP), alcaldesa de València que gobierna junto a Vox, niega ser la autora de las palabras que todo el mundo ha oído. “El Ayuntamiento no pone banderas en el balcón, pero no por el día del Orgullo, no lo pone por el día del ELA, ni el día del Alzheimer, ni el día del cáncer”. Mientras, en Madrid, la cadena de hamburgueserías Goiko ha ilustrado sus escaparates con un cartel que dice Aquí dentro huele a popper. Es su forma de promocionar en el Orgullo sus bocaditos de pollo crujiente, Chicken Poppers. Y a las futbolistas Jenni Hermoso y Misa Rodríguez se les ha ocurrido publicar una foto de sus vacaciones en Instagram mostrando su amor. “Lo de las tijeras en las concentraciones era cierto”, se lee en una de las decenas de comentarios que acompañan la imagen. Zoofilia, enfermedades, drogas, corte y confección… Siglo XXI.

George Weinberg era en 1965 un reputado psicoterapeuta estadounidense felizmente casado con su mujer. Un día organizó una fiesta en casa a la que invitó a sus colegas. Estos, al enterase de que una de las asistentes era lesbiana, le mostraron su incomodidad y le sugirieron que se inventara algo para que no fuera. Weinberg observó que sus entrañables amistades eran presas de un miedo irracional e improvisó un diagnóstico inventándose una palabra: homofobia

George Weinberg era en 1965 un reputado psicoterapeuta estadounidense felizmente casado con su mujer. Dicen que un día organizó una fiesta en casa a la que invitó a sus colegas. Estos, al enterase de que una de las asistentes era lesbiana, le mostraron su incomodidad y le sugirieron que se inventara algo para que no fuera. Weinberg observó con su ojo médico que sus entrañables amistades eran presas de un miedo a no se sabe qué, una especie de pánico a que el estable suelo social y familiar sobre el que caminaban se derrumbara de pronto en aquella fiesta por causas inexplicables. Y del miedo al odio hay unos metros. Weinberg definió la enfermedad de sus amigos como homofobia. Comentó con éxito su invención léxica en círculos académicos y de activistas LGTBI y la revista Time acabó usándola en un artículo de su portada. La comunidad científica se le echó encima. ¿Un médico estaba diagnosticando como enfermos a los estadounidenses que llamaban maricón al vecino del tercero? En 2012, la agencia de noticias Associated Press llegó a desaconsejar en su libro de estilo el uso del término. “Mientras los homosexuales sufran actos homófobos, la palabra seguirá siendo determinante", respondió Weinberg. "De hecho –concluyó de forma provocadora–, el próximo paso debería ser añadir homofobia a la lista oficial de trastornos mentales". Murió en 2017 sin renegar de su palabra. Agustín, Margarida y Catalina no estaban enfermos. Los que necesitaban cura eran quienes querían quemarlos. Y no será muy científico, pero es poner el Telediario y sentirse poseído por Weinberg.

Agustín Corso, maestre de una nao que arribó a Donostia allá por 1514, fue acusado por la tripulación de haberse acostado con el grumete Antoneto. El marino genovés se defendió ante las autoridades guipuzcoanas diciendo que solo hubo unos besos. Agustín fue enviado a la hoguera. Si la leña estaba húmeda, el reo moría rápidamente asfixiado por el humo que produce la madera mojada. Si estaba seca, el condenado perecía lentamente entre aullidos de dolor para entretenimiento del público. “Llamas vivas”, solía especificarse en la sentencia. Adivinen qué madera se escogía en estos casos. Había que quemarlos bien. España es país de rica tradición asesina con gais, lesbianas y transexuales. Margarida Borrás, por ejemplo, fue bautizada en València como Miquel. Pero, ya adulta, vestía como mujer y se acostaba con hombres. En 1460 fue enviada a la horca. Nadie recogió el cadáver. Volvemos a San Sebastián. Catalina de Belunce, acusada de lesbianismo, fue sometida a tormento de agua– en 1503. No confesó. Las autoridades la desterraron en una sentencia en la que se admitía que no había pruebas del delito. Pero ante la mínima posibilidad de que lo hubiera, la condenaban. Hombre con hombre: degeneración. Hombres que dicen ser mujeres: provocación. Mujeres con mujeres: inconcebible.

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